Cataluña vota a ciegas

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Las catalanas y catalanes llamados a las urnas el próximo jueves van a encontrarse con distintos problemas a la hora de decidir su voto. A lo anómalo de la situación hay que sumar la escasez de propuestas claras sobre los acuerdos de gobierno y la falta de información esencial para poder elegir con fundamento estratégico la papeleta.

Se ha escrito por activa y por pasiva que estas elecciones son de todo menos normales. Tras la "no independencia" y la aplicación del 155 en diferentes versiones, la sociedad catalana debe decidir quién le representa con candidatos encarcelados, huidos, líderes independentistas en prisión, y sus instituciones y medios de comunicación públicos en permanente sospecha. Poco margen para las condiciones de normalidad, debate y sosiego que necesita una decisión así.

Por si esto fuera poco, falta lo que a mi juicio debería ser uno de los elementos fundamentales de decisión del voto: qué harán con él los diferentes partidos. Entre los muchos factores que inciden a la hora de elegir una papeleta, desde la ciencia política se considera habitualmente que el futuro es uno de los que tienen más peso. Según esta visión, no se vota tanto en clave de pasado, de examinar lo ya hecho, sino en función de lo que unos y otros dicen que van a hacer y de la capacidad y credibilidad que el electorado otorga a esas propuestas, si bien en esta valoración tiene también un papel la evaluación de lo hecho en el pasado. Aplicado a estas elecciones, ¿tienen claro los votantes qué hará cada partido con su voto? Es decir, ¿conocen qué políticas de alianzas y pactos llevarán a cabo?

Una vez más, ante la inevitabilidad de tener que llegar a acuerdos para gobernar, la gran mayoría de las fuerzas políticas ponen el énfasis en las famosas "líneas rojas", es decir, aquél umbral que no traspasarán. Se olvidan así de subrayar los puntos de encuentro que pueden tener con otros para poder alcanzar un acuerdo satisfactorio para su proyecto. Podrá decirse que están compitiendo entre sí y esto los obliga a subrayar las diferencias y no las similitudes. Es cierto, pero quizá vaya siendo hora de empezar a pensar que la ciudadanía somos mayores de edad.

Me explico: a poco que se les haya echado un ojo a las encuestas, y aunque esta vez tienen escaso margen para acertar, todas coinciden en que de una u otra forma, con combinaciones a tres o a cuatro, será necesario un acuerdo para formar gobierno. Lo deseable en democracia sería que esas estrategias fueran puestas a disposición del electorado, de forma que éste sepa cómo se va a utilizar su voto. La reticencia a hacer este ejercicio de transparencia lleva a pensar a que, al menos en nuestro país, un acuerdo es visto como una traición y no como una victoria.

Merecería la pena estudiarlo a fondo, pero esa inclinación que tenemos a imaginar el pacto como algo negativo me remite inevitablemente a los principios religiosos en los que se pide un acto de fe inquebrantable y amor eterno para toda la vida, como si un acuerdo fuera una traición, en lugar de un acto de inteligencia gracias al cual se ha conseguido identificar un punto de encuentro para un asunto concreto en una coyuntura dada que conviene a todas las partes para la consecución de sus objetivos. En definitiva, que hay que ser muy laico para saber llegar a acuerdos, y no avergonzarse por ello.

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A todas estas dificultades se les añade otra que llevamos sufriendo en España desde 1979: la prohibición de publicar encuestas cinco días antes de las elecciones, tal como recoge la Ley Orgánica de Régimen Electoral de 1985 (a propuesta de Manuel Fraga, por cierto). Además de carecer de sentido práctico alguno en la sociedad de la información global –ahí está la encuesta que seguirá publicando diariamente El Periódico desde Andorra– , este apagón demoscópico resta a la ciudadanía –que no a las empresas demoscópicas ni a los partidos, que pueden seguir haciendo sus sondeos pero no publicarlos– una información esencial a la hora de decidir su estrategia de voto. Sin olvidar, además, que tenemos ya experiencia de campañas electorales en las que en los últimos días se producen giros significativos por acontecimientos imprevistos. Y en estos comicios, como sabemos, cualquier día puede pasar cualquier cosa que decante una bolsa importante de votos hacia unas u otras opciones. Si esto es siempre un problema, en una situación como la que se vive ahora en Cataluña, con el electorado fuertemente polarizado pero con posibles cambios significativos dentro de cada bloque, la dificultad se agrava todavía más.

Si las elecciones son un elemento fundamental para considerar a las democracias como tales –para algunos parece que sea el único– debería garantizarse que, al menos, la información sobre las tendencias presentes  y los planes de futuro está a disposición del electorado. De lo contrario nos situamos en un escenario de condiciones de información imperfecta, y ya sabemos a quién beneficia eso.

Para finalizar, y antes de que empecemos a criticar cómo han fallado las encuestas, que a nadie se le olvide que a todo lo anterior hay que sumar un porcentaje importante de indecisos o que no contestan a las encuestas –entre el 25 y 27% según distintos estudios– y un más que previsible voto oculto. La emoción está garantizada.

Las catalanas y catalanes llamados a las urnas el próximo jueves van a encontrarse con distintos problemas a la hora de decidir su voto. A lo anómalo de la situación hay que sumar la escasez de propuestas claras sobre los acuerdos de gobierno y la falta de información esencial para poder elegir con fundamento estratégico la papeleta.

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