¿Cuánto nos va a costar Madrid?

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Era el 26 de enero de 1977. Desde la sede del Colegio de Abogados de Madrid hasta el cementerio de La Almudena, los ataúdes de los abogados laboralistas asesinados por pistoleros de extrema derecha en el despacho de Atocha desfilaban llevados a hombros por sus camaradas. Tras ellos cientos de coronas de flores, y en las aceras decenas de miles de personas en un silencio apenas roto por aislados gritos de dolor y rabia. Un servicio de orden integrado por militantes de los todavía ilegales PCE y Comisiones Obreras controlaba el acto. Lágrimas en los ojos de muchos presentes. Un bosque de puños cerrados. Ni entonces ni en las masivas huelgas de protesta por el crimen y en los cientos de funerales celebrados en toda España hubo un solo incidente. La izquierda más radical quería salir a la calle y desafiar directamente al Gobierno de Adolfo Suárez y al aparato del Estado tardofranquista. Pero se impuso la contención. Aquella movilización disciplinada impactó sobre el Ejecutivo y los altos mandos militares, que por supuesto la entendieron como una demostración de fuerza organizada. Tres meses después el Partido Comunista fue legalizado y se rompió así uno de los tabúes de la Transición.

Aquellos días, en el inicio de 1977, no hacía falta ser Santiago Carrillo para entender que era preciso poner sobre la mesa grandes dosis de serenidad y de inteligencia política para evitar colaborar con la estrategia de la tensión diseñada por la extrema derecha con la colaboración de policías del llamado "Bunker franquista" y de activistas exportados directamente por el neofascismo italiano. Caer en las provocaciones podía ser fatal. Había muchos intereses en que corriera la sangre y se produjera un acto de fuerza por parte del Ejército. Ocurrían acontecimientos muy extraños. El Grapo, una organización de la que siempre se sospechó que estaba manejada por la Policía o los servicios de inteligencia, había secuestrado a dos altos cargos del Régimen, Oriol y Villaescusa -a este último el mismo día en que se produjo la matanza en el despacho de Atocha-; ambos fueron liberados en una rocambolesca actuación policial dirigida, qué casualidad, por dos miembros de la BIPS (Brigada de Investigación Político Social) expertos en infiltraciones y torturas: Roberto Conesa y Antonio Fernández Pacheco Billy el Niño. No eran tiempos para perder los nervios. Porque eso equivalía a convertirse en cómplice del enemigo.

Me he extendido en la descripción de lo ocurrido hace cuarenta y cuatro años, porque no es poca la relación que tiene con acontecimientos actuales, salvando la enorme distancia que han dado de sí estas cuatro décadas. El contexto es diferente, sí; pero existen claras similitudes, empezando por el escenario, Madrid y por extensión España, y por un factor que lo domina todo: el uso político de la provocación, la nueva estrategia de la tensión.

Hoy la cita con las urnas en la Comunidad de Madrid aparece cubierta por un trampantojo polarizador y brutal que se quiere imponer sobre la normalidad de cualquier campaña electoral. Y es preciso medir muy bien los actos y los discursos para no caer en el cepo.

Dos y dos ya no son cuatro en la política española cuando vemos a los aliados naturales peleando entre sí, y a enemigos aparentemente irreconciliables interactuando en coreografías sin ensayo previo pero que acaban saliendo casi perfectas, si es que el delirio puede alcanzar la perfección. Por eso el otro día Abascal fue a Vallecas a iniciar su campaña con un golpe de efecto que volviese a poner el foco sobre su candidata madrileña, Rocío Monasterio. Era una provocación de libro, que para funcionar necesitaba la colaboración de la contraparte; es decir, de las izquierdas que se dicen "antifas". Y la cosa no le pudo funcionarle mejor al líder de Vox. Hubo de emplearse a fondo y agitar el avispero, cierto. Pero al final obtuvo justo las imágenes y los titulares que quería. En la plaza Roja del barrio más rojo de la capital de España, la extrema derecha le metió un gol por toda la escuadra a una izquierda que afronta la ofensiva neofascista y neoliberal sumida en la confusión estratégica y en la incapacidad táctica. Los vallecanos -incluidos los Bukaneros del Rayo– y todos los izquierdistas que quisieron responder con su movilización al mitin de los ultras hubiesen necesitado tener las ideas mucho más claras y actuar con verdadera disciplina operativa. Sin esas premisas, y como ya se ha visto, es mil veces mejor dejar solos a los de Abascal y que sus actos pasen sin pena ni gloria.

Un antifascismo histriónico, mal enfocado y peor dirigido no sirve de gran cosa, si de pararle los pies a la extrema derecha se trata. Echenique tuiteó que a Vallecas habían ido, a provocar, "unos pijos". ¿Unos pijos? Vox, hablando en serio, es un fenómeno inquietante cuyo calado transciende el pijerío folklórico y apunta directamente a la línea de flotación de la convivencia. Y bajo su aparente delirio reaccionario late una astucia perversa y una retorcida eficiencia. Lo de los Mercedes descapotables y los palos de golf apenas es mera anécdota: la ridícula forma de un fondo negro y amenazador.

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Porque esto no es ninguna broma. Si Vox sobre el escenario y el PP de Ayuso en la dirección son capaces de meter la campaña electoral madrileña en una centrifugadora que lance cada argumentario y cada acto hacia el extremo de un enfrentamiento rabioso, sus provocaciones no solo tendrán éxito a la hora de movilizar su voto; además empujarán todavía más la agenda política de España entera hacia un ejercicio constante de provocación y disparates. Adiós a cualquier debate razonable sobre la realidad, sobre los problemas tremendos que ha agravado la pandemia.

A este movimiento están contribuyendo también buena parte de medios de comunicación, cronistas y analistas, que dejándose arrastrar en la espiral, están alimentando a los personajes, discursos y extravagancias de los más extremos, los que utilizan la brocha gorda y son alérgicos a los matices. No hay más que echar un vistazo a la prensa, escuchar la radio o poner la televisión –de redes ya ni hablo, que ahí cada cual vive en su urbanización construida a su medida-, para evidenciar que aquellos candidatos más templados, que se molestan en hablar de propuestas para la Comunidad de Madrid e intentan dejar de lado los exabruptos, son sistemáticamente ninguneados. Hagamos también autocrítica, porque seguro que podemos hacerlo mejor.

Visto lo visto, ¿cuánto nos va a costar Madrid? Como cualquier demócrata, progresista o conservador, sabe bien, esta deriva hacia el despropósito calculado puede salir muy cara. Por eso este sería el momento de recordar Atocha, aprender de los errores de Vallecas, no volver a caer en ninguna provocación, y centrar la campaña "en lo que importa", eso que todos decimos cuando ejercemos de "bien pensantes". Errores de ese tipo de no se pueden repetir.

Era el 26 de enero de 1977. Desde la sede del Colegio de Abogados de Madrid hasta el cementerio de La Almudena, los ataúdes de los abogados laboralistas asesinados por pistoleros de extrema derecha en el despacho de Atocha desfilaban llevados a hombros por sus camaradas. Tras ellos cientos de coronas de flores, y en las aceras decenas de miles de personas en un silencio apenas roto por aislados gritos de dolor y rabia. Un servicio de orden integrado por militantes de los todavía ilegales PCE y Comisiones Obreras controlaba el acto. Lágrimas en los ojos de muchos presentes. Un bosque de puños cerrados. Ni entonces ni en las masivas huelgas de protesta por el crimen y en los cientos de funerales celebrados en toda España hubo un solo incidente. La izquierda más radical quería salir a la calle y desafiar directamente al Gobierno de Adolfo Suárez y al aparato del Estado tardofranquista. Pero se impuso la contención. Aquella movilización disciplinada impactó sobre el Ejecutivo y los altos mandos militares, que por supuesto la entendieron como una demostración de fuerza organizada. Tres meses después el Partido Comunista fue legalizado y se rompió así uno de los tabúes de la Transición.

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