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Acabó el año y, una vez más, no se obró el milagro. El cambio de dígito en el calendario no conllevó ninguna disrupción y el 1 de enero despertamos, más o menos, como estaba previsto: con un alza en la cifra de contagios y en la incidencia acumulada que lleva a tocar las cotas más altas de la pandemia y hace presagiar peligrosas tensiones en el sistema sanitario.
A lo largo de las últimas semanas esta columna ha intentado entender y explicar algunos de los factores que pueden estar dificultando la gestión de la pandemia. Muchos autores afirman que los dos grandes vencedores hasta la fecha han sido la ciencia y lo público. Curiosamente dos aspectos donde España tiene mucho recorrido de mejora: Respecto al primero, todo parece indicar que la falta de cultura científica ha podido dificultar la comprensión ciudadana del fenómeno. Si volvemos la mirada hacia lo público, la desconfianza institucional y las carencias que el sistema arrastraba han restado margen de maniobra a responsables políticos; gestores que no contaban con las estructuras adecuadas de toma de decisiones, integración del conocimiento experto y capacidad de reacción por parte de la administración correspondiente.
Así y todo, queda mucho por explicar cómo es posible que, teniendo ya meses de experiencia en la gestión de la pandemia, modelos y cifras que avisaban de lo que venía tras las fiestas navideñas, y una población que –al menos en las encuestas– pide que se endurezcan las medidas en situaciones como ésta, no se hayan tomado decisiones encaminadas a paralizar en lo posible los encuentros y comportamientos de mayor riesgo. En algunas comunidades autónomas incluso se han relajado las medidas desde principios o mitad de diciembre.
Seguro que la explicación necesita aunar argumentos distintos, pero hay uno al que quizá no se haya prestado especial atención. En la sociedad de la distancia, donde el encuentro físico se ha cambiado en el mejor de los casos por el virtual, la política también necesita tomar distancia. En varios sentidos.
En primer lugar, las decisiones de los responsables técnicos del día a día están, y deben estar, basadas en los datos de cada instante. Sin embargo, la interpretación de lo que ha venido pasando en los últimos diez meses y de lo que se prevé necesita de mirada a largo plazo, y eso es incompatible con la inmediatez del dato concreto de cada día. Se precisa tomar distancia para entender la magnitud de lo vivido y poder diseñar estrategias a futuro. Como en aquella canción de Silvio Rodríguez, un ojo debe mirar al suelo para no caerte, y el otro al horizonte para no desviarte del camino que te lleva donde quieres llegar.
Si esto es importante, más lo es la necesaria distancia respecto a las presiones del día a día. Con los meses se ha comprobado que la desescalada diseñada en mayo fue excesivamente acelerada y por lo tanto poco oportuna, fruto de la presión de aquellos sectores que se veían más perjudicados por las restricciones. Algo que es humano, pero mal compañero de viaje en una pandemia.
Si a esto se suma que desde entonces la gestión ha pasado a manos de las comunidades autónomas, más cercanas y vulnerables a las presiones, es de suponer que las tensiones para ir reabriendo locales, permitir actividades económicas que conllevan presencialidad, etc. serán mayores. Como afirma Sandra León en este informe, en el que se formulan recomendaciones a las comunidades autónomas sobre el ritmo óptimo de la desescalada, “para reducir la probabilidad de que las decisiones de los gobiernos acaben siendo cooptadas por un grupo de interés, las propuestas y demandas que emerjan de la sociedad civil hacia el Gobierno deben canalizarse a través de foros multilaterales que estén regulados por el principio de la transparencia.“
Ver másCon la responsabilidad individual no basta
Hasta la fecha, no parece que estas medidas se hayan extremado por parte de los gobiernos autonómicos, que, por otro lado, tampoco disponen de estructuras, medios técnicos y recursos como para gestionar la pandemia y al mismo tiempo articular en unos casos y reforzar en otros, medidas de transparencia.
Todo ello ocurre en un momento en el que se ponen de manifiesto con más claridad que nunca los problemas que ocasiona en España no contar con una estructura y una cultura federalizante. Se está perdiendo la oportunidad de gestionar la pandemia desde el conocimiento del territorio y articular al mismo tiempo foros de cooperación y aprendizaje colectivo. Curiosamente esos foros, cuando existen, son de carácter técnico, pero no político, algo que llama poderosamente la atención.
En ausencia de esto, e imaginativos como somos a la hora de encontrar apaños a la diversidad territorial, podría ser este un buen momento para pensar otra forma de gestionar aunando el conocimiento de lo concreto, lo cercano y lo específico de cada territorio, con la lejanía que parecen aconsejar las decisiones más duras. Algo así como replantear eso que llamamos gobernanza multinivel (es decir, la incorporación en las políticas públicas de ayuntamientos, comunidades autónomas, Gobierno de España, Unión Europea...) desde el principio de cooperación. Partiendo del conocimiento de lo cercano para llevar la decisión a la distancia suficiente donde pueda ser tomada.
Acabó el año y, una vez más, no se obró el milagro. El cambio de dígito en el calendario no conllevó ninguna disrupción y el 1 de enero despertamos, más o menos, como estaba previsto: con un alza en la cifra de contagios y en la incidencia acumulada que lleva a tocar las cotas más altas de la pandemia y hace presagiar peligrosas tensiones en el sistema sanitario.
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