Se empieza a poner de moda hablar de lo que está por venir. Hace unas semanas se reunían en Montevideo las comisiones y ministerios del Futuro que existen ya en varios países; Naciones Unidas ha decidido celebrar, coincidiendo con su próxima Asamblea, una Cumbre por el Futuro que acordará un pacto para definir y determinar el porvenir, y en sede académica se suceden seminarios, debates, publicaciones, etc. Quizá es que aterra ver que cada vez es más común, sobre todo entre los jóvenes, manifestar una visión oscura, gris y apocalíptica del futuro. Como si los punks hubieran ganado, como si el No future de Sex Pixtols se hubiera convertido en la banda sonora del primer cuarto del siglo XXI.
Como en todo futuro que se analiza con rigor, hoy aparecen luces y sombras. Mi reloj digital es capaz de hacerme un electrocardiograma en tiempo real y enviarlo a mi médico, quien inmediatamente me dirá si he de tomarme una pastilla para evitar un ataque al corazón. Hemos ganado en seguridad, en muchos casos se salvarán vidas, pero estamos cediendo datos, o sea privacidad, a quien gestiona la red, que podrá vender esta información, por ejemplo, a una empresa de seguros de vida que no dudará en encarecer la prima de mi póliza. No sólo eso, sino que para que toda la tecnología funcione se necesitan una serie de minerales y tierras raras que ya están provocando guerras en los lugares más castigados del mundo, y el consumo de agua y energía que necesitan las redes digitales hace que casen muy mal con los criterios de sostenibilidad del planeta. Sin embargo, el desarrollo de estas tecnologías puede ayudar —de hecho, ya lo hace— sobremanera no sólo a salvar vidas, sino a importantes avances en sostenibilidad ayudando a gestionar de forma más eficiente, a conocer mejor la evolución de consumos, etc. En definitiva, un futuro con luces y sombras, como se analiza en la serie documental 10.000 días, dirigida por el periodista Carlos Franganillo, que la semana pasada protagonizó uno de los diálogos de Agora K2050 en el Museo de San Telmo de San Sebastián, ante más de cien personas, muchos de ellos jóvenes. Puede verse el vídeo aquí.
Si algo es descrito como real, producirá efectos como si lo fuera. Qué más da quién bombardeara, si lo importante es lo que cada cual quiera creer y crea
La Historia no es una sucesión de hechos y el futuro no es algo que aparezca tras morir el pasado. Este es uno de los motivos que añade dificultad a la hora de abordar lo que pasa hoy. El conflicto palestino-israelí forma parte de un pasado irresuelto que nos acompaña y que no duda en emerger a la mínima ocasión. Lo hace, eso sí, en un escenario que ya no es el suyo, en un momento en el que el periodismo atraviesa una enorme crisis de credibilidad, en el que las redes sociales propagan a toda velocidad cualquier imagen o sonido, en el que ya asumimos con bastante naturalidad que tardaremos mucho en saber con certeza quién bombardeó el hospital, y sobre todo, y aquí lo más relevante a mi juicio: que da igual quién haya sido. Una parte del mundo está convencida de que ha sido Israel, y desea que así sea porque le cuadraría en su esquema del conflicto; la otra, no duda que ha sido un cohete despistado de Hamás o de la Yihad Islámica, y por supuesto celebrarán si algún día se confirmara que así ha sido. De esta forma, el teorema de Thomas, personalizado para cada cual, alcanza su máxima expresión: Si algo es descrito como real, producirá efectos como si lo fuera. Qué más da quién bombardeara, si lo importante es lo que cada cual quiera creer y crea. Esto endurece la guerra de la opinión pública, uno de los terrenos de batalla más relevantes, lo que a su vez dificulta la posibilidad de avanzar hacia la resolución de los conflictos.
La guerra de la información no es nueva de estos tiempos, sino que es tan antigua como la propia guerra. La novedad reside en una sociedad cada vez más global, que presta atención a asuntos que acontecen a miles de kilómetros, que —al menos en Occidente— tiene acceso a múltiples medios de comunicación pero de los que desconfía, y que siempre encontrará en vías alternativas, como son las redes sociales, a quien le muestre un vídeo, una foto o imágenes quién sabe si sacadas de películas o videojuegos —como ya está pasando— que le reafirme en su posición. En las democracias occidentales el peso de la opinión pública todavía es importante, y su gestión se convierte en desafío de primera magnitud para los gobiernos. Que países con un número significativo de población musulmana, como Francia o Inglaterra, hayan decidido prohibir las manifestaciones pro-palestinas es una muestra más de hasta qué punto hoy la línea entre la política exterior y la interior es casi invisible.
El conflicto palestino-israelí, hijo de la versión más sangrienta del siglo XX, emerge hoy en la sociedad del siglo XXI, cuyas características hacen que la solución sea más difícil; al menos una solución acorde con los mínimos parámetros de respeto a los derechos humanos. ¿Se acuerdan de cuando se decía aquello de que en el siglo XXI ya no habría guerras físicas, con sus blindados y morteros, porque todas serían altamente tecnológicas y se librarían en el ciberespacio?
Volviendo a los Sex Pixtols: claro que el futuro existe, pero no está escrito, y en su definición está incorporada la herencia de un pasado que nos persigue.
Se empieza a poner de moda hablar de lo que está por venir. Hace unas semanas se reunían en Montevideo las comisiones y ministerios del Futuro que existen ya en varios países; Naciones Unidas ha decidido celebrar, coincidiendo con su próxima Asamblea, una Cumbre por el Futuro que acordará un pacto para definir y determinar el porvenir, y en sede académica se suceden seminarios, debates, publicaciones, etc. Quizá es que aterra ver que cada vez es más común, sobre todo entre los jóvenes, manifestar una visión oscura, gris y apocalíptica del futuro. Como si los punks hubieran ganado, como si el No future de Sex Pixtols se hubiera convertido en la banda sonora del primer cuarto del siglo XXI.