El vídeo es sólo la excusa. La saña con que se enzarzan los dos animales azuzados por unos bípedos que parecen disfrutar de la tortura mutua que se infligen los perros revuelve la entraña de cualquier ser medianamente sensible. Pero me temo que no de todos los que ven la imagen.
No es la noticia de la semana, del mismo modo que ha pasado sin apenas recorrido mediático –o al menos el que creo que se merecía– la agresión a los adolescentes homosexuales de Caravaca, o la creciente presencia de muchachos muy jóvenes en las listas de maltratadores. Hay una violencia contenida pero evidente en muchos comportamientos públicos y privados que brota de vez en cuando en sucesos capaces de alcanzar el río de las noticias, pero que se mantiene a diario, constante y activada aunque no llegue a los titulares. Esa violencia que se manifiesta en el estigma al diferente: el negro que viene de la pobreza a quitarnos lo nuestro –el otro día algún medio de la neofalange informativa alertaba ya de la posibilidad de que los emigrantes que saltan la valla de Melilla fueran a traer el ébola–, el maricón o la bollera que no se ajusta a las normas del grupo y hay que dejar fuera, el minusválido que molesta porque hay que empujar la silla o echa babas. O la más común, de controlar a la chica porque la he visto mandar guasaps a escondidas, y “cómo no voy a saber yo con quién se comunica”, o el “cállate guapa que tú de esto no sabes”…
Ahora, así leído, sí, nos chirría y hasta desasosiega. Pero lo cierto es que lamentablemente empieza a ser ya tópico que estamos aceptando socialmente un grado de violencia que deberíamos estar combatiendo con determinación hace ya bastante tiempo.
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Me preocupa mucho como ciudadano que adolescentes apedreen a otros de su edad por ser diferentes. Me inquieta que sean jóvenes los que, como se ve en el vídeo, disfruten con la tortura de animales para sacar dinero en una apuesta ilegal e inmoral. Me sobrecoge que chicos que no llegan a los veinte años sometan a sus parejas a presiones y dictadura perfectamente equiparables a los usos de sociedades decimonónicas o hasta medievales.
Todo eso está pasando en una atmósfera de violencia institucional física, como sucede con los emigrantes de Melilla o los desahuciados, y moral, con políticos corruptos, banqueros salteadores y partidos cómplices, pero que ni nos exime ni nos aleja de nuestra responsabilidad individual y social ante esa realidad de violencia cotidiana por mucho que se manifieste sobre todo entre quienes más están sufriendo la crisis.
Ya se que Ciudad Juárez está lejos, que aquí se puede salir a la calle y pasear de noche por el centro de las ciudades con riesgo mucho menor que otros países europeos y, desde luego, de otros continentes. Pero precisamente por eso debemos estar más atentos a esa violencia soterrada cada vez más viva, y me temo que más de eso que los técnicos llaman “estructural”. Como padres, como ciudadanos, como personas que aspiramos a un mundo mejor a pesar de quienes lo gobiernan, no podemos eludir nuestra responsabilidad en evitar, denunciar y buscar el máximo castigo para todos estos comportamientos inaceptables. Y aprender a verlos desde sus primeras manifestaciones y entre nuestra gente más cercana.
El vídeo es sólo la excusa. La saña con que se enzarzan los dos animales azuzados por unos bípedos que parecen disfrutar de la tortura mutua que se infligen los perros revuelve la entraña de cualquier ser medianamente sensible. Pero me temo que no de todos los que ven la imagen.