Entre los personajes clave, incluso míticos, de la Transición, ocupa un lugar estelar Torcuato Fernández Miranda. Sostienen muchos de los estudiosos de la cosa que su posicionamiento a favor de una democracia parlamentaria tuvo menos que ver con profundas convicciones políticas que con un indisimulado resentimiento personal. El último en explicarlo quizás haya sido Tom Burns Marañón (De la fruta madura a la manzana podrida. El laberinto de la Transición española. Galaxia Gutenberg): “Fernández Miranda siempre fue un político enigmático y en el tardofranquismo lo sería más cuando a sus dotes de mucha inteligencia se unió la pasión del resentimiento por no haber sucedido como presidente del Gobierno al almirante Luis Carrero Blanco, muerto en atentado de ETA el 20 de diciembre de 1973 siendo él vicepresidente. Su desprecio por Arias Navarro, que al asumir el cargo le apartó de la política, fue considerable”. La política, como la vida, es un cúmulo permanente de motivaciones racionales e irracionales, de modo que un proceso identificado esencialmente con “el consenso y la generosidad” pudo tener como uno de sus motores la venganza personal. “El rencor -escribe Burns- hizo que Fernández Miranda se opusiese a todo lo que Arias Navarro proponía”. Y como Arias Navarro, tras la muerte de Franco, dilataba y dificultaba cualquier paso hacia la democracia, Fernández Miranda se lanzó a pilotar (a la sombra de Juan Carlos I) justamente lo contrario: “de la ley a la ley” a toda prisa y desde el puesto más eficaz para ello, la presidencia de las Cortes franquistas. (Imprescindible sobre este punto el ensayo de Ignacio Sánchez-Cuenca Atado y mal atado, en Alianza Editorial).
Si algo ha movido en su larguísima trayectoria política a Esperanza Aguirre (más incluso que la ambición del poder) ha sido el resentimiento. Y si hay algo que explique su decisión de dimitir este domingo como presidenta del PP de Madrid y no haberlo hecho dos días o cuatro años antes es su indisimulada obsesión por competir, primero con Alberto Ruiz-Gallardón y después con el propio Mariano Rajoy, en el liderazgo conservador. Aguirre deja la presidencia del PP madrileño pero no el Ayuntamiento de Madrid. Se va pero no del todo, como ya hizo anteriormente (aunque esta vez se perciba imposible el regreso), pero da el paso en el momento de mayor debilidad de Mariano Rajoy y enviándole un recado contundente: “sabe perfectamente lo que tiene que hacer; es tiempo de los sacrificios y de las cesiones”.
Los argumentos
Aguirre ha argumentado su cese en la asunción de la “responsabilidad política” por “la gravedad de las informaciones sobre corrupción” en el PP de Madrid. Sostiene que ella no tiene “ninguna responsabilidad directa”, culpa de todo a los encargados de gestionar los asuntos económicos del partido pero reconoce que como máxima líder del PP regional tiene que asumir su fracaso “in vigilando”in vigilando. Exactamente lo que este sábado le recordaba mi compañero Manuel Rico en un detallado repaso de las razones por las que Aguirre debería haber dimitido hace mucho tiempo.
¿Qué ha cambiado desde el viernes, cuando Aguirre proclamó ante la comisión de investigación de la Asamblea de Madrid que no tenía ninguna responsabilidad que asumir, que “de 500 nombramientos” que había hecho “sólo dos salieron ranas” y que a ella no le “consta” que haya habido financiación ilegal en el PP de Madrid?
Ante esa comisión se mostró Esperanza Aguirre tan segura y displicente como siempre, pero a las pocas horas Yolanda González relataba en este periódico la soledad en la que se hallaba el llamado ‘aguirrismo’ y su notable irritación contra Rajoy al considerar que estaba “protegiendo” a Rita Barberá (cuyo aforamiento en el Senado ha sido reforzado tras el estallido de la Operación Taula en Valencia) y dejando a Aguirre a los pies de los caballos en la Operación Púnica.
Dos razones del cambio
Desde un punto de vista político que no pierda de vista el modo de actuar de Aguirre durante tres décadas, su cambio de decisión en dos días sólo puede deberse a dos razones: o contempla que el desarrollo judicial de la Operación Púnica seguirá desvelando datos que la colocarán en una posición aún más comprometida de lo que ya estaba, o considera que su dimisión puede forzar la caída definitiva de Mariano Rajoy. O las dos cosas a la vez, puesto que no son incompatibles. Quienes contemplan que Aguirre, siempre aspirante a ser la Margaret Thatcher española, aún se reserva desde el ayuntamiento para nuevas batallas políticas, tienen motivos para creerlo. Alguien que llegó a la presidencia de la Comunidad de Madrid gracias a la indignidad (e ilegalidad nunca aclarada) del tamayazo es capaz de cualquier cosa. Y lo ha demostrado. Alguien que en su polémica biografía autorizada reconocía que su verdadera obsesión desde el año 1983 era llegar a la Moncloa antes que Ruiz Gallardón, es muy capaz de morir (políticamente) matando. No pudo ganar el liderazgo del PP en 2008 en el Congreso de Valencia, entre otras cosas porque Camps, Rita Barberá, Fabra y compañía dieron su apoyo a Rajoy, un político por el que la condesa consorte siente tanto desprecio como el que Fernández Miranda sentía por Arias Navarro. La venganza es un plato que se sirve (en el caso del PP) helado.
Presumió Aguirre el mismo viernes en la Asamblea madrileña de que ella no paga “por abrir infoLibre”. Le hemos regalado una suscripción de quince días para que conozca a fondo nuestros contenidos, pero no somos tan osados como para pensar que en veinticuatro horas ya le “conste” lo que se negó a ver (o a reconocer) durante años. Eso sí, le conviene repasar la información que hemos venido aportando sobre su delfín, Ignacio González, de quien este domingo hemos sabido que hace un mes dimitió (en secreto) como secretario general del partido en Madrid. Ya no se sabe si al PP regional le basta una gestora o necesita a los 'geos'.
Tanto Aguirre como González tienen aún muchas explicaciones que dar. Cada cual es dueño de sus rencores, pero del dinero público que han manejado durante décadas éramos dueños todos los contribuyentes.
Entre los personajes clave, incluso míticos, de la Transición, ocupa un lugar estelar Torcuato Fernández Miranda. Sostienen muchos de los estudiosos de la cosa que su posicionamiento a favor de una democracia parlamentaria tuvo menos que ver con profundas convicciones políticas que con un indisimulado resentimiento personal. El último en explicarlo quizás haya sido Tom Burns Marañón (De la fruta madura a la manzana podrida. El laberinto de la Transición española. Galaxia Gutenberg): “Fernández Miranda siempre fue un político enigmático y en el tardofranquismo lo sería más cuando a sus dotes de mucha inteligencia se unió la pasión del resentimiento por no haber sucedido como presidente del Gobierno al almirante Luis Carrero Blanco, muerto en atentado de ETA el 20 de diciembre de 1973 siendo él vicepresidente. Su desprecio por Arias Navarro, que al asumir el cargo le apartó de la política, fue considerable”. La política, como la vida, es un cúmulo permanente de motivaciones racionales e irracionales, de modo que un proceso identificado esencialmente con “el consenso y la generosidad” pudo tener como uno de sus motores la venganza personal. “El rencor -escribe Burns- hizo que Fernández Miranda se opusiese a todo lo que Arias Navarro proponía”. Y como Arias Navarro, tras la muerte de Franco, dilataba y dificultaba cualquier paso hacia la democracia, Fernández Miranda se lanzó a pilotar (a la sombra de Juan Carlos I) justamente lo contrario: “de la ley a la ley” a toda prisa y desde el puesto más eficaz para ello, la presidencia de las Cortes franquistas. (Imprescindible sobre este punto el ensayo de Ignacio Sánchez-Cuenca Atado y mal atado, en Alianza Editorial).