Si los obispos aplicaran a la historia ese "saber científico" que acaban de proclamar para la asignatura de religión, tendrían que reconocer que el Concordato que regula las relaciones entre España y la Santa Sede no sólo es contrario a la Constitución sino que además ha sido vulnerado permanentemente por la propia Iglesia católica. La actual redacción de la 'ley Wert' ha puesto contentísima a la Conferencia Episcopal porque asesta un golpe letal a la ya burlada aconfesionalidad del Estado. Buen negocio para quienes administran la fe católica y sus derivados, y muy malo para la credibilidad del PSOE cuando su secretario general vuelve a condicionar la denuncia del citado Concordato, esta vez a la aprobación o no de la LOMCE en sus actuales términos.
El Concordato se firmó seis días después de entrar en vigor la Constitución Española. Es obvio que sus cláusulas no se negociaron entre el 28 de diciembre de 1978 y el 3 de enero de 1979. Las conversaciones, siempre protagonizadas por políticos vinculados a la Asociación Católica de Propagandistas en representación de la UCD, habían empezado en 1976, pocos meses después de la muerte de Franco. Expertos constitucionalistas sostienen que la propia cronología debería haber servido para anular la validez de los acuerdos, pactados en el mejor de los casos por enviados de un Gobierno preconstitucional. Otro de esos hitos de la transición que algunos pretenden hacer eterna. Es significativo que el difunto Gregorio Peces Barba, portavoz entonces de un PSOE que dio su apoyo global al tratado, se arrepintió años después y exigió su derogación.
Un Estado aconfesional
El artículo 16 de la Constitución diseña un modelo de Estado aconfesional, proclama la libertad ideológica, religiosa y de culto y establece que "ninguna confesión tendrá carácter estatal". Lo que hace el Condordato es precisamente blindar los intereses de la Iglesia frente a la libertad de culto constitucional. En el ámbito de la educación y también en el de la Justicia, el Ejército o los Presupuestos. No sólo el Estado reconoció el "derecho fundamental a la educación religiosa" sino que además comprometió su colaboración para el "adecuado sostenimiento económico". En esos puntos, perfectamente contradictorios con la aconfesionalidad, se han apoyado los sucesivos gobiernos de PSOE y PP para justificar las exenciones fiscales, la asignación fija a cargo de los Presupuestos del Estado o la recaudación a través de la casilla opcional en la declaración de la renta.
Ni siquiera se ha exigido a la Iglesia que al menos cumpla algunos otros puntos de ese Concordato. Por ejemplo, el que la obliga a "coordinar su misión educativa con los principios de libertad civil en materia religiosa (...) evitando así cualquier discriminación o situación privilegiada". O el compromiso establecido en el artículo 2.5 de ese Acuerdo IV: "La Iglesia católica declara su propósito de lograr por sí misma los recursos suficientes para la atención de sus necesidades". Han pasado 34 años y no ha conseguido el "propósito", o más bien no ha puesto el menor interés en intentarlo, puesto que la habilidad vaticana para las finanzas está fuera de toda duda.
Lo que ocurre es que la regresión que supone la 'ley Wert' en materia educativa tiene causas no sólo ideológicas. El empeño en no separar la fe y la cosa pública, el Estado y las creencias religiosas, siempre ha dado frutos económicos a la propia Iglesia y a quienes sacan rédito a sus privilegios. Que la asignatura de religión vuelva a contar para hacer media o solicitar becas igual que las matemáticas o el inglés se explica por las ideas pero también por los números. En los últimos años ha ido descendiendo, por ejemplo, la cantidad de alumnos que elegían dar clase de religión, lo cual pronostica un mal futuro en las filas del catolicismo. Si además la asignatura es evaluable, habrá estudiantes que se apunten para subir nota, como sucedía en el pasado.
Las manipulaciones
No es gratuita la decisión sobre la asignatura como tampoco lo es la prepotencia de Wert al anunciar que esquivará la sentencia del Supremo sobre segregación por sexo en colegios o el dictamen del Consejo de Estado en el que se advierte de los riesgos de eliminar Educación para la Ciudadanía. O al despachar como simples "manipulaciones" los informes que denuncian el fomento de la desigualdad que va a provocar esta ley y la evidencia de que la integración será responsabilidad exclusiva de los colegios públicos. Todo vale para potenciar el negocio de la educación privada concertada, en el que siete de cada diez colegios son propiedad de organizaciones religiosas.
Por influencia de los obispos, por convicciones ideológicas y por razones crematísticas, ya no sorprende que el PP bendiga los intereses de la Iglesia. Lo que cuesta entender es que el PSOE haya perdido tantas oportunidades de avanzar hacia la laicidad. El último Gobierno de Zapatero dejó en un cajón su proyecto de Ley de Libertad Religiosa, después de haber aumentado del 0,5 al 0,7% la asignación en el IRPF. Rubalcaba cosechó uno de los más sonoros aplausos en el congreso en el que se alzó con la secretaría general al anunciar que denunciaría el Concordato si el PSOE volviera a gobernar. Ahora ha vuelto a anunciarlo. Una vez más, condicionando ese paso a lo que haga el PP, ya sea sobre aborto o sobre educación. Esta vez depende del mantenimiento o retirada de la 'ley Wert'. Y el Concordato es denunciable desde hace demasiado tiempo. Sin condiciones.
Si los obispos aplicaran a la historia ese "saber científico" que acaban de proclamar para la asignatura de religión, tendrían que reconocer que el Concordato que regula las relaciones entre España y la Santa Sede no sólo es contrario a la Constitución sino que además ha sido vulnerado permanentemente por la propia Iglesia católica. La actual redacción de la 'ley Wert' ha puesto contentísima a la Conferencia Episcopal porque asesta un golpe letal a la ya burlada aconfesionalidad del Estado. Buen negocio para quienes administran la fe católica y sus derivados, y muy malo para la credibilidad del PSOE cuando su secretario general vuelve a condicionar la denuncia del citado Concordato, esta vez a la aprobación o no de la LOMCE en sus actuales términos.