El 20 de noviembre de 1975, la fecha de la muerte de Franco, no había ningún guión escrito, ningún camino fijado de antemano para que una dictadura autoritaria de casi cuatro décadas se convirtiera de manera pacífica en una democracia plena, reconocida por los países de la Europa Occidental. Las cosas evolucionaron de una manera determinada pero pudieron haber sido distintas en aquel escenario sembrado de conflictos, de obstáculos previstos y de problemas inesperados, en un contexto de crisis económica y de incertidumbre política.
La dictadura de cuarenta años no terminó de golpe, en unos meses, y lo ocurrido a partir de ese momento no fue el resultado de un plan preconcebido desde arriba de manera autónoma y dirigido por las elites, especialmente por Juan Carlos y Adolfo Suárez. Un análisis histórico, basado en las múltiples fuentes disponibles, tiene que ir más allá de cuatro recuerdos, cinco historietas o declaraciones del tipo de “yo estaba allí”. Sobre todo porque han pasado más de treinta y tres años desde que Suárez dimitió como presidente de Gobierno, un tiempo suficiente para hacer balance de su papel de actor principal en la historia de la transición de la dictadura a la democracia.
1. Cuando murió Franco, el 20 de noviembre de 1975, Adolfo Suárez tenía un currículum franquista bastante notable. Y no era tan joven, 43 años. Si no hubiera tenido ese currículum, acompañado de muy buenos contactos con dirigentes de la dictadura, no hubiera desempeñado un papel tan primordial. Es inevitable recordar esa posición, porque en una transición como la que se dio en España, pactada, con la gente que procedía del franquismo controlando la situación, los actores primordiales fueron gente como él. Si se hubiera producido una ruptura, algo impensable con el tipo de ejército que había en España, Suárez hubiera desempeñado un papel secundario o ni siquiera hubiera aparecido en esa historia.
2. Tras la muerte de Franco, Suárez fue nombrado por Arias Navarro ministro Secretario General del Movimiento, en el primer Gobierno de la Monarquía, en el que estaban gente como Manuel Fraga, José María de Areilza, Antonio Garrigues o Leopoldo Calvo Sotelo. No estaban los representantes del sector más ultra o del búnker, una opción que ya había apurado Arias en los dos años anteriores. Pero tampoco el Rey echó a Arias, un claro indicio de que allí nadie pensaba en diálogos con la oposición o consultas al pueblo, sino en una "reforma" continuista, sin cambios sustanciales en las estructuras políticas.
Seis meses después, ese plan había fracasado porque los obstáculos desde arriba –fundamentalmente del sector más reaccionario de la cúpula militar– y la presión desde abajo eran más fuertes de lo esperado. Las huelgas, manifestaciones, peticiones de amnistía, libertad y reivindicaciones de autonomía convencieron a las elites que monopolizaban el poder de la necesidad de un proyecto reformista más audaz. El 1 de julio de 1976 el Rey despidió a Arias Navarro y nombró presidente a Adolfo Suárez, una decisión en la que influyó de forma clara Torcuato Fernández-Miranda, presidente de las Cortes y del Consejo del Reino.
3. Ahí comenzó el verdadero papel protagonista de Suárez, y de Manuel Gutiérrez Mellado, que sustituyó al ultrarreaccionario Fernando de Santiago como vicepresidente primero y ministro para Asuntos de la Defensa. Suárez demostró capacidad de marcar el ritmo y las reglas de juego siempre "de la ley a la ley", máxima de Fernández-Miranda. La fecha clave fue el 18 de noviembre de 1976, cuando las Cortes franquistas votaron a favor de la Ley para la Reforma Política (435 de los 531 procuradores lo hicieron así).
Se ha repetido que esas Cortes fueron las del harakiri, porque sus miembros habían propiciado voluntariamente su desmantelamiento. Pero la realidad fue más compleja. Y la gente de Alianza Popular, la coalición de notables franquistas que acababa de fundar Fraga, exigió una serie de medidas para que el orden que representaban no corriera peligro. Se favoreció para las futuras elecciones, algo esencial, un sistema bipartidista que privilegiaba el voto conservador de las provincias pequeñas frente a la zonas urbanas más pobladas. Muchos procuradores sabían que volverían a las Cortes como políticos, ya en la democracia, elegidos por sus provincias de origen, o senadores de designación real, y todos sabían que tendrían premios, prebendas y cargos públicos. Suárez les convenció del riesgo que asumían, si rechazaban el proyecto reformista, de enfrentarse a una propuesta más rupturista con el pasado franquista.
4. El éxito en las Cortes se repitió en el referéndum celebrado poco después, el 14 de diciembre. Ahí apareció el Suárez pragmático, audaz, pero también el dirigente franquista que sabía controlar TVE, de la que había sido director desde 1969 a 1973, los gobiernos civiles, las diputaciones y los Ayuntamientos. Sin ese control, y sin el pesado legado de miedo a la libertad procedente de la dictadura, no se entiende la victoria de UCD en las elecciones de junio de 1977, un compendio de grupúsculos de origen distinto formado sólo cinco semanas antes de las elecciones.
UCD, con Suárez a la cabeza, arrinconó al sector más ultra del franquismo, se atrajo al franquismo sociológico, el constituido por clases medias urbanas lejanas a la izquierda, y recogió casi de forma aplastante el voto rural. El mérito de Suárez como dirigente fue enorme en ese proceso, con su atractivo, cara simpática, comparada con la agria de Fraga y del resto de franquistas, y manejo de la comunicación. Y enorme fue su presencia en todo ese largo proceso de discusión de la Constitución y de las Autonomías, con una segunda victoria en las elecciones de marzo de 1979, las primeras después de la aprobación de la Constitución.
5. A partir de ese momento, salieron a la luz todos los problemas de consolidación de la democracia, con el golpismo y el terrorismo de ETA obstaculizando el proceso de forma muy clara. En ese escenario de consolidación, Suárez ya no fue el dirigente indiscutible y la división interna de UCD, con más enfrentamientos personales que disputas ideológicas, acabó con él. Suárez presentó su dimisión el 27 de enero de 1981, presionado por su partido, incapaz de reconducir la situación y el rey no intentó disuadirle. Pocas semanas después, Tejero entró pistola en mano en el Congreso. Podemos recordar su dignidad durante ese golpe de Estado, pero su papel como político ya había pasado y desde ese momento fue bastante marginal.
No es tarea del historiador juzgar autenticidades, defectos o virtudes, someterse a ese tipo de simplificaciones que tanto manejan estos días periodistas y políticos. Y aunque el análisis se haga desde el presente, hay que sumergirse en aquel complejo escenario para analizarlo, sin que los actuales vicios de la democracia intervengan en el análisis. Salir de dictaduras largas sin ruptura requiere siempre el papel protagonista de dirigentes procedentes de sus elites –algo que también puede verse en las mayoría de los países que transitaron desde el comunismo a la democracia en Europa del este–. Suárez, viniendo del franquismo, presidió una transición difícil, como no podía ser de otra forma. Y él estuvo allí, con una estrategia reformista y de poder muy clara, de la que se conocen los detalles básicos. Otra cosa es el uso político que quiera hacerse de esa historia. ____________________________________
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza y autor de numerosos libros, entre ellos Historia de España en el siglo XX (Ariel, 2009), junto con Carlos Gil Andrés.
El 20 de noviembre de 1975, la fecha de la muerte de Franco, no había ningún guión escrito, ningún camino fijado de antemano para que una dictadura autoritaria de casi cuatro décadas se convirtiera de manera pacífica en una democracia plena, reconocida por los países de la Europa Occidental. Las cosas evolucionaron de una manera determinada pero pudieron haber sido distintas en aquel escenario sembrado de conflictos, de obstáculos previstos y de problemas inesperados, en un contexto de crisis económica y de incertidumbre política.