Parece que esa Transición denostada por el anticastismo y cierta izquierda sin memoria se dejó algunos huecos o pasó demasiado deprisa por algunas instituciones. Es lo que tiene barrer la casa y dejarse arenilla debajo de la alfombra, o incluso levantarla para esconder la porquería.
El espectáculo parlamentario de un ministro de Defensa incapaz de defender a una oficial vejada y acosada hasta el límite de llevarla a desear abandonar su vocación porque no puede más nos da una pista de alguno de esos rincones que siguen sin barrer, de esos espacios en los que no ya la democracia, sino la más elemental sensibilidad hacia los demás tiene serias dificultades para establecerse. Y de lo poco que eso parece preocuparle al máximo responsable político del Ejército español. No se puede salir a una tribuna parlamentaria a decir que se defiende a las Fuerzas Armadas y no reconocer que quedan territorios por desbravar en esa institución que alberga, eleva y protege a un sujeto como Lezcano-Mújica que fue condenado a más de dos años por acosar a Zaida y que durante el tiempo en que estuvo imputado antes del juicio fue incluso ascendido a coronel siendo ministra de Defensa Carme Chacón.
Tan sucio es lo que ha pasado, que esta mujer que fue víctima del rijoso oficialote, terminó convirtiéndose en doble víctima por obra y gracia de la presión de sus propios compañeros de armas –hombres, por supuesto–que terminaron haciéndole la vida imposible.
Lo peor del caso, que ha vuelto a la luz impulsada en el Parlamento por una diputada de UPyD, Irene Lozano y la aparición de Zaida en el programa de Jordi Evole, capaz de resucitar muertos judiciales que nunca debieron enterrarse, es que ese ministro que en su arranque parlamentario no tuvo el valor de mirar a su subordinada que estaba en el hemiciclo, le negó amparo cuando la mujer, cansada de acosos machistas y de que compañeros de su acosador llegaran a urdir un plan para enviarla a presidio, fue a pedirle protección. Y siguió el acoso, y siguió el sufrimiento de una mujer cuya única falta había sido denunciar lo que cualquier ciudadana está obligada a denunciar.
Las Fuerzas Armadas españolas son de las pocas instituciones que aún conservan prestigio dentro y fuera del país. Pero es claro que siguen teniendo dentro personajes de la vieja escuela, militarotes cuarteleros y de cazalla, que confunden la superioridad con el dominio y el honor con la omertá. La comandante Cantera es el vivo ejemplo de que eso sigue sucediendo, porque de no ser así estaría deseando volver a su puesto. En el que, por cierto, y como recordaba esta semana la diputada de UPyD, podría llegar a perder la vida defendiendo la libertad y la seguridad de todos nosotros, incluidos el señor Morenés y todos los cuarteleros que le hicieron la vida imposible.
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Morenés ha pedido perdón. Después de su evidente torpeza política, de su penosa intervención parlamentaria hablando de una tolerancia cero que no se cree ni él mismo, y sorprendentemente aplaudida con entusiasmo por no pocas parlamentarias populares, ha ido a una radio a excusarse y a decir que ayudará a la oficial.
A buenas horas, mangas verdes. Su obligación había sido ampararla desde el principio y acabar enérgicamente con los acosos y las presiones. No vale hacerlo cuando le han zurrado en el parlamento y el asunto ha irritado a una opinión pública que ha visto a un ministro de Defensa más cercano a los militares decimonónicos que al ejército moderno que decía defender.
El prestigio de las Fuerzas Armadas españolas no se custodia o se preserva mirando a otro lado cuando acosan a una oficial, sino acabando con los acosos de forma contundente y radical y terminando de una vez con esos rincones oscuros de cuarteles machistas y ultramontanos que siguen existiendo. Quien más daño ha hecho en este caso al Ejército ha sido precisamente el ministro de Defensa.
Parece que esa Transición denostada por el anticastismo y cierta izquierda sin memoria se dejó algunos huecos o pasó demasiado deprisa por algunas instituciones. Es lo que tiene barrer la casa y dejarse arenilla debajo de la alfombra, o incluso levantarla para esconder la porquería.