Uno empieza a morir en las agendas. El paso de los años se querella contra nosotros, pero no por los números tachados en el calendario, sino por los que duermen sin voz en las agendas. Uno no puede borrar los nombres y los números de los amigos muertos. Uno empieza a borrarse a sí mismo cuando los teléfonos pierden poco a poco la vida. Aunque no estemos dispuestos a olvidarnos de ellos, sabemos que cada vez vivirán más pálidos, más encerrados en sí mismos, sin dejarse calentar por la luz del sol o por la cena y la conversación de una buena noche.
Este maldito enero de 2014 ha llegado con un particular rencor contra los poetas. No hacen falta muchas explicaciones para comprender que sus palabras están de más en un tiempo sórdido. La única relación entre los números y la poesía humana se da hoy en las agendas de teléfono. Son números de amistad, de recuerdos, de citas, viajes, cenas, pequeñas rencillas, secretos, alianzas, palabras puestas en común. Nada que ver con los beneficios y los dividendos que hacen de los bancos una sede parlamentaria y de los parlamentos una sucursal de la bolsa.
El teléfono empezó a sonar con una crueldad impaciente en este maldito mes contra la poesía. Primero, Juan Gelman, después José Emilio Pacheco, y luego Fernando Ortiz y Félix Grande. El idioma y las agendas se han quedado temblando, están avergonzados de sí mismos, como si nada tuviese derecho a acumular tanta desgracia. Nosotros no podemos borrar sus números, pero ellos nos borran al morirse, nos dejan en los huesos, cada vez más perdidos en un mundo vacío o, por lo menos, un mundo que ya no es el nuestro. El silencio verdadero tiene un ruido: el de un teléfono que se marca y suena sin que sea posible la respuesta.
“Antiguos compañeros se reúnen” es uno de los poemas más famosos de José Emilio Pacheco. Una brevedad certera: “Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años”. Esa composición recogida en Desde entonces hablaba, claro está, de la degradación silenciosa a la que nos somete la vida, sus renuncias y sus traiciones. Pero ocurre que la literatura es un rabo de lagartija y que se mueve por los libros y la historia a su libre albedrío. No hace falta traicionarse, la lentitud de la vida es una película de acción, las agendas tiemblan y acabamos siendo lo que no quisimos, los habitantes de un mundo ajeno, voluntariosos vecinos de la nada, cada vez más solos y más llenos de recuerdos.
Todos los teléfonos eran negros en mi infancia, estaban gravados por una menesterosa solemnidad. Vuelven ahora a ser negros, por mucho que los móviles y sus fundas quieran invitarnos al colorido festín del consumo. Dan miedo las llamadas. ¿Quién ahora? Carlos París, el filósofo que se atrevió a recordar que la ciencia y la técnica forman parte de la poesía, porque piden a gritos una ética inseparable del corazón humano.
En medio de los días tristes y los teléfonos sobrecogidos, me consuela La gran belleza, la maravillosa película de Paolo Sorrentino. Pese a su calculada lentitud, sus trucos poéticos y sus abreviaturas esperpénticas, es una película de acción. Y es que no hay otra acción que la vida, los días que pasan y conducen a la vejez y la muerte. Sobran las explosiones, los coches por el aire y los héroes de pacotilla. Ningún efecto especial es más poderoso que el cuerpo envejecido, la empecinada resistencia a la decrepitud, los amores rotos y las propias contradicciones. La belleza se convierte en una máscara en los tenderetes del mercado y del dandi si pierde su conexión con la realidad humana, con los argumentos de la soledad, el amor y la muerte. Es una película de acción, la única acción, La gran belleza de Sorrentino.
José Emilio Pacheco se alejó de la solemnidad del patriotismo en otro famoso poema, “Alta traición”, de No me preguntes cómo pasa el tiempo: “No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques, desiertos, fortalezas, / una ciudad deshecha, gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / –y tres o cuatro ríos”.
No hay otra, nuestros lugares son aquellos en los que damos la vida. Y ese es el lugar de la belleza. Ese, y las agendas, los números de los amigos muertos. Para subir la cuesta de este mes maldito, me abandono al penoso consuelo de pasear por los números y buscar dentro de ellos algunas ciudades, puertos, fortalezas, cierta gente y tres o cuatro ríos. Y aceptar luego que uno va borrándose, que uno empieza a morir en las agendas.
Uno empieza a morir en las agendas. El paso de los años se querella contra nosotros, pero no por los números tachados en el calendario, sino por los que duermen sin voz en las agendas. Uno no puede borrar los nombres y los números de los amigos muertos. Uno empieza a borrarse a sí mismo cuando los teléfonos pierden poco a poco la vida. Aunque no estemos dispuestos a olvidarnos de ellos, sabemos que cada vez vivirán más pálidos, más encerrados en sí mismos, sin dejarse calentar por la luz del sol o por la cena y la conversación de una buena noche.