A la ciudad de Estrasburgo la conocemos por ser sede del Parlamento Europeo, por sus numerosos canales y por la arquitectura tradicional de Alsacia, que un habitante del sur del continente asociará, casi sin proponérselo, a lo que entendemos por una villa de fábula dieciochesca. Sin embargo, hace cinco siglos, esta localidad francesa fue escenario de un hecho tan poco usual como sorprendente: la epidemia de baile de 1518, uno de los primeros casos registrados de alucinación colectiva.
Al parecer, en el verano del citado año, una mujer llamada Troffea comenzó a bailar de manera descontrolada sin que nadie pudiera dar cuenta del motivo. No es que esta mujer decidiera ponerse a danzar en medio de la calle, es que no podía dejar de hacerlo. Lo realmente extraño sucedió al cabo de una semana, ya que Frau Troffea dejó de bailar sola, se le habían unido 34 personas. Al cabo de un mes alrededor de cuatro centenares de vecinos habían sucumbido a la fiebre del baile.
Tal era el fervor con el que los afectados bailaban, día y noche, que muchos de ellos acabaron desmayados por agotamiento. Las autoridades, una vez descartadas las causas astrológicas y demoníacas, decidieron que lo único que podían hacer era construir un escenario y contratar una orquesta para, imaginamos, tener a los improvisados bailarines bajo un cierto control. Una vez que la histeria comunitaria se pone en marcha, al menos asegúrate de ser tú quien controle la música.
En la España de los meses finales de 2023 no se han registrado, de momento, casos de baile compulsivo, pero la derecha parece empeñada en que el país caiga en una alucinación colectiva. Sólo así se entiende la insistencia en construir un relato totalmente disociado de la realidad basado en cuatro elementos: la dictadura, el gobierno ilegítimo, el independentismo catalán y ETA. No hay mensaje emitido por sus líderes políticos, da igual de qué trate el asunto, que no vibre con alguno de estos mantras. ¿Dónde habrá quedado Venezuela?
El apoyo del PSN a la moción de censura presentada por Bildu en el ayuntamiento de Pamplona es un ejemplo significativo. Cabe su análisis desde diferentes puntos de vista. Primero el municipal, es decir, si Joseba Asiron, que ya fue alcalde de esta localidad de 2015 a 2019, va a poder desarrollar una acción de gobierno más eficaz que la de UPN en minoría, incapaz en estos seis últimos meses, desde las últimas elecciones municipales de mayo, de aprobar unos presupuestos.
Por otro lado se puede enunciar un análisis político de qué supone este acercamiento entre socialistas y abertzales, teniendo en cuenta sus diferencias en política territorial pero constatando la coincidencia, como así se ha podido ver en el parlamento central, en políticas sociales. En la moción también han participado Geroa Bai, la coalición referente del PNV en Navarra, y Contigo-Zurekin, la coalición progresista, lo que explica la complejidad de los pactos en una comunidad donde se ponen en juego más ejes que el de derecha-izquierda.
El problema no es de desconocimiento o de memoria; el problema, hablemos claro, es que las derechas son capaces de resucitar ficticiamente a ETA porque saben que esta narrativa les ha resultado beneficiosa electoralmente
Por último, cabe un análisis, todo lo pormenorizado que se desee, de cuál ha sido la evolución del espacio abertzale en relación al terrorismo de ETA y concretamente cuál es la posición actual de Bildu. En lo que se refiere a este pacto para llevar adelante la moción, el PSN ha manifestado que la clave inicial del acuerdo ha sido “el reconocimiento y respeto a las víctimas de ETA”. Asiron ya firmó un manifiesto en 1998 condenando el asesinato de un concejal de UPN por ETA.
Desde cualquiera de estas líneas de análisis, este pacto podrá considerarse positivo o negativo, algo que tendrá que comprobarse en este ejercicio en la capital navarra. El problema, como decíamos, es que las derechas no han analizado críticamente la moción, no han aportado elementos para defender al equipo saliente, sino que se han limitado a poner en marcha la alucinación colectiva, afirmando, como así ha hecho UPN, que los socialistas “han entregado Pamplona a los terroristas de ETA”.
No, por mucho que las derechas insistan, ETA no existe. Aunque a algunos pueda parecernos algo obvio, hay que dejar clara cuál es la realidad: la banda terrorista anunció el cese definitivo de su actividad armada el 20 de octubre de 2011, comunicando en mayo de 2018 “el desmantelamiento total del conjunto de sus estructuras” y “el final de su trayectoria y su actividad política”. Esto no es una opinión, es la constatación de un hecho histórico.
Por supuesto que en el PP son perfectamente conscientes de esta realidad, entre otras cosas porque recayó sobre el Gobierno de Mariano Rajoy dar cuenta pautada del final de la banda terrorista. El problema no es de desconocimiento o de memoria; el problema, hablemos claro, es que las derechas son capaces de resucitar ficticiamente a ETA porque saben que esta narrativa les ha resultado beneficiosa electoralmente. Algo que las propias víctimas han criticado.
Tanto en este doloroso tema como en otros tantos, existe una cuestión de fondo que explica por qué el PP busca inducir alucinaciones colectivas a la sociedad española. La razón es que la derecha, tras ser desalojada de Moncloa por la moción de censura a raíz de la trama Gürtel, ha sido incapaz de adaptarse a la realidad española actual. De la misma manera que son incapaces de articular alguna propuesta económica más allá de bajar los impuestos a los ricos, han sido incapaces de establecer relaciones con fuerzas políticas más allá de ellos mismos o, peor, de la ultraderecha de Vox.
Y cuando te sobra la mayoría del país que ya no comprendes, que ya no controlas, que ya no se te parece, optas por alterar la realidad hasta que encaje con tus presupuestos. A base de insistir en ello, de hecho, consigues que mucha gente se ponga a bailar, sin saber bien por qué y sin poder evitarlo, pensando que ETA sigue existiendo, que vivimos bajo una dictadura, que el Gobierno es ilegítimo o que su intención es destruir España. Como vemos es algo bastante efectivo. También algo moralmente infame y enormemente peligroso. Hará falta algo más que una banda de música para controlar esta alucinación.
A la ciudad de Estrasburgo la conocemos por ser sede del Parlamento Europeo, por sus numerosos canales y por la arquitectura tradicional de Alsacia, que un habitante del sur del continente asociará, casi sin proponérselo, a lo que entendemos por una villa de fábula dieciochesca. Sin embargo, hace cinco siglos, esta localidad francesa fue escenario de un hecho tan poco usual como sorprendente: la epidemia de baile de 1518, uno de los primeros casos registrados de alucinación colectiva.