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El círculo que se cierra

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La ultraderecha es el chantaje democrático para que los defensores radicales de un neoliberalismo en decadencia nos parezcan deseables, útiles y moderados. Así de sencillo. Esa es la conclusión que se puede sacar del ambiente tras el resultado de las elecciones andaluzas, donde se experimentó un cierto alivio al ver que la mayoría absoluta de Moreno Bonilla impedía a Vox entrar en el Gobierno regional. Antes de seguir, una apreciación: eso de que los votantes toman decisiones en masa, en este caso votar al PP para frenar a la ultraderecha, no es cierto. A mí también me gustaría creer en la fábula de que existen conciencias colectivas, pero me puede el materialismo. Salvo en contadas ocasiones en las que la clase trabajadora ha tomado a la historia por los cuernos, las elecciones se deciden por un abanico de aspiraciones y necesidades desde el ámbito individual. De ahí que la izquierda lo tenga siempre tan difícil.

El caso es que el sábado se cruzó en mi sobremesa una magnífica película de título tan sonoro como La gran apuesta, estrenada en 2015 y llena de un rutilante plantel de estrellas. La cinta nos cuenta los antecedentes de la Gran Recesión, consiguiendo algo tan difícil como hacer entretenida una historia sobre economía. Para ello despliega una gran cantidad de herramientas narrativas como detener la acción para, mediante personajes célebres que rompen la cuarta pared, desentrañar los productos financieros que fueron la base de este enorme desastre. No había otra manera ya que los entresijos de los bancos de inversión se volvieron tan laberínticos y enrevesados que una ficción convencional hubiera tenido muy difícil explicarlos al espectador.

Por si no recuerdan lo que sucedió, o no se animan a ver la película, en la primera década de este siglo, el sistema financiero era lo más parecido a un tipo puesto hasta arriba de anfetaminas bailando techno sin beber una gota de agua. Hasta que colapsó. En Estados Unidos, el fin de la separación entre la banca de ahorro y de inversión resultó fatal, porque permitió extender una serie de prácticas de casino a toda la población en aspectos esenciales como la vivienda. Pero antes de eso las cosas funcionaban de otra manera. En la segunda mitad del siglo XX, alguien con trabajo y una cierta estabilidad, que en los momentos de alza del capitalismo de posguerra llegó a ser una parte importante de la población, quería comprar una casa. Para eso el banco le prestaba el dinero tomando en prenda la vivienda. Ese dinero se devolvía a lo largo de unos años cobrando un interés. Los bancos ganaban dinero con las hipotecas. Ganaban, de hecho, mucho dinero. Pero quisieron ganar más.

Y ahí fue, a finales de los noventa, cuando empezaron a agrupar esas hipotecas en paquetes que se convertían en un producto financiero en el que se invertía, alcanzando un valor propio. Tanto que los bancos empezaron a ganar más dinero con estos productos que con las propias hipotecas en sí mismas. La cuestión fue que en unos años las hipotecas confiables, el mercado inmobiliario convencional, se empezó a agotar, no daba más de sí para crear nuevos paquetes con los que seguir ganando dinero. Quizá la opción más lógica hubiera sido parar y seguir obteniendo unos increíbles beneficios. Pero lo lógico nunca tiene cabida en la mente de un banquero con el apetito desatado. Lo que hicieron fue, sencillamente, apartar la lógica y fomentar la concesión de nuevas hipotecas en condiciones suicidas. De esta forma, empezaron a existir paquetes de hipotecas con diferente nota, diferente riesgo y diferentes rentabilidades, que eran categorizados por agencias de calificación privadas, en teoría, de gran profesionalidad.

Como la avaricia es una enfermedad que a menudo resulta cercana a la locura, si no era suficiente con ganar dinero con las hipotecas, con ganar aún más dinero con los paquetes financieros de hipotecas, buenas y malas, se crearon nuevos productos para apostar sobre esos paquetes. Así, se podía invertir en otros títulos que, sin comprar ni siquiera participación en estos paquetes, apostaban a futuro si iban a bajar o subir de precio. Apostar si, en último término, la precaria Mary MacDonald, y millones de norteamericanos como ella, con un crédito pendiente de miles de dólares con el que pagó sus estudios universitarios, iban a poder hacer frente a la letra de su hipoteca. Como la vivienda se consideraba un valor seguro, que siempre subía de precio, nadie consideró que hubiera peligro en tan demente forma de proceder. Salvo por el pequeño detalle de que ese mercado de la vivienda era seguro tan sólo cuando se dedicaba a construir las casas necesarias, no muchas más de las que se necesitaban para abastecer el perturbado negocio financiero.

El despropósito fue tal que un puñado de profesionales de las finanzas, los protagonistas de la película, se dieron cuenta de que se podía ganar aún más dinero si se apostaba a futuro contra esos paquetes hipotecarios, por la sencilla razón de que existía una enorme burbuja inmobiliaria, necesaria para mantener el horno encendido de la gran estafa. Estafa, sin paliativos, porque las agencias de calificación, en connivencia con los bancos de inversión, pusieron notas de alto valor a paquetes hipotecarios basura. De hecho, en los últimos años del disparate, ya se mezclaban los paquetes, de alta y baja confiabilidad, para crear nuevos productos con los que seguir engordando la saca. Especulación, poner un objeto entre dos espejos para multiplicarlo artificialmente mediante su infinito reflejo. Tienes el mismo objeto, pero comercias con su fantasmagoría como si fuera una realidad.

El agujero que aquella brutal engañifa había dejado era de tal magnitud que no sólo hizo entrar en una inédita recesión a la economía estadounidense, sino a todo el planeta, por donde los tentáculos y el veneno de estos productos se habían extendido

Y en el año 2007, sucedió. La gente poco a poco dejó de pagar aquellas hipotecas repartidas como caramelos. La estafa aguantó unos meses más, mientras que bancos y agencias de calificación mantenían el engaño, como una tómbola que intenta vender los últimos cupones a los más incautos, sabiendo que se les han acabado los premios, para preparar la huida antes de que se descubra el pastel. Para 2008 todo reventó con gran estruendo. El agujero que aquella brutal engañifa había dejado era de tal magnitud que no sólo hizo entrar en una inédita recesión a la economía estadounidense, sino a todo el planeta, por donde los tentáculos y el veneno de estos productos financieros se habían extendido. Millones de parados, millones de desahuciados, millones de nuevos pobres. Millones de personas sufriendo por la vulgar codicia de cuatro delincuentes con traje y corbata.

Faltaba aún otra crisis, la del 2010, cuando esos mismos bancos de inversión y esas mismas agencias de calificación decidieron recuperar parte del dinero apostando contra la deuda de los países del sur de Europa, entre ellos el nuestro. Desde la UE, antes de decidirse a actuar, nos dijeron que para calmarles teníamos que gastar menos, ser confiables, y recortar nuestra educación, sanidad y demás servicios públicos. La otra parte del dinero estaba garantizada. Nunca les dejamos hundirse del todo, salvo a varias entidades irrecuperables. El Estado, o sea, todos, esa misma maquinaria que los teóricos de este pufo habían calificado de inservible, puso el dinero para rescatarlos. Siempre supieron que si se reservaban en exclusiva el manejo de la pasta nunca les dejarían caer. Tocaron las palmas y allí que fuimos, a recoger los platos rotos del gran festín.

Había otras opciones, unas incluían guillotinas, las otras el control y la nacionalización del sistema financiero, no sólo para evitar que el desastre volviera a suceder, sino para racionalizar la economía y ponerla al servicio de la democracia. Algo se avanzó. En algunos países las fuerzas políticas que apostaban por este control crecieron pero, por lo general, se prefirió atacarlas sin descanso antes que desenmascarar a los artífices de la crisis. La gente sufrió, sufrió lo indecible, pero la gran mayoría no se acabó enterando de nada. De hecho, en el mismo país responsable de esta inmundicia económico-moral ganó las elecciones, unos años después, un señor de piel naranja que decía que la culpa de todo la tenían los mexicanos, que venían a quitarles el trabajo. Quiso hasta construir un muro. No fue el único. Por todo el mundo crecieron, regados por el miedo, el descontento, la inestabilidad y la ignorancia, los ultraderechistas. Su táctica es siempre la misma, enfrentar a los últimos contra los penúltimos, porque saben que siempre es más fácil odiar a un moro que a Goldman Sachs.

Y así llegamos al domingo, a Andalucía, donde el mismo partido que comulga firmemente con la doctrina económica que causó la Gran Recesión llega de nuevo al poder con mayoría absoluta. Y los que somos de izquierdas, realmente cualquiera con dos dedos de frente, casi respiramos aliviados porque, al menos, los ultras no han tocado Gobierno esta vez. Se empieza a cerrar el círculo, uno que promete volver a meternos a todos dentro. Por eso algunos escribimos, en la medida de nuestras posibilidades, para que nadie olvidara las dos primeras décadas del siglo XXI. Pero llegó un virus y no hubo tiempo ni de echar la vista atrás aunque, seguramente, sin el virus tampoco hubiéramos recordado y aprendido. Es más fácil y cómodo pensar que de vez en cuando la cosa se estropea, que de vez en cuando aparecen malos gestores, que asumir que todo nuestro sistema descansa sobre la falla tectónica del absurdo y la avidez. Y que nadie, si los banqueros deciden volver a hacerlo, les va a detener.

Jode y descorazona, ya lo sé. Pero alguien tenía que recordárselo.

La ultraderecha es el chantaje democrático para que los defensores radicales de un neoliberalismo en decadencia nos parezcan deseables, útiles y moderados. Así de sencillo. Esa es la conclusión que se puede sacar del ambiente tras el resultado de las elecciones andaluzas, donde se experimentó un cierto alivio al ver que la mayoría absoluta de Moreno Bonilla impedía a Vox entrar en el Gobierno regional. Antes de seguir, una apreciación: eso de que los votantes toman decisiones en masa, en este caso votar al PP para frenar a la ultraderecha, no es cierto. A mí también me gustaría creer en la fábula de que existen conciencias colectivas, pero me puede el materialismo. Salvo en contadas ocasiones en las que la clase trabajadora ha tomado a la historia por los cuernos, las elecciones se deciden por un abanico de aspiraciones y necesidades desde el ámbito individual. De ahí que la izquierda lo tenga siempre tan difícil.

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