Con esto de que la Fundación del Español Urgente de la RAE ha elegido “polarización” como la palabra del año 2023, redes y medios se han volcado en una especie de catarsis colectiva para advertir, advertirnos como sociedad, de los peligros de este escenario. Bien está. A no ser que lo que se pretenda, sospecho, es trasladar de manera equidistante la responsabilidad del fenómeno.
España vive, sin duda, un estado de enconamiento político notable desde hace, al menos, quince años, momento del estallido de la Gran Recesión. El conflicto que, tanto en nuestro país como en gran parte de Europa y Estados Unidos, provocó esta brutal crisis económica acarreó un cuestionamiento de los órdenes político y económico, lo que dio nacimiento a fenómenos como el 15M, nuevos partidos como Podemos o multitud de movimientos sociales organizados en torno a problemas concretos como los afectados por los desahucios.
Aquellos años fueron duros. Hubo protestas, radicalización del pensamiento y el lenguaje, y un ciclo de manifestaciones que, en ocasiones, terminaban con disturbios. También una represión desaforada que, en la mayor parte de los casos, utilizó una intensa violencia. Pero, a diferencia de los actuales, aquella situación tenía una base material que animaba los conflictos y su respuesta. El paro, que llegó a alcanzar a seis millones y medio de personas, los recortes, que se cifraron en decenas de miles de millones de euros, y los abundantes casos de corrupción eran lo que provocaba aquella movilización de signo progresista.
Nuestra situación actual es bien diferente. Esta vez son las derechas las que protagonizan movilizaciones y un proceso de radicalización. Probablemente la génesis se halla en 2017, en el otoño rojigualdo, cuando el nacionalismo español conservador dio respuesta al independentismo catalán. Es ahí cuando Vox toma entidad como partido y la ultraderecha se vuelve un actor relevante, después de haber estado décadas agazapado pero latente. Es ahí, bajo la coartada de la defensa de España, cuando multitud de ideas reaccionarias se vuelven a hacer patentes en nuestro país.
Que las derechas se encontraran en la calle dio carta de realidad a años de un paciente trabajo que los sectores más conservadores habían realizado en el ámbito comunicativo y cultural. Libros revisionistas, aquello que se llamó el TDT party y predicadores con micrófonos radioactivos sembraron las semillas, también fundaciones como FAES o dirigentes del PP como Esperanza Aguirre que financiaron generosamente think tanks de los que, posteriormente, surgió el propio Vox.
No lo llamen polarización, no pretendan repartir de forma equidistante la responsabilidad de por qué estamos como estamos
Además, la respuesta al pujante movimiento feminista que volvió a despuntar desde 2016 proporcionó un nuevo epígrafe con el que acercarse, sobre todo, a hombres jóvenes que reaccionaron de manera hostil al replanteamiento que el movimiento de las mujeres planteaba. En todo esto, quizás, tuvo importancia un cierto sentimiento de estupefacción ante los cambios que el país había experimentado desde el 2008, la presencia notable en el Congreso de la nueva izquierda, la mayor presencia de los sindicatos y el conflicto laboral y toda una macedonia de nuevas reivindicaciones centradas en los derechos de las minorías. La etimología de la reacción no es gratuita.
Sin embargo, esta eclosión radical de lo neoconservador y lo ultra sería incomprensible sin el posicionamiento de la principal organización de la derecha en España. El Partido Popular decide, de una manera perfectamente consciente, tomar a partir de 2018 una vía que le alejara del centro y la moderación de los partidos liberal-conservadores europeos. Pablo Casado, delfín del aznarismo, gana su liderazgo con el postulado de “acabar con los complejos”. La respuesta a aquel bolso de Soraya Saenz de Santamaría en el escaño vacío de Rajoy en la moción de censura fue tirar apresuradamente arena para que nadie reflexionara en torno a por qué el PP había perdido el Gobierno por sus casos de corrupción.
Nadie, dentro de los populares, quiso renovarse, abrir un debate diáfano que diera respuesta a cuál había sido la relación de los conservadores con una corrupción sistémica, es decir, que iba mucho más allá de los casos aislados y respondía a una manera muy concreta de relacionarse con el sector empresarial, las instituciones y la economía, especialmente la especulativa. El PP no enfrentó su relación con la corrupción, tampoco cuáles habían sido sus políticas en la crisis. Incluso la propia UE aceptó que el austericidio había complicado la salida a la recesión más que solventarla, además de los enormes costes sociales que tuvo.
El PP, en vez de renovarse realmente, de adaptarse a la sociedad española de los años 20 del siglo XXI, tomó un atajo de radicalización que le valiera para recuperar su sitio en la Moncloa, a la que creyó que podía retornar porque el primer gobierno progresista de coalición sería breve, inestable e incapaz de enfrentar sus tareas. Optó por esquinar las herramientas con las que una oposición democrática cuenta y pasar a abrazar el rupturismo, uno cada vez más similar al que el trumpismo había puesto en práctica, con éxito, en Estados Unidos. Se pasó a ilegitimar al rival, a demonizar personalmente a los líderes de la izquierda y a adaptar con soltura la mentira y la manipulación digital, incluso el coqueteo con la conspiranoia, tal y como hizo Ayuso en esta pasada campaña de las generales con el bulo del pucherazo.
Este ha sido el camino que nos ha traído a donde estamos, con unos medios de comunicación conservadores que, de una manera similar al PP, se han asimilado a las tribunas ultras. Este ha sido el camino para que, en pleno 2024, la sociedad española de derecha esté más radicalizada de lo que lo ha estado nunca desde 1978. Cuestiones como la amnistía son meros facilitadores de episodios concretos como los de Ferraz, pero el trasfondo se encuentra en una decisión política premeditada que ha transformado al PP en un partido más cercano a la disrupción que al conservadurismo. No lo llamen polarización, no pretendan repartir de forma equidistante la responsabilidad de por qué estamos como estamos.
Con esto de que la Fundación del Español Urgente de la RAE ha elegido “polarización” como la palabra del año 2023, redes y medios se han volcado en una especie de catarsis colectiva para advertir, advertirnos como sociedad, de los peligros de este escenario. Bien está. A no ser que lo que se pretenda, sospecho, es trasladar de manera equidistante la responsabilidad del fenómeno.