LA PORTADA DE MAÑANA
Ver
El Gobierno recompone las alianzas con sus socios: salva el paquete fiscal y allana el camino de los presupuestos

La novela negra sobre Alberto Rodríguez

53

Si toda novela es un mecanismo narrativo para conducir al lector a través de una historia, toda novela negra pretende además que en ese viaje se resuelva un conflicto de carácter sórdido, uno que el escritor, hábilmente, nos ha ido dosificando. De esta manera, mientras pasamos las páginas abstraídos por los vericuetos de los diálogos y descripciones, vamos poco a poco inclinándonos en contra o a favor de determinados hechos y personajes, justo a la manera en que el escritor quiere que lo hagamos. Así, en la conclusión de la novela, estaremos donde su autor quiere, preparados para una conclusión que nos llene de amargura, que nos deje impactados de sorpresa o satisfechos como si hubiéramos sido nosotros quienes hubiéramos atrapado al delincuente. Cuando una narración tiene un objetivo siempre necesita de unos raíles por los que hacernos avanzar, su maestría consiste en enterrar esas vías, en confundirlas con el escenario, para que creamos que avanzamos y decidimos por voluntad propia. Tengan tanto cuidado con los que escribimos como lo tendrían con un crupier o un prestidigitador.

Les cuento todo esto porque el caso de Alberto Rodríguez parece, más que un asunto judicial, una narración, al estilo de las más hábiles novelas negras, para desencadenar una serie de resultados que dañen al Gobierno. Rodríguez, para empezar, era un protagonista excelente, entre otras cosas porque su aspecto, que llegó a ser motivo de una ruin controversia en el Congreso, le hicieron conocido para el gran público, no sin obviar los apelativos que le dedicó la prensa de derechas. Todo protagonista tiene que ser fácilmente identificable, si no la historia no acaba interesando. Además no era un diputado raso por el cargo que llegó a ocupar, secretario de Organización de Podemos, pero tampoco era uno de los altos dirigentes de la coalición, con los que la maniobra hubiera sido demasiado arriesgada.

Quizá el caso que enfrentó Rodríguez en 2017, una acusación por desórdenes públicos que se remontaba a las lejanas Navidades del año 2006, y que el Supremo consideró extinguida por haber prescrito cualquier responsabilidad penal, puso al diputado canario en la picota: este tipo puede ser el protagonista de una buena historia. No hacía falta más que buscar un suceso que aún fuera susceptible de ser juzgado donde Rodríguez hubiera estado presente. Algo no demasiado difícil teniendo en cuenta su pasado activista en diferentes causas sociales. Cualquiera que haya participado en una huelga, una manifestación o cualquier tipo de protesta sabe que los incidentes pueden llegar a darse. Y surgió el nuevo caso, a finales de septiembre de 2020, uno bajo los cargos de atentado a la autoridad y delito de lesiones, que para dar ambiente al escenario, eran, sin duda, mucho más precisos y sonoros.

Tanto que, antes de que el juicio se celebrara, Rodríguez ya tenía el foco de las columnas de opinión encima, que es al fin y al cabo de lo que se trata cuando quieres que una historia cale en la opinión pública. ¿Qué era lo que faltaba? Los calificativos. Así el diputado pasó a ser “el rastas de Podemos que patea policías”, una visual acusación para que el imaginario colectivo hiciera el resto. Lo cierto es que es extraño que cuando otros protagonistas se enfrentan a otro tipo de acusaciones nunca la capacidad retórica se dispare tanto. Imaginen: “el banquero del PP con la mano larga que metía la mano en el bolso a las viejecitas” o “ese señor que una vez tuvo corona y una máquina de contar billetes en su palacio”. Imaginen: las combinaciones, en este bendito país, pueden ser infinitas.

Ese nuevo caso se basaba en una carga policial en una manifestación contra la ley educativa Wert acaecida en Tenerife: seamos justos, cuatro gritos y cuatro porrazos, uno más de los centenares de incidentes que sucedieron en la crisis de la pasada década, en todo caso, ningún Vietnam. Rodríguez no fue detenido, ni siquiera ningún policía le solicitó su DNI, algo que es muy habitual que suceda en las protestas. Sólo existe un vídeo donde se ve a Rodríguez con otros jóvenes retrocediendo ante la carga policial. Y el testimonio de uno de los agentes. Un caso de apariencia judicialmente endeble que, como todos ustedes saben, ha tenido el resultado que ha tenido: la condena de Rodríguez a 1 mes y 15 días de cárcel, sustituida por una multa, una indemnización al agente y el pago de la mitad de las costas del procedimiento. Una sentencia controvertida con el voto particular en contra de dos de los magistrados que componían el tribunal.

En tus primeros discos me gustabas más

Ver más

¿Cuáles fueron los efectos más inmediatos? Desde luego que lo menos importante era la condena a Rodríguez, que como muchos protagonistas no era más que una llamativa herramienta para conseguir desencadenar un efecto narrativo mayor. Este fue, sin duda, el de crear un conflicto entre el alto tribunal y el poder legislativo, cargando sobre los hombros de la tercera autoridad del Estado, la socialista Meritxel Batet, presidenta del Congreso de los Diputados, la decisión de retirar el escaño a Alberto Rodríguez. Algo a lo que Batet se podía haber negado, pero que la podría haber situado cerca del delito de desobediencia. Las fichas cayeron por el lado esperado y entonces el conflicto se desató entre los socios de Gobierno, anunciando UP una querella por prevaricación que al final no interpuso, dejando a Rodríguez el camino en solitario para futuras acciones. Además, las declaraciones encendidas de varios líderes de UP, entre ellas la secretaria general de Podemos, Ione Belarra, contra el Tribunal Supremo, abren una posible nueva vía de conflicto judicial.

La lectura política dentro de todo este asunto es además preocupante para el propio Podemos. Habiendo sido víctimas comprobadas de las cloacas, teniendo encima la acción permanente de la justicia por temas menores, en ocasiones con procedimientos muy poco claros que no llegan a ninguna parte pero levantan gran polvareda mediática, el uso continuado que sus dirigentes han hecho del concepto de guerra judicial o lawfare ha hecho que haya perdido potencia narrativa. Lo peor no es que ya nadie se sorprenda de que un partido de nuestro arco parlamentario acuse de imparcial y persecutoria a nuestra justicia, lo peor es que para Podemos empieza a sonar a victimismo, por muy injusto en mi opinión que resulte. Quizá esta es otra de las consecuencias buscadas por el caso Rodríguez: impedir que los dirigentes de Podemos pudieran estarse callados.

Cuando más apetece el trazo grueso es cuando más se necesita el pincel fino, sobre todo porque nunca te debes situar donde tus enemigos te quieren ver para perjudicarte, algo sin duda muy difícil en un viernes donde, además del asunto Rodríguez, los ánimos ya estaban calientes por el conflicto dentro del Gobierno en torno a la reforma laboral. El caso de Rodríguez es uno especialmente paradigmático, como hemos visto, ya que de un minúsculo y olvidado asunto se ha conseguido desencadenar una tormenta de dimensiones considerables en el ámbito político e incluso institucional. O cómo la cuestión no es tanto de puzzle jurídico, de interpretación de las leyes, sino sobre todo de arquitectura narrativa, de ir situando una serie de piezas convenientemente para lograr un efecto final.

Si toda novela es un mecanismo narrativo para conducir al lector a través de una historia, toda novela negra pretende además que en ese viaje se resuelva un conflicto de carácter sórdido, uno que el escritor, hábilmente, nos ha ido dosificando. De esta manera, mientras pasamos las páginas abstraídos por los vericuetos de los diálogos y descripciones, vamos poco a poco inclinándonos en contra o a favor de determinados hechos y personajes, justo a la manera en que el escritor quiere que lo hagamos. Así, en la conclusión de la novela, estaremos donde su autor quiere, preparados para una conclusión que nos llene de amargura, que nos deje impactados de sorpresa o satisfechos como si hubiéramos sido nosotros quienes hubiéramos atrapado al delincuente. Cuando una narración tiene un objetivo siempre necesita de unos raíles por los que hacernos avanzar, su maestría consiste en enterrar esas vías, en confundirlas con el escenario, para que creamos que avanzamos y decidimos por voluntad propia. Tengan tanto cuidado con los que escribimos como lo tendrían con un crupier o un prestidigitador.

Más sobre este tema
>