El slapstick es un género humorístico que se define por situar al protagonista frente a la caída, el impacto o la agresión, a ser posible de una manera exagerada y siempre sin que suponga un daño real a los implicados. Nos hacen gracia los mamporros, no me pregunten por qué. La comedia física vivió su periodo de auge en el cine de principios del siglo XX, probablemente porque la ausencia de sonido favorecía la espectacularidad y dinamismo de este tipo de humor, sencillo pero efectivo. No pude más que acordarme del slapstick al ver a José Luis Martínez Almeida ejecutar, con desigual suerte, un salto mortal en la inauguración de un polideportivo. Temimos por su integridad física al intuir una hostia de campeonato, hasta que comprobamos que había trampa, ya que el alcalde se había arrojado a una piscina de gomaespuma. Comedia física, siempre con truco, siempre socorrida cuando, como en el cine mudo, no se tiene nada que decir.
Es mejor que se rían contigo a que se rían de ti. Perdida la vergüenza, es mejor que se rían de ti a que se pregunten qué diablos has hecho en cuatro años de gestión al frente del ayuntamiento más grande de España. Una de las primeras imágenes que recuerdo de Almeida data de la pasada campaña electoral. Encaramado a una valla, intentaba limpiar unas pintadas, sin demasiado éxito. A alguien de su equipo se le debió ocurrir que aquella acción mostraría a un candidato decidido, pero lo cierto es que la estampa, aquel furor de tebeo dándole al estropajo, despertó las risas incluso entre quienes le rodeaban. Y desde entonces hasta ahora. Cada vez que Almeida no ha sabido qué hacer o qué decir, simplemente ha sacado a un personaje, torpe y atolondrado, esperando que el público se monde en vez de pedirle cuentas. Por cada comisionista, un balonazo, por cada descuadre presupuestario una frase zarzuelera, por cada punto de déficit, porros y sexo casual.
Cada vez que Almeida no ha sabido qué hacer o qué decir, simplemente ha sacado a un personaje, torpe y atolondrado, esperando que el público se monde en vez de pedirle cuentas
Hay estupefacción en Madrid, incluso en su sector empresarial, porque con este ayuntamiento se trabaja poco, mal y cobrando tarde. No lo van a decir, porque entre buenos chicos no se pisan la manguera, pero incluso en el mundo del dinero se esperaba bastante más de un ejercicio marcado por una alcaldía errática. Para los negocios municipales son buenas la estabilidad y el sentido, que el alcalde de turno se centre en un epígrafe que pretenda convertir en bandera de su mandato: así se sabe, al menos, a qué palo apostar. Con Almeida lo único que parece haber salido beneficiado es el asfalto, manto negro, pegajoso y climáticamente ineficiente, auténtico fetiche urbanístico de un señor que ni es capaz de regar los árboles de la nueva Plaza de España. Languidecen, exhaustos, entre chiringuitos de lucecitas y precariedad. Como la ciudad, a la que pretende ahora hacer reconocible construyendo un monumento de altos vuelos. Ya está bien de tanta broma.
Almeida es un problema para una capital descapitalizada de su mayor valor: el protagonismo de su gente. Pero también es un problema para su partido, que contempla con preocupación una cita electoral en la que puede haber sorpresas y donde la mejor perspectiva es pasar de depender de Ciudadanos a estar expuestos a la piromanía de Vox. La pregunta que flota en Génova es inquietante: incluso revalidando la alcaldía, ¿es capaz Almeida de aguantar otros cuatro años a golpe de chistes y ocurrencias? Lo peor es que la preocupación no viene por el destino de la ciudad, sino por el contrapeso que Almeida debió jugar frente al omnímodo poder de Sol, que bajo Ayuso, siempre tiene un ojo en el sillón de Feijóo, como aquel que vigilaba codicioso el anillo en la Tierra Media de Tolkien.
Almeida se manchó más de la cuenta, con una nueva gestapillo en el grotesco episodio de febrero de 2022 en el que se destituyó a Casado. Tuvo que dimitir como portavoz nacional del PP, después de pasar 18 meses en un cargo que tan sólo le sirvió para desentender, un poco más si cabe, sus labores como alcalde. Cuando desde el propio ayuntamiento, cargos designados a dedo por Génova, utilizaron empresas municipales para investigar los contratos del hermano de Ayuso, se puso en evidencia que las instituciones madrileñas son, para la derecha, poco más que las casamatas utilizadas en sus guerras de poder. Almeida evitó pronunciarse en aquellos días cruciales, quedándose mudo mientras su jefe era vapuleado por los micrófonos a sueldo de Sol. Quedarse absorto en un rincón le valió para poder acabar la legislatura, incluso a costa de dejar en la estacada al amigo al que le debía el ascenso en su carrera política. Nunca es buen asunto fiarse de quien no pone en valor su lealtad.
Ayuso, como todo líder que entiende el poder como un ejercicio de favores y disciplina, tiene buena memoria. No desea, obviamente, que el escenario municipal caiga en manos de la izquierda, pero sí que el resultado sea desigual para el PP en las votaciones para asamblea y consistorio. Imponerse no sólo en la comunidad, sino imponerse también a su propio compañero, ya irrelevante. Habrá obligados mítines conjuntos, pero habrá muchos más por separado, como sí, de hecho, ambos pertenecieran a dos partidos diferentes. Habrá también algún desplante. La apuesta, una forma de marcar territorio frente a Génova, tiene el peligro de acabar de desequilibrar a un candidato con poco que presentar y unas cuantas cosas que esconder. Siempre es difícil salir al terreno de juego sin saber si quien te hará la zancadilla lleva la misma camiseta que tú.
Como ya recordamos por aquí hace unas semanas, Almeida tiene el punto más oscuro de su mandato en el episodio de los comisionistas. Puede que no cometiera ningún delito, pero aquella estafa al dinero de todos los madrileños dejó entrever unas maneras de gestión más propias de La escopeta nacional que de un ayuntamiento en el siglo XXI. No es difícil deducir, observando tal y como se produjeron los sucesos, que esgrimir cercanía personal con el alcalde, también una buena cuna, valió para que un par de vivos, llamados Luceño y Medina, saquearan once millones de euros como quien despista un boli en la oficina del padrón municipal. La duda, más que razonable, es si el programa electoral de Almeida va a incluir algún apartado donde se haga constar que el alcalde cogerá el teléfono de la misma manera a aristócratas como a los que no lo son, para evitar a los madrileños estos sustos o, al menos, para democratizarlos.
Tiene que ser jodido presentarte a unas elecciones donde, teóricamente, tienes las encuestas y el momento de cara, pero ser incapaz de dormir por las noches porque, más allá de la cocina demoscópica, no sabes si lo que tienes amarrada es la derrota. Saber que parte de tu electorado depositará la papeleta de Ayuso en una urna, pero se le olvidará la tuya en el bolso de la filipina. Saber que lo mejor que puedes conseguir no es ilusionar a una ciudad, sino a aburrirla con chistes y gracietas para que el 26M se quede en casa. Saber que es difícil plantear retos de cara a los cuatro años siguientes cuando no serías capaz de llenar un folio con los logros de los cuatro años pasados. Saber que el fin de tu carrera política puede significar también un duro golpe para un partido que difícilmente puede aspirar a la Moncloa perdiendo Madrid en un momento clave. Debe de pesar. Tanto como ir a visitar al Papa, sonriendo como un monaguillo en domingo, y que te suelte con gracia porteña que eres el “heredero de la gran Manuela”. Saber que en el fondo eso es a todo lo que puedes aspirar.
El slapstick es un género humorístico que se define por situar al protagonista frente a la caída, el impacto o la agresión, a ser posible de una manera exagerada y siempre sin que suponga un daño real a los implicados. Nos hacen gracia los mamporros, no me pregunten por qué. La comedia física vivió su periodo de auge en el cine de principios del siglo XX, probablemente porque la ausencia de sonido favorecía la espectacularidad y dinamismo de este tipo de humor, sencillo pero efectivo. No pude más que acordarme del slapstick al ver a José Luis Martínez Almeida ejecutar, con desigual suerte, un salto mortal en la inauguración de un polideportivo. Temimos por su integridad física al intuir una hostia de campeonato, hasta que comprobamos que había trampa, ya que el alcalde se había arrojado a una piscina de gomaespuma. Comedia física, siempre con truco, siempre socorrida cuando, como en el cine mudo, no se tiene nada que decir.