El próximo jueves 3 de noviembre los sindicatos UGT y CCOO han convocado en Madrid una manifestación para reclamar alzas salariales y el desbloqueo del Acuerdo para el Empleo y la Negociación Colectiva, el mecanismo que sirve de referencia en todo el país a empresarios y trabajadores para la fijación de salarios, bloqueado desde el pasado mes de mayo por la organización patronal CEOE. La situación no se circunscribe solamente a una pugna típica por el aumento o congelación de los sueldos, sino que expresa el conflicto por la manera en que el país enfrenta la crisis inflacionaria: mediante un esfuerzo conjunto o cargándola sobre las espaldas de la clase trabajadora.
¿Por qué la CEOE bloqueó la negociación colectiva? En primer lugar una cita electoral que no se nos debe pasar desapercibida: el 23 de noviembre la confederación empresarial renueva a su cúpula directiva. Antonio Garamendi, el actual presidente, se presenta a la reelección, pero esta vez no será el único candidato. El acuerdo de la Reforma Laboral se arrancó de la CEOE contra una fuerte contestación interna y presiones políticas externas. El papel de Garamendi en este ejercicio ha sido cuestionado y tachado de blando. No es una cuestión de tono muscular, sino la manera en que una parte del empresariado entiende su papel social: cualquier acuerdo es entreguismo al Gobierno socialcomunista y a los desarrapados.
Ahora Garamendi no se quiere jugar su puesto y se ve arrastrado por el ala más intransigente de la CEOE, incluso en contra de las necesidades de los empresarios. ¿Les conviene el bloqueo de la negociación colectiva? En medio de la renovación de múltiples convenios en estos últimos meses, muchos de ellos se están resolviendo mediante la huelga en condiciones favorables para los trabajadores. El último caso es el del metal de Ourense, con subidas salariales de en torno al 5% en este y los dos años siguientes, algo similar a lo planteado por los sindicatos en la mesa rota en mayo. Es decir, que la confederación empresarial parece que ha optado por jugar a los dados con la estabilidad del país, en vez de contar con un acuerdo marco para llegar al mismo punto evitando pérdidas de jornadas laborales.
Además de los problemas internos de la CEOE y la orientación ideológica que entiende al cuerpo empresarial como un ariete contra el actual Gobierno, hay de fondo un elemento puramente económico: dejar indemnes los beneficios de la ola inflacionaria, restando exclusivamente de los salarios los costes añadidos en estos meses. Un ejercicio que podríamos calificar como de egoísmo y ceguera. Egoísmo porque tras la enorme inyección de dinero público que supusieron los ERTE, alrededor de 30.000 millones de euros para pagar los sueldos cuando las empresas no podían abrir a causa de la pandemia, resulta cuanto menos cuestionable que un año y medio después los empresarios no quieran repartir el peso de esta segunda crisis. Para evitar la ingratitud de la CEOE convendría condicionar cualquier ayuda pública al sector privado al cumplimiento de unos mínimos laborales: si se interviene, que se intervenga para todo.
No obstante, a la confederación empresarial no se le puede achacar improvisación en este cierre en banda del diálogo social: se comportan como ya se han comportado otras muchas veces. Ante la crisis, de cualquier tipo, la única salida que entienden son las bajadas de salarios, los despidos, las bajadas de impuestos y los recortes públicos, una devaluación interna como la sucedido en la Gran Recesión. De hecho, mientras que ahora se ha protegido el tejido productivo, hace diez años muchas empresas echaban el cierre a un ritmo alarmante. Un auténtico proceso de darwinismo empresarial que sólo favoreció a los grandes del Ibex mientras que dejó en la estacada a la mayoría de empresarios. Cuando las cosas se ponen feas no todos los trajes azules tienen sitio en el banquete.
Ahora Garamendi no se quiere jugar su puesto y se ve arrastrado por el ala más intransigente de la CEOE, incluso en contra de las necesidades de los empresarios. ¿Les conviene el bloqueo de la negociación colectiva?
La cuestión, de ahí la ceguera, es que esta vez no es asumible otro proceso de devaluación interna para salir de la crisis, ni en el ámbito macroeconómico –que pregunte la CEOE por el Reino Unido– ni en el que afecta al bolsillo de todos los españoles, como tanto le gusta repetir a la derecha política. Lo primero porque sería repetir una receta que si hace una década fue injusta, hoy además está completamente obsoleta. Lo segundo porque el empleo está resultando la mejor variable económica del país desde el 2020 y empeorarlo sería tan temerario como contraproducente. Y en tercer lugar porque un proceso de empobrecimiento masivo, si no se suben los salarios para combatir la inflación, aportaría inestabilidad social a las ya múltiples variables de incertidumbre que recorren nuestro momento. Quien quiera darle energías al autoritarismo de extrema derecha al menos que lo declare abiertamente.
Los sindicatos no plantearon en la mesa de negociación colectiva alzas salariales vinculadas directamente al IPC por responsabilidad pero sobre todo realismo. Una subida inmediata del 10% sería inasumible para muchas pequeñas empresas. Pero sí subidas fraccionadas en tres años para, en primer lugar, amortiguar el efecto de los elevados precios y en segundo alcanzar la equiparación cuando estos, previsiblemente, hayan bajado. No se trata tan sólo de asumir que la justicia social es una cuestión estratégica para la estabilidad del país, sino de entender que en la naturaleza de esta ola inflacionaria los salarios no han tenido nada que ver. No podemos convertir una de las soluciones a la encrucijada en la culpable de la misma.
Esta crisis inflacionaria tuvo su primer episodio con la contracción de la oferta tras la pandemia al paralizarse la producción. Después con la ruptura de las cadenas de suministro globales, encareciendo materias primas, componentes esenciales y el propio transporte transoceánico. Pero, sin duda, la Guerra de Ucrania y la crisis energética añadida ha sido fundamental para que los precios se dispararan desde el pasado febrero. No nos encontramos ante una economía recalentada, es decir, cuando la capacidad productiva no puede seguir el ritmo de la demanda, provocando escasez y por tanto elevando los precios, sino ante una inflación inducida por una concatenación de problemas energéticos en los que la deficiente fijación de precios eléctricos importaba bastante más para controlar la inflación que la subida de tipos a las bravas impuesta por el BCE.
Hay factores que empujan esta crisis que son de una difícil solución: la guerra ha alterado el equilibrio comercial entre Rusia y la UE, especialmente con Alemania, su motor de los últimos 25 años. La cuestión, al margen de los designios de la geopolítica, es que si los líderes europeos insisten constantemente en que estamos inmersos de parte en un conflicto bélico, nuestra economía deberá ser, si no de guerra, sí adaptada a ese conflicto. Si constantemente se insiste en que Rusia utiliza su carta energética como arma económica, para elevar el coste de la vida y de esa manera provocar una inestabilidad social, en España no se pueden extraer los salarios de esta ecuación como si viviéramos en el mundo previo a este conflicto. No es que la CEOE se haya vuelto favorable a Putin –algo que si el conflicto fuera a la inversa algunos tabloides no tendrían reparos en acusar a los sindicatos– pero, desde luego, su postura no se corresponde con las necesidades del país.
Esta ola inflacionaria va a tener efectos de ralentización económica, al retraer el consumo, algo que afecta a la creación de empleo, la locomotora que gracias al diálogo social nos sacó del parón pandémico. Antes de que esta tendencia se haga fija en nuestra economía, son necesarias medidas que ya se están tomando, como la protección de las rentas bajas y las herramientas para la fijación de precios, además de energía y combustible, algo que se debería extender a los alimentos. También la profundización de una fiscalidad que pueda bajar en los impuestos indirectos, pero sobre todo que centre su acción en el gravamen de rentas del capital, especialmente el rentista y el especulativo. Pero, acompañando a todo esto, se hace esencial un pacto salarial que haga de colchón al grave coste de la vida, que otorgue estabilidad al país y que proteja nuestra economía de una recesión.
El próximo jueves 3 de noviembre los sindicatos UGT y CCOO han convocado en Madrid una manifestación para reclamar alzas salariales y el desbloqueo del Acuerdo para el Empleo y la Negociación Colectiva, el mecanismo que sirve de referencia en todo el país a empresarios y trabajadores para la fijación de salarios, bloqueado desde el pasado mes de mayo por la organización patronal CEOE. La situación no se circunscribe solamente a una pugna típica por el aumento o congelación de los sueldos, sino que expresa el conflicto por la manera en que el país enfrenta la crisis inflacionaria: mediante un esfuerzo conjunto o cargándola sobre las espaldas de la clase trabajadora.