Voy al Museo del Prado para ver "Máscaras", la exposición de Alberto Schommer. El regreso a la ciudad no significa sólo el adiós triste a las vacaciones y la vuelta a la rutina del trabajo. La luz pálida de septiembre significa también el retorno de algunas costumbres queridas, los huecos del vivir diario que se organizan como ritos para celebrar la parte más amable de la realidad. Frente a las hostilidades del tiempo y del espacio, buscamos la complicidad de una cita en el café de siempre, o un paseo por las calles preferidas, una tarde de cine, una exposición. Se trata de insistir en uno mismo, mientras la vida corre y se desbarata.
La inmovilidad es sin duda una desgracia. Somos libres en la medida en que rompemos ataduras, cambiamos, comprendemos las transformaciones del mundo. Un deseo estático tiene mucho de falsificación pública y privada, de constitución muerta. El amor necesita romper convenciones y la libertad social no es más que una versión colectiva de la metamorfosis. Todo esto es verdad, pero a veces las cosas van tan rápido que uno necesita insistir, hacer compatible la audacia con el pasado. Le pedimos ayuda a las costumbres para salvarnos del vértigo de la descomposición. Debemos aprender a conservarnos un poco para no convertirnos en unos conservadores.
Me disculpo ante el lector de este “Verso libre” por tanta cavilación, pero la llegada de septiembre y las imágenes de Alberto Schommer me han puesto meditativo. “Máscaras” ofrece una galería impresionante de retratos fotográficos elaborados en los años 80. La fotografía entra en el Museo del Prado y presenta grandes personajes de nuestra cultura. Rafael Alberti, Francisco Ayala, Vicente Aleixandre, Gabriel Celaya, José Luis López Aranguren, Luis García Berlanga, José Hernández, Antonio López…, están ahí, mirándose de frente, cara a cara, con otros personajes pintados a lo largo de los siglos: Velázquez, Góngora, Goya, Juan de Ribera…
¿Están ahí? En la sala del museo se cuelgan por supuesto unas fotografías magníficas de rostros elaborados con la quietud de una máscara mortuoria. Se trata de personajes que ya estaban consagrados por edad y calidad en la década movida, juvenil, de los 80. Tienen los ojos en sombra y reflejan la seriedad de quien pertenece a la historia y merece dejar testimonio de su imagen para el recuerdo de siglos venideros. Por eso las fotografías de Schommer dialogan con la tradición de los bustos clásicos.
Pero la mirada del espectador añade una perspectiva más entre el fotógrafo, los personajes del siglo XVII y los maestros de los años 80. De ahí la pregunta: ¿están en esas fotos Alberti, Ayala, Aranguren, Berlanga…? Resulta inquietante ver convertida en lápida una parte de la historia que hace sólo unos años era vida, simple y palpitante vida con una copa de whisky en la mano, un acierto o una metedura de pata, una cita en un restaurante, un viaje, una discusión.
Se puede intuir la personalidad del retratado en el pañuelo elegante, la corbata bien ajustada, el cuello abierto de la camisa o la forma de soportar las gafas y la seriedad. Pero al final se impone un sentimiento que va más allá del carácter de cualquiera de los personajes. Es la distancia insalvable entre la vida y su recuerdo, entre la carnalidad de los días y la solemnidad de la historia evocada.
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La retórica poética ha sido siempre una equilibrista en la cuerda tendida por el tiempo y la eternidad. ¿Cómo capturar lo que sucede en un momento para darle significación intemporal? Baudelaire y Bécquer buscaron en la anécdota diaria un modo de conseguir emociones de valor eterno. ¿Consigue el arte detener el paso del tiempo y conservar la vida que se pierde? ¿Está la vida en su representación? ¿Hay algo más que representación en la vida, juego de máscaras y de superficies?
Confieso que me gustan las fotografías familiares, las que se guardan en un álbum o en una caja para recordar un cumpleaños, un viaje o un noviazgo. Conservo fotos de piscinas, de bares, de asambleas, de coches, de todo lo que conserva una huella de la vida. No me importa envejecer, pero necesito insistir en mis recuerdos para no sentirme diluido en el vértigo y para no vivir en un mundo descompuesto. Por eso procuro que dialoguen en mí la libertad y la memoria. Que la audacia conserve un instinto de prudencia y el pasado no sea un obstáculo para respirar el aire nuevo.
Segunda semana de septiembre: las vacaciones están olvidadas. Pero no sólo por la mala cara de la rutina y los horarios. También por el regreso a las costumbres elegidas en la ciudad, la conversación en el café de siempre, la tarde de cine o la visita al museo.
Voy al Museo del Prado para ver "Máscaras", la exposición de Alberto Schommer. El regreso a la ciudad no significa sólo el adiós triste a las vacaciones y la vuelta a la rutina del trabajo. La luz pálida de septiembre significa también el retorno de algunas costumbres queridas, los huecos del vivir diario que se organizan como ritos para celebrar la parte más amable de la realidad. Frente a las hostilidades del tiempo y del espacio, buscamos la complicidad de una cita en el café de siempre, o un paseo por las calles preferidas, una tarde de cine, una exposición. Se trata de insistir en uno mismo, mientras la vida corre y se desbarata.