Las huellas del terror del régimen de al Assad que Siria quiere recopilar para la reconstrucción del país

Un niño camina sobre un edificio en el campo de refugiados de Yarmouk, en las afueras de Damasco el 19 de diciembre.

Gwenaelle Lenoir (Mediapart)

Ammar Selmi remueve la tierra con la punta de su bota militar: “Mira, aquí la arena está muy suelta y es de un color distinto al de la tierra. Estoy seguro al 99% de que esto es una fosa común, una enorme fosa común.”

Ammar Selmi viste el uniforme azul y amarillo de los Cascos Blancos sirios, una organización de protección civil formada en Alepo en 2013, a la que se unió en sus inicios.

Llegó a Damasco, junto con 120 de sus compañeros, inmediatamente después de la huida de Bashar al Assad en la noche del 7 al 8 de diciembre, y dirige uno de los diez equipos especializados en búsquedas forenses. Fue formado en Guatemala en enero de 2024 por la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG), cuya pericia es reconocida internacionalmente.

El 16 de diciembre, los Cascos Blancos iniciaron la búsqueda de fosas comunes. La situación era urgente: los civiles habían tomado la iniciativa, aquí y allá, de excavar por su cuenta con la esperanza de encontrar los restos de sus familiares desaparecidos. El día anterior, recibieron una llamada de un hombre desde Deraa, en el sur del país: acababan de descubrir allí una fosa común.

“Nos pidieron que viniéramos a extraer los cuerpos. Les dijimos que esperaran unos días”, dice Ammar. “Nuestra prioridad es ocuparnos de los cadáveres de los hospitales, porque tenemos que identificarlos, documentar la causa de la muerte y enterrarlos lo antes posible. Pero nos dijeron que entonces cavarían por su cuenta”.

Los residentes desentierran restos humanos, sin seguir los procedimientos forenses para evitar destruir o dañar pruebas que puedan utilizarse en casos judiciales.

Pero aquí nadie les culpa realmente. El trauma de las desapariciones quema el alma de todas las familias sirias desde 2011 y las detenciones masivas.

Recibimos docenas de llamadas cada día por la aparición de centros de detención secretos y siempre acudimos, pero hasta ahora no hemos encontrado nada. La gente se aferra a la idea de que su familiar desaparecido sigue vivo en alguna parte”, explica Ismail al-Abdallah, relaciones públicas de los Cascos Blancos. “Ahora que se han vaciado las cárceles y hemos pasado por los hospitales, si no los han encontrado es que están muertos. Así que las familias vienen a buscarlos bajo tierra”.

La desesperada búsqueda de desaparecidos

El cementerio de Najha, que los Cascos Blancos visitan por primera vez, ocupa varias hectáreas cerca del aeropuerto de Damasco. Las tumbas, sencillas losas de mármol con el nombre, la fecha de nacimiento y la fecha de defunción de los fallecidos, están alineadas en hileras apretadas. Los escasos árboles del lugar están grises por el polvo levantado por las ráfagas de viento y los vehículos que pasan a toda velocidad al otro lado de la tapia.

Al fondo, donde no hay tumbas, yacen probablemente miles y miles de personas anónimas, asesinadas por los torturadores de Bashar al Assad entre 2011 y 2024. Todo lo que se puede ver de esa serie de fosas es un descampado con montículos de arena y agujeros de unos metros de profundidad.

Según Ammar Selmi, había preparada una zanja de varios metros de profundidad y muy larga, probablemente excavada con una pala mecánica. A cierta distancia del agujero se pueden ver, aquí y allá, pequeños hundimientos del suelo. “Es típico cuando hay cuerpos en descomposición. Esto está muy reciente”, dice el Casco Blanco. De la tierra se desprende un olor tenue, ligeramente nauseabundo.

Vi que todos los muertos del caso César habían sido enterrados allí, así que vine a ver si encontraba algo

Un hombre que busca el cuerpo de su hermano

Hay unas cuantas personas deambulando por el descampado, indecisas. Un hombre corpulento, con el rostro curtido de quien trabaja al aire libre, camina hacia Ammar, acompañado de una mujer y dos niños. Vive en Deraa, a hora y media de aquí, y explica a los Cascos Blancos que su hermano, Mustafa Mohamed Hassoun al-Ahmed, y su cuñada fueron detenidos ante sus ojos en Deraa en 2013, por un oficial de la sección 227 de la inteligencia militar.

En 2014, lo reconoció en una de las fotos del caso César”, que lleva el nombre del fotógrafo militar que desertó con 55.000 clichés de personas muertas, entre ellas 27.000 fotos de unos 6.700 detenidos torturados hasta la muerte o ejecutados. Guarda la foto de su hermano en su teléfono, en la pantalla de inicio.

Esa mañana, en el cementerio de Najha, con los pies sobre la arena que cubre las fosas comunes, enseñó la foto a los Cascos Blancos de Alepo como última esperanza. “Busqué en Internet y vi que todos los muertos del caso César habían sido enterrados allí, así que vine a ver si encontraba algo”, les dice.

Se acerca otro hombre, vestido con un traje impecable, ojos azules y gafas de moda. Busca a su padre, detenido el 1º de agosto de 2013 en Damasco por la sección 215 de los servicios de inteligencia. También él ha reconocido a su padre en el “expediente César” y también ha oído que los cadáveres yacen allí, bajo la arena dorada.

Los testigos, los que arrojaron los cadáveres en las zanjas hechas con excavadoras, huyeron cuando cayó el régimen. La mayoría han cruzado la frontera con Líbano o se han refugiado en sus pueblos.

Mediapart se reunió con uno de ellos el jueves 12 de diciembre, antes de que las familias empezaran a llegar al cementerio de Najha. Llamémosle Yasser. Insiste en permanecer en el anonimato, por miedo, aunque ya no sepa realmente a quién o a qué temer. El régimen “sembró el terror en nuestros corazones”, explica con una sonrisa de disculpa. Yasser está familiarizado con el lugar desde 2005. También con la muerte.

Pero este hombre delgado y moreno, mal vestido, aún tiembla cuando relata, tras un largo momento de vacilación y una conversación algo superficial, aquel día de la primavera de 2011, poco después del inicio de las manifestaciones pacíficas en demanda de dignidad, justicia y libertad: “Vi llegar un camión frigorífico. Dos hombres abrieron las puertas traseras y empezaron a sacar cadáveres, envueltos en bolsas blancas, y a arrojarlos a una fosa. Había restos de sangre.”

Después, los entierros se hicieron por la noche, a toda prisa. “Los militares bloquearon toda la zona”, continúa. “No pudimos acercarnos más. Los camiones venían al menos una vez a la semana. Todavía vinieron el mes pasado”.

Yasser no se lo ha dicho a nadie. El jueves 12 de diciembre no había llamado a los Cascos Blancos todavía. Pero han recibido información que corrobora su historia.

Los sirios necesitan la verdad, necesitan saber y también necesitan hablar.

Acumular las pruebas mientras haya tiempo

Toda Siria es el escenario de un crimen. ¿Cuántos hombres harían falta para proteger todas las fosas comunes y los centros de detención? ¿Cómo reunir rigurosamente pruebas de los abusos cometidos por un régimen durante cincuenta y cuatro años y de los cometidos por las facciones que lucharon contra él en una atroz guerra civil de trece años?

Las familias de los desaparecidos, y también los saqueadores, se precipitaron a los centros de poder en las primeras horas del 8 de diciembre, una vez confirmada la noticia de la huida del dictador, en una frenética búsqueda de sus seres queridos.

Hombres, mujeres y niños entraron en las celdas, esparciendo las ropas y los escasos bienes de los presos, destrozando muebles, dispersando documentos y, en algunos casos, apoderándose de expedientes. Algunos edificios pertenecientes al ministerio del Interior fueron incendiados, aunque no se ha determinado la identidad de los autores.

Los documentos también son esenciales para establecer la verdad sobre el régimen, para nosotros y para las generaciones futuras

Anouar al-Bounni, abogado sirio

Equipos de varias organizaciones sirias de derechos humanos con sede en el extranjero están intentando recuperar el mayor número posible de documentos. Los Cascos Blancos tienen varios almacenes, pero no quieren decir dónde. Otros están haciendo el mismo trabajo.

“Es absolutamente esencial ponerlos en un lugar seguro”, explica a Mediapart Anouar al-Bounni, abogado sirio que se exilió en Berlín en 2014 tras haber defendido a opositores con su Centro Sirio de Estudios e Investigaciones Jurídicas, y haber estado él mismo en la cárcel. “Esto es vital para que se haga justicia, porque aunque están bien documentados los abusos cometidos por altos cargos, todavía tenemos que descubrir los engranajes del sistema. Los documentos también son esenciales para establecer la verdad sobre el régimen, para nosotros y para las generaciones futuras. Sin ello, no lograremos reconstruir este país.”

En Saidnaya, la atroz e inmensa prisión, ya es demasiado tarde. En cuanto se anunció que Bashar al-Assad había huido, la gente se apresuró a liberar a los presos y a buscar cualquier rastro de los desaparecidos. Miles y miles de personas registraron las celdas y las oficinas, rompiendo el suelo en busca de celdas ocultas y llevándose documentos.

El 18 de diciembre, técnicos turcos de Afad (la Autoridad de Gestión de Desastres y Emergencias, vinculada al ministerio del Interior turco) se pusieron a excavar en la prisión y alrededores en busca de las celdas ocultas que todo el mundo quiere creer que existen, pero que probablemente no existan.

No paran de llegar hombres, mujeres y jóvenes, deambulan por los pasillos, filman, lloran, esperan quién sabe qué, buscan entre las páginas de dos registros de cocina que sobrevivieron al ajetreo de los primeros días.

Bara'a, un combatiente del Ejército Sirio Libre procedente de Deraa, cogió un gran cuaderno el domingo de la caída del régimen entre el barullo de la prisión de Saidnaya. Este joven escuálido, de ojos pálidos y barba rubia, buscaba a su hermano mayor, de 19 años en aquel momento, detenido en 2014 en la universidad donde estudiaba economía, y a cualquier pariente de las 680 familias de Deraa a las que representa.

No encontró nada, aparte de este registro del comedor de presos y presas, con nombres que empiezan por M, encarcelados en 2011, justo antes de la revolución. Mounaf Mohamed Tajeddin, por ejemplo, fue encarcelado el 2 de enero de 2011 y compró sucesivamente detergente, comida, champú y otros artículos. Su última entrada data del 23 de junio de 2011.

“Sé que no puedo hacer nada con este cuaderno, no aporta nada a las familias de los desaparecidos”, admite Bara'a. “Pero no sé a quién puedo confiárselo. Voy a esperar un tiempo a ver qué pasa”.

Los entresijos de los archivos de inteligencia

Al parecer, las autoridades provisionales han empezado a valorar la importancia de preservar los locales de las numerosas secciones de los servicios de inteligencia y las bases militares y policiales, la mayoría de las cuales albergaban centros de interrogatorio y detención. Ahora todos los locales están vigilados y las entradas se filtran cuidadosamente.

En el barrio de clase media de Al-Jatib, al lado de un tranquilo parque, la sección 251 de la inteligencia militar es uno de los símbolos de las atrocidades cometidas por el régimen de Bashar al-Assad. Su ex director, Anwar Raslan, que se había refugiado en Alemania y luego descubierto, fue declarado culpable de crímenes contra la humanidad y condenado a cadena perpetua en enero de 2022, tras un juicio celebrado en Coblenza.

Desde sus ventanas y balcones, todo el vecindario podía observar las idas y venidas entre las distintas dependencias de la Sección 251, instalada en el lateral de una rotonda. “Pero no lo hicimos”, cuenta Sana Yazigi, creadora de la web Memoria Creativa de la Revolución Siria, que creció en este barrio. “No nos atrevíamos a mirar. Sabíamos lo que estaba pasando. Estábamos atemorizados.”

El 18 de diciembre, un hombre mayor y una mujer cargada con muchas bolsas caminan tranquilamente por esa calle antes prohibida. Pasan junto a hombres afables con uniformes de faena que descansan en un maltrecho sofá, un pickup armado con una ametralladora, lanzacohetes tirados en el suelo, coches destruidos, cuadros kitsch descolgados de las oficinas.

Entre los dos edificios ocupados por los servicios de inteligencia, han  improvisado un salón con sillones de cuero marrón oscuro, una mesa de café, tazas de café sucias, un AK47 colocado allí descuidadamente. Un hombre de Hayat Tahrir al-Cham echa abajo una puerta de madera con la culata del fusil. En Damasco las noches son frescas y hay que alimentar el brasero.

Hay una escalera que lleva al sótano, apenas iluminado por una claraboya enrejada. Es un laberinto de celdas, algunas comunes, otras individuales, tan estrechas que no cabe un colchón, escritorios, armarios y una cocina.

Tirados por el suelo, abandonados tras la caída del régimen, hay trozos de uniformes, retratos de los tiranos, Bashar al-Assad y su padre, Hafez, las delgadas y sucias mantas grises de los detenidos, sus cuencos aún con restos de una papilla indefinible que empieza a enmohecerse. Las paredes guardarán su memoria, nombres, apellidos, fechas, número de días escritos por los torturados.

Luego, en un pasillo, encontramos documentos, decenas y decenas de expedientes, algunos aún en estanterías, ordenados, otros dispersos. Al régimen de los Assad le encantaba la burocracia. Como muchas otras dictaduras feroces, lo registraba todo, lo clasificaba todo, lo archivaba todo. Cada pieza del engranaje tenía que demostrar a su superior que hacía bien su trabajo.

Un revoltijo de fotocopias de carnés de identidad, las caras de los de jóvenes cuyo destino no queremos ni imaginar. Un carnet de la piscina del Sheraton con la foto de Alia Derani, una joven morena cuidadosamente maquillada. Informes de interrogatorios manuscritos, como este, fechado el 14 de agosto de 2014, relativo a Saleh Moussa ben Moustafa, residente en Zabadani, cerca de la frontera libanesa, que niega haber participado en la más mínima manifestación, llevar un arma o pertenecer a una organización terrorista. Informes de inteligencia, listas interminables de nombres, todo un revoltijo de pruebas valiosas.

En los decrépitos despachos de la policía militar, expedientes y más expedientes por el suelo que habrá que recoger, ordenar y luego estudiar

Andar por el cuartel general de la policía militar en el enorme y desierto distrito de Qabún produce una sensación similar a la de un régimen en desbandada. Lo han dejado todo atrás, tanques aún cargados de obuses, ropa sucia en los cubos de la colada, arroz en los tazones y tomates en los frigoríficos de la cocina del comedor de oficiales, cebollas podridas en las celdas de los detenidos, cuadernos burocráticos con la portada de fotos del dictador.

Mohamed, un joven combatiente de Hayat Tahrir al-Cham, de apenas 20 años y que ya lleva seis en uniforme, se adentra por primera vez en este inmenso cuartel general. Va destrozando metódicamente todos los retratos de los Assad aún intactos.

Registra las habitaciones desocupadas, con sus literas oxidadas, rebosantes de ropa y escasos efectos personales. En una cartera, fotos de identidad. Aquí un walkie-talkie, ahí un teléfono verde y rosa como un juguete infantil. En una celda, tomates al borde de un ventanuco alto, a salvo de las ratas, nombres escritos en las paredes.

En los despachos decrépitos, expedientes y más expedientes por el suelo que habrá que recoger, ordenar y luego estudiar, para trazar el terrible cuadro de los cincuenta y cuatro años de la dinastía Assad y alimentar los procedimientos judiciales. Para que el pueblo sirio se libere por fin de su miedo, llore a sus muertos y a sus desaparecidos y, en definitiva, se cure de su terror.

Los cascos blancos liberan la prisión de Sednaya, icono de las torturas del régimen sirio

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Traducción de Miguel López

 

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