Y nosotros mirando a otro lado

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Cuánto dolor, cuánto olvido.

El mundo ha contenido la respiración por la muerte del tirano jubilado que un día fue esperanza de una generación más ilusionada que informada, y parece como si otro ejerciente aprovechara la distracción global para seguir limpiando su país a sangre y fuego.

Mientras llegaban de Cuba imágenes que recordaban aquel dolor impostado que siguió a la muerte de otro gallego dictador, el sirio Assad y su aliado Putin perpetraban la enésima matanza de civiles en esa ciudad de cuyo nombre hemos de acordarnos a diario porque es ejemplo y a la vez símbolo de lo más deleznable y cruel de la condición humana: Alepo, donde el régimen sirio apoyado por Rusia sigue alimentando la atmósfera de terror y muerte que le permite mantenerse en pie y sobrevivir ante la criminal parálisis occidental.

La devastadora imagen de esa mujer tendida en el suelo sobre un charco de sangre, con una bolsa a la espalda en la que acaso hubiera guardado lo último que le quedaba tras los años de guerra; la hilera de cadáveres que aún llevan sus bolsas o sus mochilas,  me lleva otra vez a preguntarme si no estamos siendo demasiado cuidadosos, excesivamente pulcros o quizá cobardes al no optar por un mayor compromiso, una mayor determinación a la hora de combatir a quienes violentan el orden natural de forma tan cruel.

En algún punto debe estar el límite, la frontera, la gota que colma el vaso y transforma el estupor en ira, la paciencia en rabia. Y nos lleva a actuar.

Tengo pocas dudas de que si a esa mujer se le hubiera preguntado si prefería vivir bajo el terror de la bombas del régimen y tener como única esperanza escapar, o arriesgarse a sobrevivir bajo otros bombardeos con la esperanza de acabar con el régimen de terror, habría elegido lo segundo.

Tan difícil es que una tiranía acabe de forma natural, como que una revuelta contra ella pueda resultar victoriosa sin derramar una gota de sangre. Y los siglos recientes están llenos de ejemplos de pueblos agradecidos a intervenciones exteriores liberadoras.

Pero estamos instalados en el confort o el miedo, y no hay políticos que osen asumir la impopularidad de la guerra porque se teme más la carrera propia que el bien ajeno, y esa medida es aplicable a todos: los corruptos o insolventes de por aquí y los insolventes o corruptos de cualquier otro país del mundo. La política está instalada en la provisionalidad y faltan hombres o mujeres de Estado con grandeza de miras y perspectiva histórica. Alguno habrá generoso, pero escondido, o lejos del poder.

Hay una dejación democrática de funciones, una tendencia cobarde a ir dejando que los conflictos se enquisten y los resuelva el tiempo, o mueran a costa de la muerte de cientos de miles de seres humanos.  Lo cual, conviene no olvidarlo, no es ajeno al auge de tipos como Trump o Le Pen.

Ellos han conseguido que cale su  mentira de la firmeza frente al enemigo en nombre de una supremacía occidental, porque el mundo democrático ha perdido la capacidad de defender sus principios a cualquier precio, como es su obligación. Y la democracia, y su reivindicación en cualquier lugar del planeta es algo que nos compete y ha de comprometernos.

No hablo de guardianes de occidente, sino de garantes de la democracia. Los primeros aparecen cuando los segundos no hacen su trabajo.

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Lo pienso ante la imagen de esa mujer a la que hemos dejado sola, a merced de los tiranos, pendientes como estábamos de las honras fúnebres del dictador caribeño.

Nadie parece discutir desde el siglo XVI el derecho de los pueblos a levantarse contra los tiranos. Pero en este tiempo sigue siendo de mal gusto y hasta objeto de oprobio invitar a pensar si también puede hacerlo otro pueblo, otro régimen en defensa de los principios democráticos.

Lo curioso, o a mi me lo parece, es que quien con más vehemencia se opone a este ejercicio de responsabilidad de las democracias con los pueblos oprimidos, quienes con más energía levantan la bandera “pacifista” contra la solidaridad internacional, no tienen empacho en rendir homenaje a terroristas presentes o tiranos pasados y ensalzar los logros de una revolución que, como todas, triunfó solo a sangre y fuego.

Cuánto dolor, cuánto olvido.

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