Si en los bolsillos de los ciudadanos de 18 países está Europa en forma de euros, en los pasaportes de los 28 sigue la nación, la tribu, el problema. Falta valentía, capacidad política para el siguiente paso: un federalismo europeo, una ciudadanía común. Todo el andamiaje europeo está basado en un equilibrio precario, en pactos in extremis. La decisión mayoritaria es no tomar decisiones. Reunirse, organizar cumbres que parecen abocadas al desastre y se salvan de madrugada con un comunicado que lo aplaza todo hasta la siguiente cumbre. La crisis económica mundial ha quebrado el sistema de decisiones (decide Alemania) y puesto de manifiesto la urgencia de cambios de funcionamiento interno que no se acometen. La parálisis es total. En ese estancamiento brilla la extrema derecha.
La Europa unida mediante el pacto, y no a través de las invasiones, es un sueño muy reciente. Convendría defenderlo mejor. En Bruselas y Estrasburgo se toman decisiones que obligan a los Gobiernos nacionales y afectan a nuestras vidas. En la crisis, Europa se ha transformado en una madrastra insufrible encarnada por la troika, el nuevo hombre del saco. Crecen las voces que piden salir del euro, aumenta la eurofobia. No hay memoria ni conciencia de la fragilidad. La crisis en Ucrania debería servir de lección.
Las fronteras son un cáncer: se mata y se muere por ellas. Cada país quiere detener la evolución de la Historia donde le conviene, cuando eran grandes, poderosos. Todos tenemos un mito sobre la construcción de la nación, por lo general inventado. Hacemos la guerra basados en historias falsas para ocultar la realidad de los intereses. La gran aportación de la Unión Europea consiste en suprimir las fronteras interiores, proponer una historia común basada en la reconciliación y la razón.
Europa ha sido tierra de guerras, invasiones, imperios, nacionalismos; también ha sido tierra de inventos que cambiaron el mundo, como la imprenta. Europa ha sido el centro del mundo al menos cinco veces: antigua Grecia, Imperio Romano, Renacimiento, Revolución Industrial y Revolución francesa, de la que parten las ideas de democracia, libertad y derechos humanos que en teoría rigen en esta parte del mundo y en los tratados internacionales que surgen de Bretton Woods.
El presidente de Uruguay, José Mujica, dijo el pasado domingo en Salvados, el programa de Jordi Évole que emite la Sexta que "Europa había sido", que tenía la fuerza del pasado aunque ahora andaba perdida en los cambios globales. El futuro está en Asia, en la nueva locomotora mundial, China, en el poderío japonés y en la emergente Corea del Sur.
La UE, que se llamó en sus inicios Comunidad Europea del Acero y el Carbón (CECA) y Comunidad Económica Europea (CEE), nació como una doble respuesta: a la necesidad de reconstruir el continente tras la II Guerra Mundial y a la exigencia de crear un espacio de paz entre vencedores y vencidos. Con la perspectiva del paso del tiempo se puede decir que la UE, sea cual sea la sigla, ha sido un invento extraordinario, un instrumento que ha permitido la reconciliación y generar una potencia económica mundial.
Los primeros líderes fueron unos soñadores; los segundos, los Kohl y Mitterrand, fueron audaces, mantuvieron el ritmo de construcción. La tercera generación de políticos, los actuales, resultan decepcionantes. Tras la creación del euro faltó valentía para dotar esa moneda de los mecanismos de la Reserva Federal Alemana; faltó coraje para crear una UE política, para los ciudadanos, un espacio común con una voz común en Política Exterior, Defensa, Inmigración.
Las elecciones del domingo son la escenificación de la parálisis. Los únicos que tienen un discurso europeo son los euroescépticos y los eurófobos. Ellos sí hablan de Europa, para denostarla, para desmontarla. Los europeístas hablan de sus cosas nacionales, de su letra pequeña, como en el caso de España. No hay un proyecto europeo fresco, capaz de entusiasmar a las personas.
No hay alternativas a la política de ajuste, al recorte, al aplastamiento ciudadano. No hay discurso de izquierda, más allá del soplo fresco de Syriza en Grecia o el runrún portugués sobre la revolución de los claveles. Pero esta Europa incapaz sigue siendo mejor que las viejas naciones, juntos nos defendemos mejor en un mundo nuevo.
Este discurso del portavoz de Los Verdes, Daniel Cohn-Bendit, es la prueba: hay ideas, hay valores. Pero están en minoría, deslavazados, inconexos. El domingo saldrá más de lo mismo salga quien salga. Al menos se ha dado un paso: el presidente de la Comisión Europea saldrá del Parlamento de Estrasburgo, será el conservador Jean-Claude Juncker o el socialdemócrata Martin Schulz, cualquiera de los dos mejora al mortecino Barroso que, por ser poco, ni siquiera se le recuerda como el anfitrión de la foto de las Azores. Europa ha estado y está en manos de los burócratas, de los personajes de Franz Kafka. Platón dijo que cuando el ciudadano se desentiende de la política le gobiernan los mediocres.
Si en los bolsillos de los ciudadanos de 18 países está Europa en forma de euros, en los pasaportes de los 28 sigue la nación, la tribu, el problema. Falta valentía, capacidad política para el siguiente paso: un federalismo europeo, una ciudadanía común. Todo el andamiaje europeo está basado en un equilibrio precario, en pactos in extremis. La decisión mayoritaria es no tomar decisiones. Reunirse, organizar cumbres que parecen abocadas al desastre y se salvan de madrugada con un comunicado que lo aplaza todo hasta la siguiente cumbre. La crisis económica mundial ha quebrado el sistema de decisiones (decide Alemania) y puesto de manifiesto la urgencia de cambios de funcionamiento interno que no se acometen. La parálisis es total. En ese estancamiento brilla la extrema derecha.