La tentación es exclamar: “Las uvas no están maduras”, como en la fábula de Samaniego. En la política actual, en el maremoto ultra, equivaldría a despreciar a los Trump, Bolsonaro, Salvini y Le Pen. En España podemos añadir a Pablo Casado, que tan ímprobos esfuerzos realiza a diario por merecer el calificativo.
No son unos cretinos, aunque lo parezcan. Son gente que sabe lo que hace y lo que quiere. Se dirigen a una sociedad hiperdesinformada –una paradoja en la era de Internet y de las nuevas tecnologías– en la que los cretinos somos nosotros. Si se ofende, lea: los que les votan.
“Cada pueblo tiene el gobierno que merece”. Es una frase falsamente atribuida a Winston Churchill, el político con más frases atribuidas de los últimos 200 años. La sentencia es errónea. No existen taras genéticas, sociales, políticas o raciales que impidan a un pueblo ser feliz, elegir a los mejores (o a los menos malos disponibles). Defender lo contrario es xenófobo. No entiende de grises ni circunstancias. Y si lo pensamos, los pueblos eligen bien poco.
Dijeron que los españoles no estábamos preparados para vivir en democracia, que necesitábamos mano dura. Quienes lo sostenían eran franquistas que aspiraban a perpetuarse (y lo lograron; es broma, o no). Se dijo de los países árabes tras el colapso de las primaveras en 2012. En el descalabro de sus ansias de libertad estuvo la mano de Occidente, y la de ‘nuestros’ amigos de la zona, Arabia Saudí. Primaron los intereses: armas, petróleo, gas. Dinero.
Alemania era el pueblo más culto de Europa y provocó dos guerras mundiales, una de ellas tras elegir en las urnas a Adolfo Hitler. ¿Lo merecían? ¿Lo merecía Europa? Es el tiempo histórico en el que tenemos que mirarnos, aprender de los errores y no repetirlos. Unos fueron los asesinos que idearon los campos de exterminio y asesinaron a millones de inocentes; otros, pertenecieron a la generación de los mudos, la que consintió el ascenso de los nazis en Alemania y de los fascistas en Italia. ¿Estamos dispuestos a repetir la cobardía?
Un gobierno fascista en un país importante, y Brasil lo es, nos afectará porque existe el riesgo de contagio. Miren lo que está pasando desde que Donald Trump ganó las elecciones en EEUU en 2016. Es como Casado (pero con más dinero y cañones): consigue cada día superar el despropósito del anterior. El asunto clave es que le votan. Hay un público ansioso de escuchar ese tipo de proclamas. Lo hay en EEUU y Brasil. Y en muchos países europeos. Está pasando en Hungría y Polonia.
Habrá que estar atentos a las elecciones estadounidenses del próximo martes. Las llaman “de mitad de mandato” porque se celebran dos años después de la elección de presidente. Se renueva la Cámara de Representantes y un tercio del Senado, además de los legislativos estatales y una treintena de gobernadores. Trump se juega mantener el control de las cámaras, y renovar, de alguna manera, su condición de imbatible. Un mal resultado podría cambiar el humor político de la nación, eso que llaman el “momentum”.
Los demócratas necesitan el control de todo o de una parte del legislativo para bloquear al presidente. De estas elecciones deberían surgir los precandidatos de la carrera presidencial de 2020. Necesitan mostrar que disponen de banquillo o de lo contrario tendremos Trump hasta 2024.
No hay que ser un gurú para saber que la clave de este oleaje ultra está en la crisis financiera de 2007, devenida en recesión mundial a partir de 2008. Se ha escrito sobre la pérdida de prestigio de las élites gobernantes, de cómo los partidos políticos tradicionales han sido incapaces de dar soluciones a la ciudadanía. Primero, padecieron los socialdemócratas, reducidos a la insignificancia en Italia, Grecia y Francia, y con pérdidas masivas de votos en Alemania y Holanda, entre otros países. Ahora, le toca el turno a la derecha democrática clásica.
Se habla de populismos y se mete en el mismo saco la irrupción de una nueva izquierda, sea poscomunista o verde –que es la que más crece–, y la extrema derecha. Es un error grave. Las nuevas izquierdas vienen a ocupar el espacio dejado por la socialdemocracia que se volvió liberal en los 80 del siglo pasado, y después perdió el norte y los votos. Manuel Valls, uno de los responsables del hundimiento del Partido Socialista en Francia, se presenta hoy reconvertido en catalán alcaldable. Los verdes, pujantes en Holanda y Alemania, incorporan dos elementos que son esenciales a medio y largo plazo: la ecología, muy relacionada con el evidente cambio climático, y el feminismo.
En el primer asunto, el debate se sitúa entre los que lo niegan, como Bolsonaro que va a abrir la Amazonia a la tala, y los que lo denuncian. Los efectos de ese cambio climático jugarán en contra de los negacionistas, y de todos porque solo tenemos un planeta. La sociedad tiene en el movimiento #MeToo un poderoso regenerador, quizá el más importante desde los años 60.
El éxito de Bolsonaro es una consecuencia del éxito de Trump, y de los tejemanejes de su creador, Steve Bannon, inmerso en una cruzada ultraconservadora para extender los valores del supremacismo blanco en Europa y América Latina, y donde pueda. Mientras que la mayoría nos distraemos con las bufonadas tuiteras de Trump, el rodillo ultra trabaja en el desmonte del Estado bienestar y de cualquier regulación que dificulte el negocio. El peligro de Bannon es su brillantez. Y que el discurso cae en un campo abonado por la crisis económica y la ignorancia.
Las redes sociales son un caballo de Troya. La consecuencia de la aparición de Internet, y de la torpeza con la que fue recibida en muchos medios de comunicación tradicionales, ha destrozado el canal clásico de transmisión de noticias verificadas y lo que entendemos por hechos.
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Por las redes fluyen bulos, mentiras, propagandas y verdades sin que nadie sepa cómo distinguirlas. En ese magma crecen los Bolsonaros que colocaron el bulo de que su contrincante Fernando Haddad quería legalizar la pederastia. El número de personas que se nutre informativamente en Facebook e Instagram es cada vez más elevado. Para ellos, la realidad es lo que está en esas redes sociales.
El nuevo fascismo es un tumor incrustado en el sistema neuronal de la democracia, no busca sustituirla porque puede cumplir sus objetivos sin renunciar a unas elecciones. Nos dirigimos a dictaduras con la apariencia de democracia, con oposiciones anuladas y divididas que, en la mayor parte de los casos, no representarán una amenaza. El nuevo parlamento son los mercados, una entelequia sin rostro que no es otra cosa que el instrumento de los superricos para ser cada vez más ricos sin importarles la pobreza generalizada ni el daño medioambiental.
Antes de caer en la melancolía, un poco de Pepe Mujica, ex presidente de Uruguay hasta hace un par de días. Elevado a icono de la izquierda porque permaneció fiel a sus principios, no enloqueció con las pompas y los dineros al transitar por las estancias del poder. Salió de la presidencia rico en tolerancia y sabiduría, como Nelson Mandela. Son hechos extraordinarios en un mundo en que todo se compra y se vende. Tras la victoria del ultra brasileño, dijo: “La vida es una lucha permanente con avances y retrocesos. No es el fin del mundo. Debemos aprender de los errores que hemos cometido y volver a empezar. No hay derrota definitiva”. Toca luchar. ¿A qué esperamos?