Caminar en tiempos de levadura

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Este jueves estuve en un tanatorio, la casa donde vive la muerte , esa multitud de salas de conciertos que combinan el silencio profundo con el tañer de cuerdas vocales en forma de consuelo, de recuerdo y lamento… Esa cadencia de sollozos y risas. De risas, sí, que con la muerte también baila el humor.

El tanatorio está pegado a la pradera de San Isidro, el duelo junto a la fiesta, la despedida vecina de la romería y el verdor de la hierba combinado con la oscuridad del edificio que contiene el luto. Un enclave perfecto, qué bien escogido para recordarnos que somos tanto lo uno como lo otro.

“La vida y la muerte bordada en la boca”, como la Merceditas de Serrat, la del guardarropa que traía por la calle de la amargura a Curro ‘el Palmo’… así las llevamos todos, bordadas en el cuerpo y en la mente, solo que no queremos saberlo.

Es necesario olvidarse de la muerte para poder vivir, si no, no hay manera. Pero conviene, a ratos, acordarse de ella para que no nos olvidemos de lo importante, que se nos va la olla y la cacerola…

Ayer, mientras acompañaba a una de las personas más queridas de mi vida en la despedida de otra de las que más quiero, con esa tortura de distancia social en el peor de los momentos, cuando todo lo que necesitas y quieres dar es un abrazo, la vida y la muerte paseaban y corrían junto a nosotras.

Era la franja del paseo y el deporte y había de todo: quienes caminaban esquivando a los otros, para cuidarse y cuidar de los demás, y esos otros que se arrimaban sin reparos y esparcían con alegría sus gotas de Flügge en el ambiente, como un spray de inconsciencia, como si “ahora” todo fuera igual que “antes”.

“La gente no sabe caminar”, dice Rebeca, mi amiga del alma, experta en construir sentencias para imprimir en camisetas. Se refiere a lo difícil que es abrirse paso, en estos tiempos, en los que una caminata es de las experiencias más apasionantes que podemos permitirnos.

Esas Apps de salud de los smartphones, además de contarnos los pasos, deberían contabilizar nuestros tramos de dribling o convertir el regateo de irresponsables en deporte olímpico.

El lunes, este país en el que tratamos de vivir, se enfrenta a los próximos cambios de fase y a mí me da un poco de miedo. No es que la mayoría no lo haga bien, es que si el que viene de frente va sin luces y sin frenos, te lleva por delante.

Para complicar más la yincana, nos toca dar la talla de la responsabilidad en tiempos de levadura, esa que está haciendo subir el bizcocho de la mala leche, peligrosamente. Que como nos explote en la cara, será tarde, nuestra convivencia quedará reducida a algo requemado y hecho migas. No va a haber papel higiénico para limpiar tanta mierda.

A mí ese pastel relleno de odio que unos idean y otros se apuntan a cocinar, se me hace bola, que no me lo hagan tragar, ya soy mayor para elegir lo que quiero comer.

Para mi querida beatlemaniaca, qué suerte caminar contigo, incluso cuando nos toca chocar de frente con el dolor.

Este jueves estuve en un tanatorio, la casa donde vive la muerte , esa multitud de salas de conciertos que combinan el silencio profundo con el tañer de cuerdas vocales en forma de consuelo, de recuerdo y lamento… Esa cadencia de sollozos y risas. De risas, sí, que con la muerte también baila el humor.

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