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Vivimos de titulares, los comemos como pipas, uno detrás de otro, sin prestar atención. Nos los tragamos con cáscara y todo. Y si no los buscamos, da igual, nos llegan: a la tablet, al móvil, al ordenador. Sin sal, al punto, extra de sodio…
Estoy saturada de pelar titulares. Con esa sensación inconfundible de lengua dormida. La lengua anestesiada por exceso, tanto que si no fuera por oficio, con la mano en el corazón, qué poquitos titulares me harían detenerme a invertir, ocupar, gastar (a veces, malgastar) en ellos parte de mi tiempo.
Paseaba a mi perra el otro día y un señor de mi barrio, que no es periodista, ni político, ni politólogo, él se dedica a hacer recados varios para sobrevivir, me dio el titular que me hizo parar.
Parar, en el sentido profundo de pararse a pensar. Aquello que sucede cuando al recibir una frase que otro te da, sientes tan fuerte su contenido que necesitas rumiarlo con la razón y con la emoción para poder digerirlo.
"La culpa" fue de Betty, mi perra. Ella es pasional con los afectos, especialmente, con los humanos. De igual manera ladra a algunos desconocidos –disfrazando el miedo de valentía, como tantos hacemos– que sale corriendo al encuentro de sus amigos o amores allá donde estén, para darles besos… con lengua.
Este señor es uno de sus amores. Alguien podría decir que ella lo quiere por interés –es que él, a veces, le da un trocito del fiambre de su bocadillo–. Podría ser, pero no es el caso, ella lo besa siempre, cuando hay invitación y cuando no. Con idéntico ímpetu. Porque lo que le hace feliz es verle y, sobre todo, que él la vea, sentir que él la quiere. Es cariño y atención lo que ella, más que querer, parece necesitar.
Cuando este señor –que es muy alto, por cierto– la llamó, ella fue corriendo a saludarle y saltó. Betty salta que flipas, que flipa todo el que la ve, debe de llevar algún gen de canguro, mi perra es la Sotomayor del mundo canino.
Y en el salto llevaba el beso incorporado, esto no sé si podría ser categoría olímpica, "salto con beso", si lo incluyeran, ella sería medalla de oro…
Un ser que pesa seis kilos y medio y no mide ni cincuenta centímetros de largo, le plantó un beso en la cara a un señor que debe de medir uno noventa y mucho. Y lo hizo de un salto, con la misma facilidad con la que otros lanzan un improperio al aire o un papel al suelo.
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El señor se moría de risa, parecía orgulloso de ser el receptor de aquel cariño efusivo y veloz. Betty va siempre acelerada por la vida, es su carácter, pero con el amor se pasa de revoluciones y cuando lo expresa, resulta tan cómica y tan tierna, que te desarma.
La escena fue linda, por muchas veces que mi perra haga este tipo de demostraciones –las hace a diario– nunca deja de resultarme asombroso y maravilloso asistir a ellas.
Pero lo que la hizo singular, excepcional esta vez frente a otras, fue el "titular" del señor. Ese que me hizo parar, en el sentido profundo de pararse a pensar. Aquello que sucede cuando, al recibir una frase que otro te da, sientes tan fuerte su contenido que necesitas rumiarlo con la razón y la emoción para poder digerirlo. Aquella oración me rasgó como un puñal: "Yo encantado, hace tanto que nadie me da un beso…".
Vivimos de titulares, los comemos como pipas, uno detrás de otro, sin prestar atención. Nos los tragamos con cáscara y todo. Y si no los buscamos, da igual, nos llegan: a la tablet, al móvil, al ordenador. Sin sal, al punto, extra de sodio…
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