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Siglo XX: tengo diez años. Llevo un bolsito de bandolera, dentro una hoja de papel de cuadritos, con el margen rojo a la izquierda, doblada en varios pliegues. Mi madre me ha dicho mil veces que no pierda de vista el bolso. Me lo repetía mientras me echaba colonia en el pelo para hacerme la coleta: “No vayas a perderlo, no tenemos otro papel con eso apuntado y hay que encargarlo hoy, ya lo sabes”.

Llevo manga corta, todavía hace calor, sigue abierto el puesto de los helados. Voy hacia el quiosco de periódicos porque he quedado allí con mi mejor amiga. Paso al lado de mi cole. Empecé ayer las clases, pero tengo “jornada intensiva”, según la seño, yo lo llamo “por la tarde no hay que ir”.

Llegamos al lugar. Abrimos la puerta empujando con todo el cuerpo las dos a la vez. A Merche y a mí nos encanta cómo huele aquí dentro, si vendieran colonia con este olor nos la pediríamos para Reyes.

Saco el papel del bolsito y se lo doy a la señora que está detrás del mostrador. Es una lista de libros, todos llevan un 5 en la cubierta, este curso empezamos quinto de EGB.

Siglo XXI: paso por la librería de mi barrio, veo en el pequeño escaparate mi primera novela. Empujo la puerta, entro a transmitirle a la librera la enorme ilusión que me ha hecho ver desde la calle mi libro junto a otros, me parece un sueño.

Noviembre 2019. Hace justo un año de esta foto.

Así posábamos Ana y yo en Aliana, su librería, la librería gastronómica más antigua de España. Un rincón lleno de historias escritas en papel, regentado por ella y por su hija Arantza, dos generaciones, un mismo amor: los libros.

Aliana abrió hace cuarenta y siete años con libros de texto, cuentos infantiles y una selección esmerada de novela, poesía, teatro y ensayo. Al frente, una incansable lectora, culta e inteligente, Ana Adarraga.

En 1990 la competencia de grandes superficies y centros comerciales hacía difícil el camino y decidió especializarse en gastronomía,sin prescindir de la literatura. Esta fue la segunda vida de Aliana, bueno, la tercera. La segunda comenzó en 1977 –en plena Transición– cuando la librería sobrevivió a un incendio, un ataque de la ultraderecha, reivindicado por el VI Comando Adolfo Hitler.

“El padre de la librera tenía una fábrica de chocolate” parece un título de novela, pero es una historia real. También podría sonar a detalle literario que esta vasca que habla sin adornos y sonríe con franqueza, sea familia de Unamuno, pero es tan cierto como que a sus noventa años la dueña de Aliana sigue teniendo siempre dos o tres libros entre manos.

Ana creció en Hernani, entre la fábrica de chocolate y la pastelería familiar, pero no es dulce, ella es puro cacao, nutritiva, intensa y adictiva. Charlar con esta mujer, escuchar sus reflexiones y su risa, te aumenta los niveles de serotonina en el cerebro.

Hace un año de esa foto, era El día de las librerías, lo celebré comprando una novela para mí y dos para regalar, las tres de Zweig, y charlando a trompicones con Ana y Arantza, que estaban haciendo inventario. Sonreíamos abiertamente para la instantánea, pero el cierre iba por dentro, faltaban dos meses para que Aliana bajara la persiana.

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Este viernes se celebró El día de las librerías. No es un día, son todos, para recordarlas, para recordarlo: las librerías no cierran, las cerramos nosotros, los lectores. Las cerramos cuando dejamos de entrar en ellas, cuando nos olvidamos de aquel olor que queríamos pedirnos por Reyes…

¿Saben? Ana Adarraga es la librera que estaba en el mostrador cuando mi mejor amiga y yo le dimos aquel papel dobladito con nuestra lista de libros de quinto. Es la librera a la que entré a saludar entusiasmada al ver mi primera novela en el escaparate. Hay hilos conductores en la vida que son casi literarios…

Gracias, Ana, Arantza, os echamos tanto de menos. Gracias, libreras y libreros que llenáis los barrios de alma. Y de letras. Y de luces. Luces que encienden el pensamiento, pero no incendian. Y de puertas. Puertas que abren un mundo, aunque haya que empujar con todo el cuerpo…

Siglo XX: tengo diez años. Llevo un bolsito de bandolera, dentro una hoja de papel de cuadritos, con el margen rojo a la izquierda, doblada en varios pliegues. Mi madre me ha dicho mil veces que no pierda de vista el bolso. Me lo repetía mientras me echaba colonia en el pelo para hacerme la coleta: “No vayas a perderlo, no tenemos otro papel con eso apuntado y hay que encargarlo hoy, ya lo sabes”.

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