Asomando la patita

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El Gran Wyoming

La democracia siempre ha sido un sistema que se respeta mientras no moleste.

El poder real, ese que emana del dinero, el que ostenta la unión de las corporaciones que gobiernan este mundo, que ha creado una nueva religión que se llama neoliberalismo y que tiene como artículo primero y único la libertad, entendiendo como tal la vigilancia y lucha contra los estados intervencionistas, que consiste en negar la soberanía de los gobiernos para impedir el expolio de sus conquistas sociales, y la condena del pueblo soberano a una pobreza absolutamente innecesaria, a una explotación de los trabajadores que raya en el feudalismo, y a una asimetría fiscal que permite a las grandes sociedades transnacionales eludir el pago de impuestos, que recae sobre los hombros de los asalariados, ese poder omnímodo, inmisericorde y cruel, arrasa con la esencia de la democracia.

Se da la paradoja de que este sistema llamado democrático convierte al pueblo soberano en testigo de su propia aniquilación a manos de aquellos gobernantes que él mismo elige y que ni siquiera tienen entre sus obligaciones el cumplimiento del programa con el que concurren a las elecciones. Es un sistema incompleto y decadente que ampara la estafa desde el poder. Esa versión del Sistema Democrático provoca que la corrupción se convierta en sistémica y sea atenuada y encubierta por los que deberían perseguirla. La Justicia no puede con ella. Le mete mano, pero no con la contundencia que merecen muchos de los casos por el inmenso quebranto social que causan. En nuestro país hemos visto cómo el rescate bancario se llevaba una parte muy importante del dinero que se resta a necesidades perentorias. El Gobierno se niega a colaborar con la Justicia. Destruye pruebas, niega informes, datos, requisitorias, facturas, evita la acción de los peritos que requiere la magistratura. Sabotea y entorpece su acción cuando afecta al partido al que pertenecen. A veces los fiscales actúan como defensores de la parte juzgada. El Gobierno nombra al fiscal general del Estado que, al dirigir un cuerpo jerárquico, puede ordenar el archivo de casos que, como el de Jordi Pujol en su día, por orden de Eligio Hernández, pasó a mejor vida para ser activado cuando interesó a los mismos que en su día lo cerraron porque CiU se metió en la cosa de la independencia de Cataluña.

Según conversaciones telefónicas grabadas al ministro de Interior, éste parece alardear de tener fiscales a su servicio. Así estamos. Los máximos representantes de la judicatura y del poder judicial son nombrados por políticos. El presidente del Tribunal Constitucional era militante del PP, dato que ocultó a los que tenían que aprobar su nombramiento. Preside el Tribunal Constitucional a pesar de mentir para acceder al cargo. Todo vale.

Los grupos xenófobos, de extrema derecha, no tienen problemas para concurrir a las elecciones con los demás partidos, o incluso ganarlas y tomar posesión de la presidencia. No hay filtro que impida a los enemigos del Sistema Democrático participar en el mismo para desmontarlo desde dentro.

En España se aprobó una ley conocida como Ley de Partidos para impedir “que un partido político pueda, de forma reiterada y grave, atentar contra ese régimen democrático de libertades, justificar el racismo y la xenofobia o apoyar políticamente la violencia y las actividades de las bandas terroristas”. Se hizo para ilegalizar a la izquierda abertzale y sus diferentes ramificaciones. Fue una ley a la carta con ese único fin. La excusa, la de siempre: perseguir actividades terroristas, coartada que sirve para restringir las libertades cada vez que conviene, y metieron al racismo y la xenofobia de rondón, para que no se diga, siempre queda bien, como si les importara algo esa cuestión a aquellos que ordenaron disparar bolas de goma a personas que se estaban ahogando y, además, consintieron la denegación de auxilio de la patrullera que intentaba evitar su llegada a tierra y lo consiguió viendo como aquellos pobres hombres se sumergían para siempre bajo las aguas a escasos metros de la orilla. Se negaron los hechos y sólo las grabaciones de las cámaras que estaban allí dejaron constancia del grado de humanidad, de la categoría moral de estos seres que nos gobiernan. Sacan una ley para impedir estas grabaciones y operar en la impunidad. Lo llaman democracia.

Ahora bien, como surja una fuerza que se oponga a la expansión de la riqueza por encima del bienestar de los ciudadanos y que esté dispuesta a legislar contra maniobras que provoquen irremisiblemente la pobreza de un sector amplio de la población, o que generen una catástrofe en la salud pública, entonces se crea un conjuro que la democracia no prevé para destruir esa formación. Ya no se respeta la libertad de los ciudadanos para decidir por quién quieren ser gobernados. La primera obligación de estos neoliberales es exterminar a esos populistas de extrema izquierda que elige el pueblo soberano. Hacia él dirigirán su artillería, sus servicios opacos dependientes de la policía, y los medios de comunicación que, previamente, han comprado a pesar de ser un negocio ruinoso.

Todo este espectáculo que ha dado el PSOE este fin de semana a raíz del anuncio por parte de Pedro Sánchez de que iba a intentar formar una opción alternativa al gobierno del PP es el paradigma de esto que afirmo.

Una vez más se ha echado por tierra la voluntad democrática de elección de sus candidatos de la que tanto alardean, en contraposición con el PP que elige a su secretario general a dedo. Ellos lo eligen democráticamente y si no sale la candidatura oficial, la anulan. El caso de Borrell, que hizo campaña a su aire, en algún caso dando un mitin en la calle porque le negaban la entrada en la sede local del partido, y ganó, ha vuelto a ser recordado. También apareció Tomás Gómez, silenciado durante estos meses, elegido por la militancia y apartado por la dirección. Vino a demostrar que el que ríe el último ríe mejor.

El defenestrado secretario general olvidó que esto del PSOE, por más que se empeñen en disfrazarlo de partido que respeta la democracia interna, es una empresa familiar. Es mucho más grave engañar a Felipe González en una cena privada, que engañar a la militancia, los medios de comunicación y por extensión a todos los españoles. Y dice Felipe, en un acto de humildad que le engrandece, que no es dios. Todos los saben, pero él convierte esa afirmación en un acto de renuncia. Pues ya puestos yo voy a revelar un secreto: no soy Einstein.

Nunca, en ningún momento, en todos estos meses se le ha oído decir a Pedro Sánchez que se iba a abstener en la investidura de Rajoy, ni siquiera como posibilidad. ¿Por qué no salió entonces Felipe González denunciando el engaño de que había sido objeto? Porque mientras Pedro Sánchez mienta a todo el mundo para conseguir apoyo de los ciudadanos, pero se guarde un comodín en la manga para perpetrar el engaño cuando llegue el momento, cuando nadie pueda evitarlo, todo va bien. Él sabe mucho de eso. Ya lo hacía antes de la Transición cuando se negaba a colaborar con los diferentes grupos de la oposición a la dictadura porque no quería contraer compromisos con la izquierda de este país que le pudieran pasar factura cuando llegara a gobernar. Eran los tiempos en los que viajaba en el avión de Carlos Andrés Pérez, presidente de aquella Venezuela idílica, la que mató a dos mil ciudadanos en una sola noche, y que murió en el exilio huyendo de la justicia por corrupto. Siempre lo defendió. El día de su muerte escribió un panegírico como si hubiera sido un político ejemplar. También contaba con el respaldo de Willy Brandt, a la sazón presidente del PSD y canciller de Alemania. Aprendió cómo se hace la política moderna en aquellos tiempos y, sobre todo, cómo servir a los intereses del poderoso mientras se denuncia lo contrario públicamente. Su aversión a la izquierda era terrible y su anticomunismo enfermizo. Esa labor rindió sus frutos. Ha conseguido ser alabado por la prensa de la extrema derecha como un estadista ejemplar. Esa prensa que condena y difama a tanta gente decente. Algo habrá hecho mal. A pesar de definirse como un jarrón chino que nadie sabe dónde poner, dicta las consignas que reciben con entusiasmo sus compañeros de Andalucía para evitar devaneos concupiscentes con la izquierda de este país, ordenando la toma de Ferraz desde su atalaya de semidios.

En sus tiempos estas cosas no pasaban. Tenía a Alfonso Guerra ejerciendo de comisario político dentro del partido, en aquel tiempo en el que “el que se movía no salía en la foto”. Una autoridad incuestionable que no consentía la menor réplica, nunca tuvo disidencia interna, ni siquiera con el 23F, donde todo se tapó y quedó como el capricho de un guardia civil loco al que se le fue la olla. Borraron todas las conversaciones telefónicas que se hicieron desde el Congreso aquella noche para que nunca pudiéramos saber la verdad. Todo se empezó a complicar cuando se pelearon por cuestiones de corrupción. Alfonso tuvo un hermano, Juan, que se enriqueció muy rápido y fue usado por la oposición para atacar al partido. Obligaron a dimitir a Alfonso. Nunca lo perdonó. Fue un disidente en la sombra, pero sin dejar el partido y cobrando todos los meses de su vida como diputado.

Esta pareja de socialistas ejemplares volvieron a saltar a la palestra cuando apareció la competencia que representaban los movimientos ciudadanos. Felipe, para denunciar los escraches como maniobra del nazismo y Alfonso, para cuestionar el amplio eco que le daban los medios de comunicación al que él llamaba El Coletas, pretendiendo que silenciaran una fuerza política emergente en un Estado de derecho donde debe prevalecer la libertad de expresión. Estas maneras delatan.

Las puertas giratorias también tienen un precio que, ese sí, pagamos todos, a diferencia de Hacienda según versión de aquella memorable abogada del Estado dando la cara por la infanta Cristina en sede judicial, a la que exponía como un ejemplo de ciudadana que tributa.

No hay que marear tanto la perdiz. Las posibilidades son las que son. Si el PSOE no quiere gobernar con la izquierda ni con los nacionalistas, sólo le queda una posibilidad: una alianza por acción u omisión con el PP. No hay más.

No es una crisis de la izquierda. Han salido a la calle a hacer su trabajo. No es otro que evitar el cambio necesario que dé algo de oxígeno a los ciudadanos. La situación es dramática.

Tal vez haya llegado la hora de que el PSOE se defina, se sincere con sus militantes y deje paso a un partido socialista que esté del lado de los ciudadanos.

La democracia siempre ha sido un sistema que se respeta mientras no moleste.

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