Noticias felices en aviones de papel

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Juan Marsé acaba de publicar una novela breve. El escritor barcelonés es una parte decisiva de mi biografía como lector. Sus quimeras de posguerra, sus niños obligados a los sueños como consuelo de una realidad hostil y su ciudad llena de supervivientes han marcado mi imaginación y mi melancolía. En la pantalla blanca y negra de un cine de barrio, he aprendido a negociar con el hambre, la mentira, la prepotencia y la zafiedad del totalitarismo. También he convivido con las ilusiones modestas, las bellas lealtades, las insistencias del deseo, las calles pobres y la bondad humana.

Entro en la librería a buscar Noticias felices en aviones de papel (Lumen, 2014). Siento una alegría nerviosa, una extraña y enérgica felicidad que me devuelve a mi juventud. Entonces me temblaban los ojos en busca de un libro de Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral, García Hortelano o Sánchez Ferlosio. No soy más que eso todavía, un lector apasionado, pero los años desgastan la energía capaz de confundirnos de manera inocente con la vida. De ahí que agradezca tanto la felicidad íntima que me provoca el libro de Marsé. Se publica en una hermosa edición, ilustrada por María Hergueta con mano figurativa, elegante y pacífica.

Es la misma felicidad que veo en los ojos de mi hija pequeña cuando la acompaño a una tienda para cambiar de móvil. Por eso me siento anacrónico en la librería. Anacrónico y feliz. Bastante difícil es cumplir años, aprender a bailar con las desilusiones del cuerpo y los achaques del alma, como para cargar también con el peso de la indignidad. Nada tan patético como un viejo con camisas de colorines adolescentes, un dinosaurio ye-yé o una flamante capa de pintura sobre un edificio en ruinas.

Cuando oigo algunas conversaciones y veo algunos espectáculos, me confirmo en mi derecho a ser una estación tardía, en mi voluntad de no negar mi anacronismo. Quizá respondo a la desconfianza en el presente, una melancolía reaccionaria, pero también se trata de una forma honrada de respetar a los jóvenes, de no intentar la ocupación de su lugar, robándoles –además– las lecciones que como viejo me han dado los años. Un tanto por ciento de anacronía es algo digno y útil para todos en estos tiempos de prisa, pérdida de memoria y vértigo especulativo.

Estoy hablando de política, de mí y de la novela de Juan Marsé. El argumento sitúa una historia y unas imágenes propias de la alta posguerra en la Barcelona de finales de los años 80. Pero es que vivir es negociar con el pasado, es aclararnos con la sombra que deja nuestra espalda al caminar. La sombra forma parte de nosotros y llega a convertirse en la razón de lo que ven nuestros ojos. Ahí, en esa esquina, está la fotografía del tiempo que pasa y vuelve y no pasa.

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La vida reúne a la señora Pauli, una judía polaca que huyó de los nazis y acabó como bailarina en las revistas musicales del Paralelo, y a Bruno, el hijo adolescente de un matrimonio separado. El padre es un hippy. ¡Cuidado! Pocos escritores pueden ser tan perversos como Marsé a la hora de dibujar la figura ridícula de un personaje cualquiera, más aún de un hippy trasnochado. Pero un padre es un padre, un pasado es un pasado, conviene no negarlo, y Bruno deberá tomar conciencia de la responsabilidad de su historia, de su sombra, aunque intente alejarse de ella, hablarle de usted y escudarse en el desprecio.

Aprenderá la lección gracias a las locuras de Hanna Pawlikowska, la señora Pauli, una vieja que sale al balcón todos los días para lanzar aviones de papel con noticias felices. Esos aviones no aterrizan en la Barcelona de los años 80, sino en otra ciudad, en otro tiempo necesitado de esperanzas modestas, y de alimentos, y de miradas compasivas, y del abrigo de una melancolía que tiene su propia verdad y su propia experiencia del mundo.

Quizá leer sea ya una anacronía. Llegan poco a poco las Navidades. Las escaleras mecánicas de las grandes superficies se llenarán de gente en busca de regalos, es decir, de videojuegos, móviles, tabletas, esa colonia tecnológica que marca el olor de nuestro mundo. Si se atreven ustedes a ser anacrónicos, harán bien en regalarse y regalar este cuento de Navidad que ha escrito el maestro Juan Marsé. Bendito sea el pasado.

Juan Marsé acaba de publicar una novela breve. El escritor barcelonés es una parte decisiva de mi biografía como lector. Sus quimeras de posguerra, sus niños obligados a los sueños como consuelo de una realidad hostil y su ciudad llena de supervivientes han marcado mi imaginación y mi melancolía. En la pantalla blanca y negra de un cine de barrio, he aprendido a negociar con el hambre, la mentira, la prepotencia y la zafiedad del totalitarismo. También he convivido con las ilusiones modestas, las bellas lealtades, las insistencias del deseo, las calles pobres y la bondad humana.

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