Aprender a despedirse Helena Resano

El prestigio de lo latente sobre lo patente y una máxima bobalicona atribuida al autor de ‘Rebelión en la granja’ han creado un periodismo que cree que la indiscreción es en sí misma una virtud.
Dado que el nuestro es oficio, no profesión, ha venido siendo difícil concretar mañas y propósitos para nuestras labores, de modo que, en tanto trabajadores de una actividad bastarda, históricamente puesta en pie por advenedizos y canallas, nos hemos ido solazando con sentencias rimbombantes sobre lo que es y lo que no es periodismo. Ryszard Kapuściński fue uno de los que más empeño puso en convertirse en un santón de la cosa y llenó sus textos de solemnes definiciones morales que, quien más quien menos, hemos usado para salpimentar nuestros textos y darnos pisto. En realidad, el único útil de sus muchísimos proverbios es el que sentencia que “para ser buen periodista es imprescindible ser buena persona”, cosa que es muy cierta, si bien aplica igualmente a los albañiles, los artistas, los guardias de tráfico, los subsecretarios de Estado y los pasantes de notaría.
Mi favorita –seguramente porque me he desempeñado con inmerecida fortuna en el periodismo político, el económico, el cultural, los sucesos, el científico y el de tribunales– se le imputa a Indro Montanelli, aunque no hay una referencia de atribución clara, y sanciona que “un periodista es un océano de sabiduría de un centímetro de profundidad”. Alude al ser de la cosa y no al deber ser, de modo que es una alegoría hermosa y cabal al tiempo que evita el ánimo redentor y moralizante que demasiado a menudo se aprecia en las sentencias sobre el oficio.
Los más entusiastas productores de mandamientos periodísticos han sido los reporteros de guerra y corresponsales en el extranjero en general, empapados de una épica profesional que los ha convertido en el paradigma de un oficio en el que, en realidad, su producción y sus artes son mucho más excepción que regla. Dar los precios del mercado de ganados, la previsión del tiempo, el programa de los festejos patronales, el costo y plazo de las obras del nuevo cruce en la carretera general, informar de las novedades musicales o cinematográficas, de la exposición temporal de la sala de arte, explicar el accidente múltiple en la autopista, los horarios de los cortes de las calles por la carrera popular dominical, la fecha en que abren las piscinas municipales, el nuevo fármaco para la prostatitis o dar cuenta del hallazgo arqueológico en el yacimiento son tareas primordiales y ordinarias del periodismo. Estas y otras trivialidades, indispensables para una audiencia informada y una sociedad civilizada y funcional, constituyen el grueso de lo que es el objeto del periodismo. Pero como las máximas las emiten quienes se bañan en la política, la geopolítica y la guerra, es decir, quienes giran alrededor de los fenómenos de poder, nos asaetean con tremendismos sobre el periodismo y sus deberes para con la justicia universal y el progreso del mundo.
A George Orwell, corresponsal de guerra que se cayó del caballo más veces que San Pablo, se le atribuye una de las más bobaliconas y pretenciosas sentencias sobre los deberes del gacetillero: “Periodismo es publicar lo que alguien no quiere que se publique; lo demás son relaciones públicas”. Por ser rigurosos, la frase se le atribuye, pero son muchos los que creen que en realidad es de Alfred Charles William Harmsworth (Lord Northcliffe), Malcolm Muggeridge y hasta de William Randolph Hearst, uno de los mentirosos acreditados de este negocio. Da igual quién es el culpable de la sandez, el caso es que es patente de corso para todos los entrometidos que creen que el oficio tiene el menester de violar las cortesías de la prudencia, la distancia y la buena educación para narrar lo latente, lo privado, como si en ello se contuviera una verdad última, incontrovertible y de imprescindible conocimiento para el público.
Por lo conocido hasta ahora de las conversaciones privadas entre el presidente y su número dos, que ratifican todo lo que ya era público (…), el valor es meramente el de la conversación de patio interior, tendiendo la colada
Y a veces es cierto, tras lo aparente se esconden comportamientos y procesos espurios que han de ser denunciados y expuestos a la luz pública por higiene democrática, como la petición del presidente Mariano Rajoy al tesorero de su partido, Luis Bárcenas, para que mantuviera la boca cerrada. Pero a menudo, no. El caso de las comunicaciones privadas entre el presidente del Gobierno y su exministro de Transportes y secretario de organización del partido es un ejemplo palmario (por lo que sabemos hasta ahora) de cómo aquello que pertenece al ámbito privado, una vez expuesto, resulta irrelevante. Porque lo velado, para tener importancia en términos de afección de la res publica, debe establecer, en su revelación, un conflicto evidente con lo público, debe desmentirlo y ese desmentido ha de tener alcance. Si no es así, como en este caso, hablamos de otro tipo de periodismo, también importante y popular, pero incardinado en la crónica social y los chismes, un abandono poco ejemplar que a todos nos regocija.
Pero además, como señaló con acierto nuestro particular Savonarola, pluma y Espada del oficio –si al lector le asaltara la duda de si Arcadi va a aparecer por este púlpito todas las semanas, la respuesta es “muy probablemente”, pues nadie nos ha dicho tantas veces que lo hacemos todo mal en los últimos treinta años–, el prejuicio de que en las comunicaciones privadas nos conducimos con más sinceridad que en las públicas no solo no está ratificado por evidencia alguna sino que hay motivos sobrados para deducir que muy probablemente es al revés. Si bien Espada descubrió esta grieta con el peor motivo, para defender la integridad del Francisco Camps que “quería mucho” al Bigotes, el argumento era certero. Cuando alguien se pronuncia en público, y más si desempeña un cargo institucional, se debe a la corrección formal y también habla desde la consciencia de que cuanto diga será sometido a escrutinio. En cambio, en las comunicaciones privadas, uno puede desplegarse con la hipocresía necesaria para agradar al interlocutor o, llegado el caso, con la mendacidad perentoria para tranquilizar a una madre.
Después de todo, este mundo dicotiledóneo, donde la intimidad y la sociedad existen en planos separados, es una conquista de las mismas burguesías que impulsaron las revoluciones democráticas, una fortaleza levantada por el liberalismo frente al Antiguo Régimen, y suspenderlo es sobre todo un menoscabo de los reaseguros de las libertades civiles. De ahí que el secreto de las comunicaciones fuera uno de los primeros derechos consagrados en las democracias. Y el periodismo honorable sabe que para violentarlo ha de armarse de razones.
De modo que, por lo conocido hasta ahora de las conversaciones privadas entre el presidente y su número dos, que ratifican todo lo que ya era público, tanto en sus relaciones con el resto de su partido como en lo relativo a operaciones públicas como el rescate de la aerolínea Air Europa, el valor es meramente el de la conversación de patio interior, tendiendo la colada, y ni siquiera hay que concederles a las revelaciones el membrete de brotar de una sinceridad singular. “Lo que alguien no quiere que se publique” no solo no es noticia de alcance político per se, sino que, como vemos, muy a menudo hay buenos motivos para que no se publique. Concluyendo, a veces, violentar la intimidad no dice gran cosa de la política y dice demasiado del periodismo. Y confirma, de acuerdo con el principio de parsimonia, que habitualmente lo evidente es más verdadero que lo subyacente. Como bien sabe Carlos Mazón.
Lo más...
Lo más...
LeídoLa novela española en la Historia
El poema en el lugar del corazón
Juegos de espías en el paraíso (fiscal)
TintaLibre