Extranjeros de todo

“Nos movemos en su mundo, pero es su mundo. No puedes vivir con ellos, te quedarás atrás. Si basas este trabajo en el dinero, solo serás miserable, porque nosotros no ganamos tanto. Nunca lo hemos hecho ni lo haremos”. Se lo dice el director de The New York Sun, Bernie White, a la subdirectora Alicia Clark, cuando esta le pide un nuevo aumento de sueldo aduciendo los altos costes de la vida social neoyorquina, inherente a su puesto. Robert Duvall y Glenn Close protagonizan esta escena memorable, en la comedia de Ron Howard The paper (detrás de la noticia) (1996), reveladora de la condición intrusa del periodismo, un oficio de habitantes de la vida de otros, una ocupación de quienes asumen ser extranjeros desenfadados en todas partes.

No todos los oficiantes se sienten cómodos en los zapatos de forastero que exige el desempeño, rodeados siempre de los protagonistas y obligados a no serlo, convidados de piedra del mundo donde pasan las cosas. De ahí que se produzca a menudo ese contagio de pensarse comensal de salones que son de otros. Alicia Clark frecuenta fiestas benéficas con tacones de vértigo como cualquier plumilla de medio pelo de aquí puede charlar amigablemente con un rey y un gobierno entero en la fiesta de la Pascua Militar. La urgencia de sentirse partícipe no es mera ambición de escalada social –que también–, pues la vivimos de igual modo en los lugares aciagos, en el territorio de la marginación o el genocidio. El corresponsal de guerra y el reportero de los márgenes suelen padecer esa corrupción sutil, un orgullo latente que se delata cuando se encarnan en la autoridad moral de las víctimas de lo infame. Como si contarlo fuera padecerlo. Es idéntica la vanidad que subyace al hecho de sentirse paseante legítimo de las alfombras persas, donde todo se decide, y de los barrizales infectos donde se amontonan los sin nombre.

No todos los oficiantes se sienten cómodos en los zapatos de forastero que exige el desempeño, rodeados siempre de los protagonistas y obligados a no serlo, convidados de piedra del mundo donde pasan las cosas

Esa rebelión de quien no puede asumir que nunca podrá pagar los canapés que tan a menudo saborea explica por qué en el periodismo político, a poca influencia que uno gane con los años, la tentación es asumirse actor político y empezar a reñir a la realidad para dirigirla. En España, los periodistas ya activos a finales de los setenta tuvieron que comprometerse con la transformación política del país, adquiriendo un papel central en el proceso de transición, más como actores políticos que como narradores, y desde entonces nadie ha conseguido convencerlos de que debían echarse a un lado y dedicarse a contar en lugar de dictar. Ni siquiera el obligado relevo generacional, al que se han resistido fieramente, a veces con patética intensidad y ridículo, cual Dirk Bogarde maquillado y teñido respirando con dificultad en una hamaca de las playas del Véneto, mientras se engaña pensando que la promesa de juventud y belleza de Tadzio lo concierne.

A esos vicios unimos otros relacionados con la importancia. Al cabo, se nos antoja que nuestro nombre y cometido será tan relevante como aquello de lo que dé cuenta, lo que se traduce en que tendamos a la hipérbole. Al igual que es conocido el eventual caso de bomberos forestales que inician fuegos por hacerse necesarios, no es extraño que nuestras crónicas tiendan a enlucir de histórico aquello que no lo es tanto y que cada semana en nuestro quehacer informemos de los tremendos acontecimientos a que estamos convocados mañana mismo o, como mucho, pasado mañana. Como si la humanidad se jugara la vida a una carta cada día, en un match point agónico e inacabable.

Ese ademán de categoría conduce a que prestigiemos lo latente sobre lo patente, más ahora que el mundo se ha vuelto obsceno, que todo salta a la vista. Vivimos un presente en taparrabos que ofende al buen gusto y a la inteligencia, por eso maliciamos designios sofisticados, inventamos ropajes donde solo hay grosería y tendemos a envolver a los idiotas en meditadas segundas intenciones, de largo alcance y gran ambición, de las que con toda probabilidad carecen. En eso, mejoramos el paisaje sicalíptico dotándolo de coartadas viles, porque nosotros, como ustedes, también preferimos pensar que el mundo es más malo que bobo, aunque los hechos desmientan nuestro adorno, con frecuencia de forma ostentosa. Después de todo, siempre hemos estado convencidos de que el mal es algo serio mientras que la estupidez solo es un tremendo inconveniente.

En la vida y el mundo a nuestro alcance pasan pocas cosas formidables o trascendentes, y la mayoría de las que amenazan con serlo acaban deshilachándose en avatares cotidianos. Unas frases del novelista Richard Ford nos llaman al orden: “Lo que uno ve es más o menos lo que hay y (…) la vida se nos entrega vacía. Así, si bien la importancia pesa mucho, es lo máximo que hace. El sentido oculto casi no existe”. Esa es otra de las certezas con las que los del oficio debemos poner en salmuera nuestra inclinación a las mayúsculas.

A eso nos conjuramos. A vigilar, narrar y redimir todo ese patetismo nuestro, hermoso y decadente, risible y heroico, ridículo y memorable, como ocurre con toda ilusión de advenedizo –ansia de los inmortales menesterosos de la literatura, del Phillip Pirrip de Dickens al Jay Gatsby de Fitzgerald–, dedicaremos esta bitácora semanal sobre nosotros, los intrusos, impostores menesterosos en los palacios y entrometidos pudientes en las chabolas, a dar parte semanal de lo que de admirable y patético hay en la condición confusa y maldita de quien, consciente de su irrelevancia, disfruta del privilegio de asistir a lo que tiene importancia y también a lo importante.

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