
De los mayúsculos y los minúsculos
El periodismo político ha heredado uno de los peores vicios de la historiografía clásica: interpretar la realidad de las sociedades complejas como un predicado de la acción de los dirigentes.
Todos los periodistas deberíamos tener presente la importancia de la gramática y la sintaxis, bastidor que sostiene el sentido de cualquier información, desde nuestra más tierna condición de meritorios o becarios lanzados al mercado laboral. Y, sin embargo, ocurre que lo más común, tras celebrar con benjamines el día que nos deshicimos de la asignatura de Lengua, es que nos demos cuenta demasiado tarde del valor categorial de distinguir sujeto de objeto y de atributivo, objeto directo de objeto indirecto y la conjugación en indicativo de la de subjuntivo.
Supongo que, en este punto del discurso, a los leístas –que son, a ojo de buen cubero, entre el sesenta y el ochenta por ciento de la población del país (incluida la Real Academia de la Lengua, que renunció a censurar esa patada al idioma porque, sospecho, los propios académicos no acababan de entenderlo)–, a los leístas, decía, les estará estallando la cabeza, porque están como para hilar fino ellos con los objetos directos y los indirectos. Y sin embargo, parte de la derrota de autoridad de este oficio bastardo es que desconocemos que entre “entrevistarlo” y “entrevistarle” se dirime el respeto que nos tienen los mandamases.
Apenas caímos de la burra cuando nos lo explicó Steven Pinker en artículos y libros airados, agarrándonos por las solapas de la chaqueta con sus rizos venteando: si no te defiendes con solvencia en el análisis sintáctico y en la gramática, es absolutamente imposible que tengas una comprensión profunda y cabal del complejo mundo contemporáneo.
La frase, mil veces repetida, se ha convertido en un meme, pero eso no le resta un ápice de verdad: “los humanos somos lenguaje”. Más que ninguna otra diferencia con el resto de animales –pulgares oponibles incluidos, por más que la exconsejera Salomé Pradas aún se los contemple con asombro–, este chimpancé trasquilado que somos se ha elevado sobre el resto de probaturas biológicas de la evolución por la extraordinaria sofisticación de nuestro modo de comunicarnos.
Así que la única forma de desencriptar “lo que ocurre” (que es la forma distanciada con la que solemos referirnos a “lo que hacemos los humanos”) ha de pasar por desarrollar unas determinadas competencias en el manejo de la lengua y, más aún, disponer de una comprensión clara de las estructuras de articulación sobre las que depositamos los sustantivos, los verbos y los adverbios. Esa es la razón por la que la malversación del lenguaje (por ejemplo, llamar “limpieza étnica” a los “exterminios racistas”, o llamar “el problema de la inmigración” a la “libertad de movimientos de los pobres”) es algo más que una cuestión de estilo o lucimiento y, como vemos ya por todas partes, amenaza hoy con destruir la civilización humana y convertir nuestras catedrales y universidades en una montaña de escombros.
(...) la malversación del lenguaje (...) es algo más que una cuestión de estilo o lucimiento y, como vemos ya por todas partes, amenaza hoy con destruir la civilización humana y convertir nuestras catedrales y universidades en una montaña de escombros
Estos párrafos de arrebato pinkeriano que me he permitido son la imprescindible pista de aterrizaje para argumentar aquí y ahora que el periodismo, maña precaria de redacción provisional de la historia, ha heredado de los nobles historiadores su mayor vicio y distorsión: contar los acontecimientos de las bandas, tribus, cacicazgos, reinos, imperios y Estados –tal es el flujo, grosso modo, de la evolución de la especie (y, efectivamente, en él no pintan nada ese ectoplasma llamado “naciones”)– como si fueran el fruto directo y dirigido de la voluntad y acción de líderes, jefes, caciques, reyes y políticos, respectivamente.
Es justo reconocer que los historiadores, para que los sigamos tomando en serio, hace mucho que asumieron la perentoriedad de superar ese enfoque individualista e introducir en él variables menos contaminadas del peso romántico de lo subjetivo (un rey al que le duelen los pies o un papa al que le hace tilín un novicio, por ejemplo) y están más pendientes de los muchísimos elementos objetivos que han ido esculpiendo el mar de fondo de las sociedades como son el clima, las pestes, los avances científicos y tecnológicos, los inacabables azares y, por encima de todo, los humores sociales.
Si estos últimos ya pesaban tanto en la era predemocrática como para que la obra más famosa de Nicolás de Maquiavelo, El príncipe, fuera un manual de uso y trato a los súbditos para que los reyes no acabasen lanzados por una turba desde un torreón, no cuesta mucho imaginar cómo ha variado el peso de uno y otro, mandatario y plebe, cuando el primero tiene que suplicar la renovación del contrato al segundo cada cuatro años; dícese, en democracia.
Para que se me entienda, esa clásica fantasía moral sobre un eventual viaje al pasado para matar a Adolf Hitler cuando aún era un bebé puede ser divertida como pasatiempo ético, pero obedece a una interpretación fantasmagórica de la historia. Es altamente improbable que la muerte prematura del pintor austriaco nos hubiera ahorrado una sola gota de sangre o un solo barril de Zyklon-B. Por expresarlo de forma llana, el nazismo es el sujeto y Hitler el predicado, y no al revés (¿ven para qué sirve la sintaxis?). Por eso, antes de que el führer empezase a tener sueños húmedos con el Reich de los Mil Años, por estos pagos ya teníamos a un generalito con voz de vicetiple propugnando que rezar la novena nos volvería a convertir en el más grande imperio que la historia hubiera conocido. Que no es lo mismo, pero es igual.
Los periodistas contribuimos a poner a los cargos políticos en el sujeto y por eso Felipe González cree que inventó la España moderna, José María Aznar piensa que inventó el neoliberalismo y Pablo Iglesias está convencido de ser uno y lo mismo con el 15M
Los políticos no hacen las épocas, las épocas hacen a los políticos. Los movimientos de la historia los fabrican las sociedades, con sus volubles costumbres, querencias, humores e inventos.
Los periodistas contribuimos a poner a los cargos políticos en el sujeto y por eso Felipe González cree que inventó la España moderna, José María Aznar piensa que inventó el neoliberalismo y Pablo Iglesias está convencido de ser uno y lo mismo con el 15M. La mejor virtud de un político siempre es interpretar de forma perspicaz los humores y vicisitudes de su sociedad en un momento dado. Los citados, por ejemplo, acertaron a entender y encarnar vendavales de cambio y se convirtieron por eso en intérpretes sagaces de lo que eran las Españas que los auparon. Y ambos (ellos y casi todos los demás líderes que en un momento dado fueron amados por el votante) comparten el pecado de confundir el acierto sobre lo provisional (la coyuntura) con una suerte de sabiduría sobre lo constante (el país). Por eso, en cuanto declinó la época de la que fueron el predicado, se han convertido en impertinentes complementos circunstanciales.
Las mayúsculas de la historia son sus eras, sus etapas, sus torbellinos, sus galernas y sus peligrosas resacas. Y son minúsculos los nombres de los caciquillos que creen haberlas dirigido o, cuando la fiebre es alta, haberlas provocado. En estas páginas de infoLibre, enlutadas por la muerte de Jaime Miquel, súbita y odiosa (“vive tu vida de forma que tu muerte sea manifiestamente injusta”, dice siempre Javier Gomá, y Jaime se lo tomó al pie de la letra), supimos eso tiempo ha, porque Miquel fue el único analista –“único” no es hipérbole, es que literalmente no hay ninguno más– que postulaba que el mercado electoral era gobernado por la demanda (los votantes) mucho más que por la oferta (los partidos y sus líderes). Y que, a menudo, los juegos de aprendiz de mago de los que creen poder dirigir la voluntad de los pueblos con un póster o un eslogan electoral no responden a un fenómeno psicológico muy distinto del que padece ese vecino gruñón que aprieta compulsivamente el botón que se supone que cierra de puertas del ascensor. Sus manitas pulsan placebos. Las puertas, como la historia, tienen su propia dinámica.
“¡Mandan los paisanos!”, repetía Jaime Miquel con voz y ademán de Zeus, resumiendo en tres palabras cómo opera la democracia y, de paso, ilustrando por qué él, media vida rodeado de políticos, siempre fue mayúsculo entre los minúsculos.
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