Iniciativas y firmas que salvan vidas Verónica López Sabater

En el periodismo que habitamos no hay más mentiras que en los que nos precedieron. O al menos, no hay evidencia alguna de que así sea. Sencillamente, las protocolarias mentiras administrativas, que antaño tardábamos años, acaso décadas, en desentrañar, hoy quedan expuestas en pocas horas por la transparentación del mundo. Esta hipótesis se verifica con especial elocuencia en la información bélica: desde que existe el periodismo hasta apenas hace unas décadas, el secretismo y mendacidad de las fuentes oficiales en tiempo de guerra eran desenmascarados mucho después de terminar la contienda y solo para la nación perdedora.
Dicho de otro modo, si Alemania hubiese ganado la II Guerra Mundial, habríamos tardado acaso un siglo en saber de los campos de exterminio. De la catástrofe bélica y moral de la guerra de Vietnam empezamos a saber años más tarde, y el ejercicio de redención mediante la verdad no alcanzaría plenamente a los Estados Unidos hasta que la cultura pop, a través del cine, expuso ante el mundo las atrocidades y disparates que acompañaron aquella pendencia. De las aberraciones cometidas con los prisioneros de guerra por el ejército estadounidense en la II Guerra de Irak, en cambio, supimos a los pocos meses. Y hoy discutimos en tiempo real los detalles de cada una de las atrocidades perpetradas por potencias agresoras como Israel o Rusia.
La veladura del mundo ha caído como un telón de terciopelo rojo que se descuelga y nos permite ver cómo opera la tramoya detrás de un periodista que miente (o no) a la platea. La ofensa a la verdad se convierte en palmaria y la sensación de que la mendacidad no conoce límites se extiende, a pesar de que llevamos siglos atendiendo a quien nos habla con solemnidad desde delante de un cortinón burdeos con flecos dorados ignorando si lo que dice es cierto.
La alegoría del proscenio es útil para entender cómo es hoy el mundo y cómo se desarrolla el oficio periodístico, pero también puede inducir a error. Porque en las complejísimas sociedades del presente, no todo puede ser explicado de forma sencilla y, de hecho, cada vez más fenómenos, procesos y realidades son de tan abigarrado funcionamiento que el mero fenómeno de transparentarlos y verlos por nosotros mismos no conduce a una mejor comprensión. Verlo no nos garantiza entender e incluso puede confundirnos. Piensen en la alegoría de la esfera transparente de un reloj: hay una evidente belleza en contemplar por nosotros mismos las tuercas, ruedas y mecanismos en lugar de solo las manecillas, pero esa visión de las tripas de la máquina, sin conocimientos técnicos específicos, no nos acerca a entender cómo y por qué funciona ese sortilegio mecánico, mucho menos a acertar a detectar sus fallos y no digamos ya a subsanarlos. Y seguimos necesitando manecillas para saber la hora. Por eso es necesario el periodismo, puedan ustedes ver o no la realidad por sí mismos: nosotros no somos los relojeros, y de hecho seríamos incapaces de producir un artilugio fiable para medir el tiempo; nosotros somos la esfera numerada y las manecillas. Idealmente, convertimos en inteligible la complejidad del mundo.
Este avance hacia un mundo más transparente, donde lo cierto es fácilmente accesible y la mentira se vuelve obscena, no transmite la sensación de ser una época más recatada sino más grosera. Esa es la paradoja. Lo explica de forma lúcida el filósofo Javier Gomá cuando sostiene que el progreso moral del mundo nos hace más susceptibles a la ofensa, pues cuanto mayor es la dignidad, mayor es el catálogo de actos que la ofenden. Entregar a una menor para que contrajera matrimonio con un anciano conveniente era hábito, no crimen, y por supuesto no ofendía a nadie. Es el progreso de los derechos de la infancia y de la mujer lo que hoy hace que lo veamos como una infamia. Por eso Gomá sostiene que el asco es un síntoma de progreso del mundo: cuando esa mercadería de la carne impúber nos asquea es que nuestra comprensión de la dignidad irrenunciable ha crecido.
Este avance hacia un mundo más transparente, donde lo cierto es fácilmente accesible y la mentira se vuelve obscena, no transmite la sensación de ser una época más recatada sino más grosera
Por eso nuestras audiencias hoy, que el periodismo ha dado pasos de gigante en calidad y compromiso con el oficio, son más exigentes y críticas. Y más protestonas, pretenciosas y airadas. La ironía es que esa exigencia también infantiliza a las sociedades, pues las convierte en un repertorio de quejas, lo mismo que el ensanchamiento de la dignidad siembra la tentación del veneno del victimismo. Tener un mejor periodismo, como tener un mundo más digno, no nos hace sociedades más contentas sino todo lo contrario.
Y de ese vicio social tampoco escapa el oficio periodístico, también protestón, ofendidito y exigente, con inclinación al berrinche del niño ante el escaparate de la pastelería. La encuesta del CIS sobre el apagón ilustra de forma gráfica que a las sociedades del presente les hizo la boca un fraile. Un detalle asombroso es que quienes no disponían de un transistor ni de ningún otro medio para recibir información actualizada o avisos sobre la evolución del corte de suministros –es decir, la mayoría del país– aseguran que el Gobierno informó poco y tarde, aunque por razones obvias no tienen ni la más remota idea de si fue así o todo lo contrario, pues no disponían de mecanismo alguno para acceder a esa información. Y obvia otra cuestión: ¿informar de qué? Porque para transmitir alguna información es aconsejable disponer de ella.
Ese infantilismo quejica aplica también a este malhadado oficio. A las 24 horas ya había firmas de prestigio expresándose en términos de ultraje por no disponer de una respuesta concreta a la causa aristotélica del incidente, cuando no, exigiendo conocer al “culpable”, pues no dejamos de ser una sociedad judeocristiana inclinada al auto de fe con fuego y admoniciones.
Para que el periodismo contribuya a la madurez de las sociedades, como vemos, no basta con acelerar y tecnificar la solvencia de las informaciones, también hay que inducir paciencia y sosiego practicándolos. Los informes sobre los accidentes de aviación a menudo tardan años en cerrarse aun cuando ningún avión conocido puede compararse en sofisticación técnica y de funcionamiento con el sistema de generación y distribución de energía eléctrica de un país de cincuenta millones de habitantes. El salto entre uno y otro es como el que hay entre un reloj de sol y un reloj de pulsera suizo. Y nosotros no somos el maestro operando con diminutas herramientas, la lupa negra en el ojo, a la luz de una lámpara, sino la esfera del reloj, el rubicundo rostro de Din Don, una sonrisa beatífica bajo un bigote de manecillas, que tiene que vérselas con una bella y una bestia que habitan este tenebroso castillo suspendido en la nada sin que nadie salga herido, tarareando “la belleza está en el interior”.
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