Un país manicomio

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La locura clásica se representa con el personaje que confunde su identidad y afirma con absoluto convencimiento que es Napoleón. Cuesta poco trabajo imaginar su paseo por el patio del manicomio, muy solemne, con andares de general en jefe y la mano en el pecho, dándole vueltas a la estrategia de la próxima batalla.

A cuenta de don Quijote, me indicó una vez Carlos Castilla del Pino que la locura no es una enfermedad a tiempo completo. Alguien puede opinar de forma razonable sobre la libertad, la justicia, las bellas artes, el amor, la política, y de pronto, cuando la vida roza su herida mental, actuar como si fuese un héroe dentro de un libro de caballería. El hombre sensato pasa en un segundo a acometer las aventuras más altas que han visto los siglos pasados y que verán los días inciertos del porvenir.

El misterio anida en el momento de la quiebra, en la guillotina psicológica que separa una cabeza y una experiencia de la realidad. Pasear hoy por España se parece demasiado a ir por el patio de un manicomio, un itinerario en círculo que nos lleva de quiebra en quiebra. Nos encontramos con Napoleón o, por ejemplo, con un estafador que dice estar casado con la hija de un rey. Bien situado, con una vida majestuosa, con las revistas del corazón a sus pies y los consejos de administración en sus manos, acaba envuelto en un manto de villanías capaz de amargarle para siempre la existencia.

Se puede hablar de la avaricia, de la condición humana, de la sangre podrida de una élite que nunca ha sido azul, y es verdad. Pero hay algo que no casa del todo, una quiebra. La ambición se vuelve contra nosotros mismos, nos hace su primera víctima, cuando establece mundos paralelos, diferencias tajantes sobre la realidad y nuestros comportamientos.

Entre la existencia de un pobre diablo y Napoleón, hay la misma quiebra que entre el yerno del rey y el delincuente, o entre el ejecutivo de sueldo millonario y el cretino que utiliza una tarjeta de crédito, opaca pero con registro, para pagar la cuenta de una barra americana. Es también la misma quiebra que se da entre el minero revolucionario, líder de la clase obrera, y el defraudador que utiliza una amnistía fiscal para el blanqueo de millón y medio de euros.

¿De dónde sale ese dinero? De la ambición, sí. De la corrupción, también. Pero es necesaria además una quiebra, una separación de la realidad, un convencimiento de que se está por encima del bien y del mal, de que se vive en un mundo paralelo donde nada de lo que hagamos tiene consecuencias reales. Nadie nos va a pedir cuentas porque nuestras batallas con los molinos de viento pertenecen a una ética y un reino distintos.

No encuentro un concepto más adecuado para designar esta quiebra que el de neoliberalismo. La cultura neoliberal consiste en separar de una manera radical el mundo del dinero de la realidad, la especulación abstracta de la economía de lo real. Además de las operaciones de Bolsa, buenos ejemplos son los sueldos de los altos ejecutivos. Se disparatan con la intención de abrir una brecha entre los de arriba y los de abajo, entre algunas nóminas y el rumor precario de la calle. Dos experiencias distintas de la verdad.

Las tarjetas de crédito simbolizan bien esta quiebra. El uso normal de las tarjetas ya es un proceso de abstracción. Pero su uso radical, el hecho de poner en juego un dinero que no tiene que ver con nuestro patrimonio o nuestra cuenta de banco, lleva al extremo la experiencia neoliberal de cancelar la ética de la realidad para convertirnos en napoleones. La verdad del cuerpo es sustituida por un mundo virtual.

Una capital grotesca

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Los neoliberales que detentan el poder y controlan la cultura han repetido en medio de la crisis que vivimos por encima de nuestras posibilidades. No era sólo una excusa para culpabilizar a sus víctimas y empobrecerlas de forma despiadada. También se trataba de una constatación de su lógica, de una invitación: el deseo de sugerir una inercia en la que todos vivamos como pobres diablos, pero igual que si fuésemos Napoleón.

El neoliberalismo ha provocado en nuestras sociedades una verdadera mutación de identidades. Hasta el mismo Napoleón sería hoy un loco si se atreviese a descansar su mano sobre un botón de su uniforme. Esta locura neoliberal se generalizó en Europa en los años 80 y se cebó desde entonces con particular virulencia en una España falta de solidez democrática, abriendo huecos muy profundos para la corrupción y la quiebra de la personalidad.

Daba igual que los gatos fuesen blancos o negros, lo importante era que cazasen ratones. Y aquí me callo, porque yo tengo también mis obsesiones de loco y no quiero volver a meterme con el que siempre me meto. Tengo miedo de mí mismo, porque también yo soy Napoleón.

La locura clásica se representa con el personaje que confunde su identidad y afirma con absoluto convencimiento que es Napoleón. Cuesta poco trabajo imaginar su paseo por el patio del manicomio, muy solemne, con andares de general en jefe y la mano en el pecho, dándole vueltas a la estrategia de la próxima batalla.

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