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Lucía Mbomío

Yo no entiendo de pandillas, pero sí de rabia, de caminar con los puños cerrados, de replicar entre dientes o gritando. 

Más allá de los colores, no tengo ni idea de las diferencias entre Latín King, Trinitarios o Ñetas, pero sí soy consciente de lo importante que es para alguien de quien únicamente se espera el fracaso y que ha sido leída siempre como ajena sentir que pertenece a algo. 

No tengo claro para qué sirve eso de poner los dedos de mil formas, pero sí sé lo que es pasarse una vida haciendo contorsiones con el fin de encajar en los huecos mínimos que nos dejan a quienes tenemos orígenes fuera, la piel oscura y/o rasgos que aquí nos extranjerizan.

Desconozco qué sienten quienes agreden, matan o mueren en guerras entre bandos de iguales que, antes de comenzar a luchar, ya han perdido, pero puedo interpretar a las mil maravillas el papel de tipa dura, hacerme la fuerte, midiendo algo menos de 1.60, pelear sin ganas y lucir fiera cuando preferiría mil veces vivir en calma y que me acogieran.

Comprendo la desafección nacional de las personas mil leches o mil tierras, extranjeras en todas ellas salvo entre las cuatro paredes de la matria que es el barrio, pese a que o, más bien, gracias a que no tiene ni himno ni bandera. Sin embargo, yo, parafraseando al director de cine Santiago Zannou, utilicé todo eso que me molestaba o me dolía como gasolina de creación y, en lugar de prenderle fuego, me puse a juntar palabras con el objetivo de contar el mundo que me rodeaba

Con todo, debo admitir que la realidad de mi hermano o la mía, ambos nacidos en los 80, difiere mucho de la actual. De pequeños fuimos los únicos no blancos en nuestros respectivos colegios, en los que había alrededor y, si me apuran, en varios kilómetros a la redonda. Lógicamente y entendiendo que se trata de algo estructural, no nos libramos del racismo pero es cierto que la sociedad todavía no veía a las personitas de la edad que ambos teníamos en esa época como una amenaza. El primer día de clase resultaba incómodo soportar las burlas cada vez que algún docente se atascaba al pronunciar nuestro apellido o cuando nos cantaban la canción de la bebida de cacao esa que se toma en el desayuno, no obstante los padres y las madres de nuestros compis de aula no los cambiaban de centro por temor a que bajáramos  el nivel o a que a sus hijos se les pegara algo no sé si de color o de inmigración. Aunque fuéramos de Alcorcón. Así las cosas, por aquel entonces, no contribuían con sus decisiones a la creación de coles gueto o, más bien, guetificados. En términos generales, al menos en la EGB, puesto que a partir del instituto la cosa cambió, el profesorado no asumía que nuestro desempeño académico tuviera que ser inversamente proporcional a nuestra cantidad de melanina o a la distancia al país en el que alumbraron a nuestro progenitor. A más kilómetros, peor. Ahora lo es, el 69 % de los hijos de migrantes y el 60% de las hijas no llega a bachillerato y detrás hay muchos motivos, entre otros la precariedad en sus hogares, no poder pagar clases particulares si alguna asignatura se da regular, no contar con puntos de acceso a internet más que el del móvil de una madre que llega tarde del trabajo tras mil horas de explotación laboral o saber que, aún cumpliendo con los requisitos requeridos, sus padres se las van a ver y desear para alquilar una vivienda porque su tez o su acento, a ojos de los caseros, no son de fiar. A eso habría que sumarle que el 28% del alumnado migrante culpa a los equipos docentes de no creer en ellos. Imaginen entrar en un aula y llevar una marca.

La realidad es que la mayoría de la población migrante, de ascendencia migrante y racializada ha tirado para adelante y sin antecedentes penales a pesar de las trabas del sistema

Pero, volviendo al pasado, después de que sonara la campana y ya de camino a casa, las identificaciones por perfil racial no formaban parte de nuestra cotidianidad. Si bien es cierto que mi hermano, puesto que se trata de una  práctica que afecta más a los varones racializados, las padeció en su juventud, con los años han ido a más. El impacto de estas acciones en la autopercepción y en la percepción de las personas de los vecindarios que habitamos es terrible y contribuye a que, si siempre se para a los mismos, hayan hecho o no algo, se les perciba como criminales desde su adolescencia temprana. 

Han pasado cuatro décadas desde los 80 y se ha normalizado el hecho de que existamos y estemos aquí (lo de que seamos de aquí no tanto, salvo si metemos muchos goles y, a veces, ni aún así), sin embargo, el racismo y la xenofobia, denunciados generación tras generación, han aumentado y se ha llenado de matices. Ya no nos preguntan solo de dónde somos o nos felicitan por lo bien que hablamos en nuestro idioma, ahora quitamos puestos de trabajo, vivimos de paguitas y los chicos llevan machete, violan en manada o pertenecen a bandas.

La realidad es que la mayoría de la población migrante, de ascendencia migrante y racializada ha tirado para adelante y sin antecedentes penales a pesar de las trabas del sistema. Pero, hay quien se decantó por la violencia como única  forma de esconder su vulnerabilidad y, de paso, tapar las cicatrices que deja crecer estigmatizado vistiéndose de verde, blanco, azul y rojo o amarillo. Pertenecer a algo es una suerte de quitapenas que alivia dolores y ausencias, tras una infancia en contextos yermos de ocio y opciones y carentes de expectativas, y herir a sus pares (o a cualquiera, vaya) es un error, un horror y una explosión de rabia. Al final, se convirtieron en lo que les dijeron que serían. Pura profecía autocumplida.

Así que sí, las bandas juveniles existen y negarlo es de una ceguera solo equiparable a aquella con la que viven los que no reconocen que hay jóvenes periferizados por la sociedad y extranjerizados a diario. Eso ha impedido que llamen casa al rincón en el que han nacido y/o crecido y, ahora, yerran perdidos.

Cerrar los ojos antes un problema de semejantes dimensiones no sirve para eliminarlo. La prueba está en que continúa vigente y atrapando en sus redes a los adolescentes de los mismos extrarradios de las grandes ciudades en los que décadas antes se extraviaron los hijos de los migrantes de otras partes del Estado.

Jamás podría aventurarme a recetar soluciones, pero tengo claro que yo nunca explicaría ciertas conductas valiéndome de una especie de determinismo biológico que conecta la criminalidad con ciertas latitudes. No obstante, sí considero que deberían ir más allá de las medidas meramente punitivas. Aumentar los efectivos policiales y continuar o hasta incrementar las paradas por perfil racial insistiendo en recordar a los jóvenes que este no es su lugar, no creo que sirva. Sería importante analizar qué les falta en sus barrios, en sus viviendas y en sus vidas, qué opciones les han dado, si es que les han dejado alguna, y qué les lleva a arriesgar su existencia en luchas sin cuartel por territorios minúsculos reducidos a un par de esquinas. Debemos reflexionar acerca de, tal y como señala la doctora en filosofía de la Ciencia, Esther (Mayoko) Ortega, lo que importa la identidad cuando te ha sido negada, sobre las migajas que dejamos a ciertos sectores poblacionales y sobre la rabia. 

Qué fácil resulta señalar la injusticia si ocurre en la lejana banlieue parisina y cuánto nos cuesta, en cambio, si la vemos desde nuestra ventana.

Yo no entiendo de pandillas, pero sí de rabia, de caminar con los puños cerrados, de replicar entre dientes o gritando. 

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