La característica de épocas de transición como la nuestra, de desorden e incertidumbre cuando el viejo mundo va muriendo lentamente y uno nuevo tarda en aparecer, es la pérdida de los principios más elementales. Y, especialmente, el olvido de las libertades fundamentales. Estas libertades fundamentales por las cuales, desde 1789 (sin olvidar 1830, 1848, 1871, 1898, 1936, 1944, 1968…, fechas en las que vieron la luz revoluciones innovadoras), nuestro pueblo ha combatido contra los poderes al servicio de los poderosos y los dominantes, al servicio, al fin y al cabo, de las injusticias sociales. Entre estos principios, que son los propios de una República democrática y social, se encuentra la libertad individual: la igualdad de derechos, sin distinción entre el origen, la condición, la apariencia o la creencia, el sexo o el género; la libertad en la que el único límite es no imponer a los otros nuestra propia ley, la de una ideología (política) o un dogma (religioso).
Así, en una playa, cada uno de nosotros puede pensar lo que considere de las posturas elegidas por los otros turistas (según su cultura, sus convicciones, su religión, etcétera), pero ninguno de nosotros tiene el derecho de imponer de manera autoritaria su elección, como si se tratara de un uniforme obligatorio. Por lo tanto, de la misma manera que me opondría a cualquier poder que obligue a las mujeres a cubrir su cuerpo en el espacio público, me opongo, hoy, a aquellos que prohíben en las playas una vestimenta que cubre el cuerpo, por el simple hecho de guardar relación con una religión. En los dos casos, cedemos nuestras libertades individuales en beneficio de una lógica autoritaria y discriminatoria que, en el primer caso, oprime a las mujeres convirtiéndolas en una minoría política oprimida y, en el segundo caso, oprime a los musulmanes considerándoles como una minoría a la que excluir.
La libertad no se puede dividir; esta libertad pertenece también a aquellos con los que no compartimos ni ideas ni prejuicios. A condición, evidentemente, de que estos no traten, en su turno, de imponernos sus ideas de forma autoritaria –y este no es el caso de las mujeres musulmanas que, como han testimoniado en numerosos reportajes, van vestidas a la playa en compañía de amigas, quizás, incluso, con otras prendas, y muestran la diversidad y la pluralidad que acompaña a los musulmanes de Francia-. ¿Hay que recordar a los intolerantes de nuestros días que, en 1905, durante la votación sobre la ley de separación de la iglesia y el Estado, algunos republicanos conservadores trataron de prohibir la sotana en los espacios públicos? Y que, evidentemente, Aristide Briand (al cargo de la Justicia, y apoyado por Jean Jaurès) se opuso, en nombre de la libertad, a mostrar sus opiniones (también su creencia), con el apoyo de todos los republicanos progresistas (que, por desgracia, como los otros, olvidaron a las mujeres que, por aquel entonces, no tenían derecho a opinar, ni a votar –bajo el pretexto, al que no le falta ironía retrospectiva, de servir a proyectos de obscurantismo religioso).
Los defensores de la prohibición de "la vestimenta eclesiástica" (como los que hoy quieren prohibir cualquier "prenda islámica"), defendían que se trataba de un hábito de sumisión y que el deber del Estado republicano consistía en emancipar, a través de la ley (en definitiva, por la fuerza… de la ley), a los curas de la sotana. Aprovechando el debate, los machistas reafirmados, defendían que la sotana, que es un vestido, atentaba contra la "dignidad masculina". Aquí la respuesta de Aristide Briand, rechazando una ley que trataba de "instaurar un régimen de libertad" para imponer a los párrocos "la obligación de modificar la forma de sus prendas": "Vuestra comisión ha considerado que, en un régimen de separación, la cuestión de la vestimenta eclesiástica no se puede plantear. Si esta prenda no existe para nosotros con su carácter oficial (…). La sotana se convierte, el día después de la separación, en una prenda como las demás, accesible a todos los ciudadanos, curas o no".
Dicho de otro modo (Brians provocó, además, a este grupo masculino, asegurando que cada individuo, en un régimen de libertad, tiene derecho a pasearse, si lo desea, con "un vestido"), si mañana algunos hombres (no importa quiénes) quieren ir a la playa vestidos con una sotana, bañarse con esta prenda, tienen derecho a hacerlo… Igualmente, como hemos podido ver ojeando el número de Paris Match de esta semana, un hombre desnudo se paseaba por una playa no naturista en Biarritz, se cruzó con Emmanuel Macron y su esposa, les saludó, un saludo al que el ministro respondió con una sonrisa. Sin embargo, aquellos que se alarman por las vestimentas de playa de los musulmanes no se inmutan frente a esta transgresión exactamente opuesta. En los dos casos, nos encontramos frente a dos elecciones relevantes de la libertad individual. Si su ejercicio no está acompañado de ningún proselitismo (tratando restringir la libertad de otros individuos), aceptar que una autoridad lo impida, es abrir la vía a esas morales de Estado que siempre han acompañado a los regímenes autoritarios, sean quienes sean y cualquiera que sea su intensidad.
Todas estas polémicas, cuyo resultado no es más que caer en la trampa tendida por Dáesh (estigmatizar a los musulmanes como cabezas de turco de nuestros miedos –ver más abajo-), son completamente ridículas cuando son confrontadas a un razonamiento lógico. ¿Impedirán, mañana, en nombre del rechazo de cualquier símbolo visible de convicciones religiosas en el espacio público, que religiosas católicas acudan a la playa con el hábito? ¿O que judíos practicantes se paseen con la kippa en la cabeza? ¿También prohibirán, mañana, en nombre de la "neutralidad" del espacio público, las camisetas que alegan opiniones supuestamente subversivas o las prendas juveniles consideradas propias de disidentes? ¿Irán a la caza y captura de las melenas largas, los piercings, los tatuajes, etcétera?
Cuando una libertad comienza a decaer, bajo el pretexto de una ideología que, en este caso, es secundaria, no solamente es difícil reconquistarla sino que, además, se pierde para todos, no solamente para aquellos a los que está destinada tal restricción. Mañana, según las decisiones de nuestra vida política, las municipalidades, los gobiernos, las empresas, utilizarán el pretexto de la restricción ideológica de una libertad para atacar los cuerpos y las apariencias, todo para arremeter contra actitudes que no se ajustan a sus prejuicios, sus dogmas o sus intereses. Defender nuestras libertades individuales (la libertad de nuestro cuerpo, nuestra vestimenta o nuestra desnudez), es defender la libertad de combatir por nuestros derechos y no someterse a la servidumbre del poder (ya sea estatal, económico, ideológico, religioso, sexual, etcétera).
La segunda Declaración de Derechos Humanos, la más desarrollada pero también la más efímera, del año I de la República (1793) anuncia en su artículo 6: "La libertad es el poder que pertenece al hombre para hacer aquello que no perjudique los derechos del otro; su principio es la naturaleza; su regla es la justicia; para protegerla existe la ley, su límite moral responde a este máximo: no hagas al otro lo que no quieras para ti".
PD: Adjunto a este billete de blog lo que publiqué recientemente en las redes sociales, una simple llamada a la razón cuando tantos temas (democráticos, sociales, ecológicos, geopolíticos, científicos, etcétera) deberían movilizar nuestras energías como lo demuestran las prioridades editoriales de Mediapart durante todo este verano:
En el verano de 2014 (hace ya dos años, antes de los atentados de 2015 y 2016), escribí el texto que sigue, en mi obra Por los musulmanes (Pour les musulmans) Éditions La Découverte, leer aquí). ¿Es necesario subrayar que esta advertencia es más importante hoy que nunca? ¿Es nuestro deber apoyar a todos aquellos y aquellas que son estigmatizados no sólo por lo que hayan podido hacer, sino por lo que son, en razón de su creencia o su apariencia? Aquí el extracto: "En todas las latitudes, el destino otorgado a las minorías habla del estado moral de una sociedad. (…) Más allá de mi país, yo escribo contra este tipo de mundos en los que se intenta sumir a los pueblos fabricando odios identitarios en los que la religión sirve de coartada. Pero yo estoy en Francia, donde vivo y trabajo, es aquí donde, entre nosotros, se juega este estallido de las conciencias. Jamás los crímenes cometidos por pretendidos musulmanes, habiendo sido ellos mismos víctimas de estas guerras sin fin, justificarán, a cambio, la persecución de los musulmanes de Francia. Jamás las derivas individuales o los lejanos conflictos autorizarán que, en nuestro país, se asimile en bloque a hombres, mujeres y niños, como una amenaza contra la integridad, la pureza de nuestra comunidad nacional, bajo el pretexto de su fe, su creencia su religión, su origen, su cultura, su pertenencia o su apariencia. Jamás el desorden del mundo podrá justificar el olvido del mundo. De su complejidad, su diversidad y su fragilidad".Por los musulmanes (Pour les musulmans)leer aquí ________________________
Ver másCuando se silencia la libertad
Edwy Plenel es presidente de Mediapart, socio editorial de infoLibre.
Traducción y edición de la versión española: Irene Casado Sánchez.
La característica de épocas de transición como la nuestra, de desorden e incertidumbre cuando el viejo mundo va muriendo lentamente y uno nuevo tarda en aparecer, es la pérdida de los principios más elementales. Y, especialmente, el olvido de las libertades fundamentales. Estas libertades fundamentales por las cuales, desde 1789 (sin olvidar 1830, 1848, 1871, 1898, 1936, 1944, 1968…, fechas en las que vieron la luz revoluciones innovadoras), nuestro pueblo ha combatido contra los poderes al servicio de los poderosos y los dominantes, al servicio, al fin y al cabo, de las injusticias sociales. Entre estos principios, que son los propios de una República democrática y social, se encuentra la libertad individual: la igualdad de derechos, sin distinción entre el origen, la condición, la apariencia o la creencia, el sexo o el género; la libertad en la que el único límite es no imponer a los otros nuestra propia ley, la de una ideología (política) o un dogma (religioso).