“El socialismo es el idioma de las prioridades”. (Aneurin Bevan)
El pasado 1 de octubre el PSOE dio una imagen lamentable de sí mismo. El comité federal ofreció un retrato del partido desasosegante, descarnado, sin luz, caótico, como si acabara de sufrir un severo ataque de asma. Un partido en la lona, a la espera de una decisión desgarradora en la que nadie, absolutamente nadie, saldría bien parado. La pregunta inmediata era: ¿cómo hemos llegado a esto? Todos tenían un indicio pero pocos eran capaces de aportar una explicación coherente. Era lógico porque se superponían tres debates diferentes sin que se especificara el ámbito de cada uno de ellos: en primer lugar, había que dilucidar si el PSOE podía o no formar una alternativa viable y real de gobierno frente al PP, no solo teniendo en cuenta la suma aritmética sino también la consistencia política de la misma; en segundo lugar, en caso de que no se pudiera llegar a un pacto de investidura, si se abstenía -con o sin condiciones- para que gobernase el PP o no e íbamos a unas terceras elecciones generales; y, en tercer lugar, cuál era el margen de maniobra que se le otorgaba al secretario general y a su equipo.
1. Un liderazgo fuerte o uno coral.
Comencemos por lo último. Pedro Sánchez llegó a la secretaría general gracias al empujón que le dio Susana Díaz. Si bien ganó las primarias su triunfo estaba hipotecado. Era un líder instrumental, condicionado, sin base territorial propia y con escaso respaldo en el grupo parlamentario del PSOE. En principio, era un líder para el “mientras tanto” en disposición de hacer lo que le indicaran desde Andalucía. Dado que Susana Díaz no podía dar el salto a Madrid porque llevaba muy poco tiempo en la presidencia del gobierno andaluz, decidió avalar a Pedro Sánchez reconociendo que no tenía entidad política pero que le era útil. Delante de José Luis Rodríguez Zapatero, Ximo Puig y Tomás Gómez bendijo su candidatura comentando: “Este chico no vale, pero nos vale”. Quedaba claro que para ella la función de Pedro Sánchez iba a ser la de “apoderado”. Sin embargo, el acuerdo -explícito o implícito- entre ambos se rompió. ¿Quién “traicionó” a quién y cuándo? Difícilmente lo sepamos; no obstante, lo importante es que esa ruptura ha conducido al Partido Socialista a una crisis que tardará mucho en reparar. Ambos son responsables del triste desenlace que tuvo el comité federal del 1 de octubre. Ninguno de los dos está en condiciones de recomponer la división interna porque, al extremo que han llevado sus planteamientos, el triunfo de uno significa el aplastamiento del otro. Ambos juegan con una dialéctica excluyente y, en consecuencia, eternizarían la fractura. Ninguno de los dos está en condiciones de “coser” el partido ni de “restañar” heridas.
Detrás del “no es no” de Pedro Sánchez estaba, en primer término, autonomizarse de la federación andaluza y ser secretario general plenipotenciario (sostuvo que en el PSOE tenía que haber “una sola voz”) mediante la convocatoria de unas primarias para el 23 de octubre y un congreso federal exprés para la primera quincena de diciembre y, en segundo término, ir a unas terceras elecciones sabiendo que perdería frente al PP pero que probablemente conseguiría remontar el voto, con el callado deseo de que Unidos Podemos quedase muy por detrás del PSOE. Lo que no se entiende es por qué él mismo puso en cuestión su cargo de secretario general cuando, en realidad, hasta ese momento nadie le pedía que dimitiese y no convocara un comité federal para dirimir qué hacer. Había cumplido al pie de la letra con la resolución que le había mandatado el comité federal: no apoyar ni por activa ni por pasiva a Mariano Rajoy ni al PP y tampoco llegar a acuerdos con los independentistas ni con quienes defendieran el derecho a decidir en Cataluña, es decir, Podemos. En la resolución del 28 de diciembre de 2015 se afirmaba que únicamente si esos partidos renunciaban a hacer una consulta en Cataluña, entonces el PSOE iniciaría un diálogo con ellos. Hemos de reseñar que Pedro Sánchez jamás se mostró disconforme con la resolución o, dicho de otra manera, no la vivió como una “camisa de fuerza”. Antes bien, la asumió completamente convencido de que no se debía contar con Podemos para nada. En esas fechas, entendía que la formación morada significaba la quiebra del marco de convivencia constitucional y la ruptura de una Transición modélica.
2. Una idea flotante de España.
Tras las primeras elecciones (20-12-2015), intentó sacar adelante su investidura llegando a un acuerdo con Ciudadanos pero no logró que Podemos se abstuviera. Fracasado el ensayo y después de las segundas elecciones (26-06-2016), donde el PP sacó 14 escaños más y el PSOE perdió 5, era lógico replantearse la vigencia de aquella resolución. ¿Por qué no se suscitó este tema en el comité federal del 9 de julio de 2016? Porque ya estaban convocadas las elecciones autonómicas en Galicia y en el País Vasco para el día 25 de septiembre y, por consiguiente, era contraproducente dar a entender que cabría la posibilidad de abstenernos para que gobernase el PP. En la campaña electoral se insistió muchísimo en que el PSOE no iba a recoger velas y cambiar el rumbo. En Galicia dábamos por supuesto que era viable un gobierno con En Marea. Y si en Galicia era posible pactar con una de las confluencias de Podemos, entonces por qué razón se iba a cerrar el paso a llegar a acuerdos con ellos a nivel nacional. Además estaban Valencia, Baleares, Castilla La Mancha y Aragón para inclinar la balanza hacia la izquierda. Más peso para matizar la política de alianzas. Más recursos argumentativos frente a quienes aspiraban a encajonar a los socialistas en eso que Albert Rivera denominó “bloque constitucional”: PSOE, PP y Ciudadanos. Notemos que la propuesta de Rivera deja afuera a más de cinco millones de votantes. ¿No es desaforada esta iniciativa para unos socialistas que no quieren dividir a los españoles? La resolución, a todas luces, solo autorizaba pactar con Ciudadanos; algo que desde luego no implicaba contradicción en Andalucía, ya que allí se gobierna con el apoyo del partido naranja, pero sí, en cambio, creaba tensión en Cataluña, Baleares, Valencia, País Vasco y Galicia.
Saltaba a la vista que el PSOE no era capaz de articular una posición nacional común. Mientras el nacionalismo periférico construía un relato sobre su propia identidad y el nacionalismo español -el PP y Ciudadanos -apelaba a una unidad esencial de la nación española transfigurando la igualdad en uniformidad, el PSOE se quedaba atenazado en los parámetros constitucionales de la Transición y no era capaz de sacar a luz la memoria republicana. El nacionalismo español se remonta a la “reconquista”, a Isabel la Católica, a la expulsión del ejército napoleónico, a la Restauración, etc.; el catalán a 1714, al himno Els Segadors, al Centre Català, al Derecho Civil catalán, al diario La Renaixença, etc.; el vasco a un tiempo inmemorial y una identidad inmutable junto a Agustin Chaho y los hermanos Arana Goiri, etc. El socialismo español, en lo que respecta a la cuestión nacional, parece enmarcar su historia en los años setenta y ochenta del siglo pasado y no es capaz de remontarse a las cuatro primeras décadas de 1900. Si para los nacionalistas apelar a la historia de los siglos XVI, XVII y XVIII es fundamental para comprender el devenir de la identidad nacional, resulta que los socialistas renuncian a centrarse en la Segunda República y sus antecedentes para enhebrar un relato nacional. Si para la derecha la República es un pasado que hay que pisar, no puede ser que para la izquierda sea un periodo que haya que olvidar. La República no debe ser ni pisada ni olvidada. ¿Quiso o no la Segunda República construir el Estado español de una forma distinta a las de sus predecesores? ¿La idea de España de la Restauración era igual que la de la República? ¿El relato de la historia de España de los conservadores era el mismo que el de Azaña? ¿No tiene acaso el socialismo español razones históricas de largo recorrido para distanciarse del anclaje nacionalista? Si somos incapaces de ofrecer un relato distinto de la construcción de la identidad nacional, si nos arrugamos ante la fortaleza narrativa de los nacionalismos, entonces quedamos descoyuntados en la indefinición. ¿O es que compartimos con la derecha la misma idea de España? ¿O es que al haber aceptado la Monarquía en la Transición estamos abocados a abominar de la República? Es obvio que en España no tenemos una interpretación compartida de la experiencia republicana, ni de las raíces de la guerra civil, ni sobre el conflicto de las dos Españas y tampoco tenemos la misma idea sobre cómo articular su diversidad territorial. Por esta razón los socialistas no debemos desistir a proporcionar un relato distinto al de la derecha española porque no estamos orgullosos del Concilio de Trento, ni tampoco vemos como una hazaña la expulsión de moros y judíos, ni pensamos que la identidad se deba construir a partir de la exclusión del otro o la asimilación cultural.
Tanto los separatistas como los separadores nos llevan a la ruptura porque unos y otros se desentienden de la complejidad de la nación española. En este punto es necesario recordar la intervención parlamentaria de Gregorio Peces Barba: “Y hemos dicho que los socialistas no podemos, en este aspecto, ser acusados de separatistas, pero tampoco de separadores; que España es una nación de naciones y esto no es nuevo, porque esto es el Reino Unido de Gran Bretaña y del Norte de Irlanda, esto es Bélgica (…)” (Congreso de los Diputados. Comisión de asuntos constitucionales y libertades públicas. Sesión 5. 12 de mayo de 1978, pág. 2304).
Hubo que esperar a los resultados de Galicia y de Euskadi. Núñez Feijóo revalidó la mayoría absoluta del PP y en el País Vasco el PSOE-EE, desde el punto de vista electoral, comenzó a ser un partido residual. Los resultados truncaron toda esperanza de Pedro Sánchez: ya no era posible dilatar por más tiempo la asunción de la derrota. Después de haberse radicalizado en el “no es no”, de aparentar que la política jamás debía subordinarse a la ética de la responsabilidad y dar a entender que nada ni nadie lo iba a bajar del pedestal de la ética de la convicción, se obstinó en jugar al todo o nada: o él con su “no es no” y, como derivada, unas terceras elecciones o los otros a favor de la abstención como “mal menor” para evitar un nuevo concurso electoral, esto es, para no acabar aún peor.
3. Un falso dilema: o política sin ética o ética sin política.
El problema es saber si pueden ir juntas política y ética. Fue Max Weber quien planteó en toda su dimensión esta cuestión. En un apartado de su ensayo “La política como vocación” señala: “[…] quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando” (El político y el científico, Alianza Editorial, 1988, pág.168). Así pues, según Weber, el ejercicio de la política requiere distinguir con nitidez entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. Si ésta ha de atender a las consecuencias de la acción sobre todas las cosas, aquélla sólo se orienta al cumplimiento de la norma en sí, es decir, deja el resultado fuera de su incumbencia (Weber dirá que lo deja “a la voluntad de Dios”) Quien actúa conforme a la ética de la convicción, esto es, quien rige su conducta bajo la estricta mirada del imperativo categórico kantiano, no se responsabiliza de las consecuencias de su acción y si éstas son malas no se responsabiliza de ellas, sino que echa la carga del mal a la desventura del mundo o a la imbecilidad humana. En cambio, quien opera conforme a la ética de la responsabilidad acepta la irracionalidad ética del mundo y no interpreta como un pecado cargar con el “mal menor”, esto es, piensa que entrar en política no es de suyo condenar el alma.
Obviamente, existe una oposición radical entre ética y política si fuese cierto que lo único que cabe es tener que optar entre la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción. Pero si se asume que rechazar el imperativo categórico kantiano no implica negar la ética, sino que es posible la ética sin imperativos categóricos, entonces la contraposición radical entre ética y política desaparece. Por ejemplo, si se asume la ética utilitarista, aquella que atiende a las consecuencias de la acción o de la regla, entonces la relación entre ética y política deja de ser excluyente para convertirse en una tensión dramática. Y Weber agudamente observa esta situación: “Es, por el contrario, infinitamente conmovedora la actitud de un hombre maduro (de pocos o muchos años, que eso no importa), que siente realmente y con toda su alma esta responsabilidad por las consecuencias y actúa conforme a una ética de la responsabilidad, y que al llegar a un cierto momento dice: «no puedo hacer otra cosa, aquí me detengo». Eso sí es algo auténticamente humano y esto sí cala hondo”. (Op. cit., pág. 176) Si no somos capaces de resolver esa tensión dramática, siempre estará en nuestras manos decir: Aquí me detengo.
Quien busca la salvación de su alma y la de los demás no pretenda encontrarla en la política. Aquello que resulta obligatorio para la moral no tiene por qué ser obligatorio para la política y aquello que es lícito para la política puede ser ilícito para la moral. Ambas operan con criterios diferentes e inconmensurables.
Ver másEl PSOE en la encrucijada (parte II)
(Mañana, parte II)
-------------------------------------------Mario Salvatierra, miembro del comité federal del PSOE; Enrique Cascallana, ex alcalde de Alcorcón y ex senador; Juan Antonio Barrio, ex diputado nacional; y José Quintana, ex alcalde de Fuenlabrada y actualmente diputado autonómico en la Asamblea de Madrid
Mario SalvatierraEnrique CascallanaJuan Antonio BarrioJosé Quintana
“El socialismo es el idioma de las prioridades”. (Aneurin Bevan)