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Ni en las camas de mi casa ni en la del hospital

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“No confundas al profesor con el domador, a quien educa con quien adiestra y a quien enseña con quien engaña”.

Lo confieso. Soy una de esas personas que no quieren al Estado ni en las camas de su casa ni en la del hospital. Ni al Estado, ni a la Iglesia. Es decir, un ser vivo que quiere poder decidir hasta cuándo quiere serlo, hasta dónde y en qué condiciones; cuándo luchar y cuándo rendirse. Alguien que tiene más fe en la biología que en la teología. Alguien a quien no le gusta que le organice la vida gente a la que no conoce, ni tampoco la muerte. Y además de todo eso, alguien que nunca ha comprendido del todo por qué la derecha española insiste en imponer su moral a quienes no la comparten. Su doble moral, sería más justo decir, sin que haga falta ni poner ejemplos que son del dominio público. El caso es que cada vez que un Gobierno progresista impulsa una medida social, la oposición conservadora pone el grito en el cielo, nunca mejor dicho, y se lanza en tromba contra la ley del divorcio, la del aborto o, a día de hoy, la de la eutanasia, que intentan desacreditar asegurando que no es más que un ardid de los socialistas para ahorrarse dinero en la sanidad pública, esa que existe pese a la guerra que el Partido Popular le tiene declarada, porque en la calle Génova sólo se cree en lo privado y lo concertado: la salud y la educación, para quien pueda pagárselas.

La derecha tiene un problema con los derechos, y es que no le gusta que existan, porque sigue anclada, o al menos simula estarlo, en ideas de otros tiempos y enredada en principios que mezclan la religión con la política y el concepto del pecado con el de la libertad. ¿Ya no recordamos que también se opusieron en 2005, combatiéndola por tierra, mar y aire, a la aprobación del matrimonio entre personas del mismo sexo? ¿Y de que uno de sus ministros por entonces más poderosos dijo que ponía en riesgo la pervivencia de nuestra especie? ¿Y de que tampoco apoyaron, dos años más tarde, la ley de igualdad? Por supuesto, esa piel fina a la hora de escandalizarse por estas cuestiones, no impidió a unas y otros poner viviendas públicas en manos de fondos-buitre o utilizar dinero reservado y agentes de las fuerzas del orden para espiar a los adversarios ideológicos. No pasan la prueba del algodón. No entienden que dirigir un país no es dirigir un circo, que no consiste en restallar el látigo sobre el suelo de la pista y hacer pasar a la gente por el aro.

En el fondo, parece que tuvieran un modelo de actuación demasiado parecido al de los totalitarismos que critican, esos sistemas donde la jerarquía civil y eclesiástica manejan la existencia de las y los ciudadanos, les obligan a comportarse según sus normas y a poner lo espiritual por encima de lo intelectual, como si alguien les hubiera dado vela en este entierro. Usted tiene que continuar sufriendo hasta que se lo lleve Dios, le dicen al paciente terminal, irrecuperable, que pasa un calvario tan feroz que resulta inhumano obligarle a seguir así. Usted tiene que tener ese hijo que no desea, que no puede sacar adelante, que le va a arruinar en todos los aspectos. Y si el primero no obedece, lo acusan de asesino a él y a su familia. Y si la segunda se niega, le ponen una cruz, la tachan de criminal. ¿Quiénes se creen que son?

Y la otra pregunta es de quiénes somos cada una y cada uno de nosotros. Mis hijos son míos, decía hace poco Pablo Casado, porque su partido también se opone, cómo no, a que el alumnado reciba clases educativas que le enseñen a conocer sus derechos. Seguro que el presidente del PP es muy buen padre, lo escribo sin asomo de ironía, pero el problema es que, siguiendo esa misma lógica, también lo son de quienes los maltratan, los humillan o abusan de ellos o de sus madres, por ejemplo, y muchas de esas atrocidades han salido a la luz, precisamente, en las aulas que él y los suyos quieren cerrar. Es el problema de ir por ahí de la mano de ultras que, en realidad, no creen más que en la injusticia, en un mundo en el que ellos lo tengan todo y los demás muy poco, justo lo suficiente para seguir en pie y a su servicio. No han venido a otra cosa. Se les puede seguir, desde luego, pero que sepan que la música que tocan está envenenada, como los cantos de sirena y la flauta de Hamelín, que se parecen en que unos y la otra conducen al mismo lugar: el precipicio.

“No confundas al profesor con el domador, a quien educa con quien adiestra y a quien enseña con quien engaña”.

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