Un príncipe de la Edad de Bronce

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Las apariencias engañan y José Manuel Caballero Bonald es buena prueba de ello: aquel hombre de gesto severo y mirada intimidante, al que acompañaba una leyenda de persona escabrosa, cortante y, si llegaba el caso, temible, era en realidad un ser divertido, siempre partidario de la broma y dueño de una ironía que hace que no exista reunión de amigos en la que no se recuerden un par de sus bromas más afortunadas. Eran con frecuencia tan memorables que incluso cuando todos los que las cuentan y las escuchan ya las conozcan, se escuchan con placer y acaban en una carcajada.

También es raro que quien repite la anécdota no lo haga imitando, con mayor o menor fortuna, su inimitable forma de hablar, su hermoso acento latinoandaluzlatinoandaluz, si se me permite el modernismo, y su fraseo un punto rimbombante. Ambos, su acento y su fraseo, emparentaban su habla con su prosa, tan rica, variada, minuciosa, llena de frondosidad y tendente a cierto barroquismo que si dio lugar a novelas complicadas de descifrar, como Ágata ojo de gato(1974), también es el estilo que hace de otras como Toda la noche oyeron pasar pájaros(1981) y, sobre todo, Campo de Agramante(1992), una fiesta del lenguaje que, además, da pie a una narración absorbente. El paisaje que retrata, el de la zona del coto de Doñana, era su paraíso particular, el sitio donde se le veía más feliz, recibiendo a familiares y amigos en el jardín de su casa de verano, y esa devoción se le nota en el modo con el que, más que describirlo, lo pinta.

En el territorio de la prosa también dio lugar a algunos ensayos deliciosos, como su Breviario del vino(1980) o el didáctico Sevilla en tiempos de Cervantes (1992), además de a cientos de artículos o textos misceláneos que fueron recogidos en volúmenes como Oficio de lector (2013), donde ofrece retratos de colegas que sentía afines y, especialmente, los tres tomos editados por la Diputación de Cádiz que reúnen en cerca de mil quinientas páginas y bajo el epígrafe de Relecturas, la gran mayoría de sus textos e incluso una muestra de sus dibujos. Quien desee saber lo que pensaba Caballero Bonald de la literatura en general y de sus autores más o menos próximos, tiene en ese compendio una mina

Por supuesto, hay que hacer una mención especial a sus dos entregas autobiográficas, Tiempo de guerras perdidas (1995) y La costumbre de vivir(2001)Tiempo de guerras perdidas La costumbre de vivir, que multiplicaron sus lectores y son un documento imprescindible para quien trate de analizar qué fue la Generación del 50, en qué país vivían, quién era quién allí y por qué desiertos tuvieron que caminar para darle gato por liebre a la dictadura y sus censores. Por añadidura, la segunda parte es divertidísima, tal vez el mejor ejemplo del carácter mordaz, observador y festivo en voz baja, por así decirlo, de quien Rafael Alberti siempre describía como una muestra inmejorable de la Andalucía interior en contraposición a la que, según él, representaba su amigo íntimo y compañero de viaje en las letras y fuera de ellas, Fernando Quiñones.

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En la poesía, con la que empezó y terminó su carrera, investigó también diferentes caminos, desde los versos en prosa de Laberinto de fortuna(1984) y Desaprendizajes (2015) Laberinto de fortuna Desaprendizajes , pasando por una primera etapa más alambicada, que encontró su definición más radical en Descrédito del héroe (1977)Descrédito del héroe  y a la que regresó en sus últimos títulos, por ejemplo en el salmódico Entreguerras (2012)Entreguerras, hasta encontrar, en mi opinión, su voz más memorable, en Diario de Argónida (1977), el combativo Manual de infractores (2005) y La noche no tiene paredes (2009)Diario de ArgónidaManual de infractoresLa noche no tiene paredes , con los que demostró que en una disciplina que esquivó en su momento y con la que incluso había rivalizado, la de lo conversacional, lo echo a ras del lector, podía ser un maestro. Son tres libros extraordinarios.

Han pasado a la historia como su mayor contratiempo personal sus dos intentos fallidos de entrar a la RAE, donde resulta increíble que un enriquecedor del idioma de su magnitud no tuviera sitio. Se sabe que algunas enconadas animadversiones personales, como la que le tenía Camilo José Cela, para el que había trabajado durante años como segundo de a bordo de la revista Papeles de Son Armadans, tuvieron gran parte de la responsabilidad. Sin embargo, fue el único reconocimiento que lo sorteó, porque Caballero Bonald fue galardonado sin límites con las más altas distinciones institucionales, desde el Cervantes al Nacional y el Andalucía de las Letras, el Reina Sofía o el Federico García Lorca, y también privadas, donde se llevó, entre otros, el Seix Barral o el Plaza & Janés. No es, ni mucho menos, un mal bagaje.

Con José Manuel Caballero Bonald se extingue prácticamente, con alguna bendita salvedad como la de Antonio Gamoneda, la generación del medio siglo, aquel grupo prodigioso de niñas y niños de la guerra al que habría quizá que dar el nombre de Edad de Bronce si aceptamos que tras el Siglo de Oro ocupa el segundo lugar en el podio de nuestra literatura la Generación del 27, la conocida como Edad de Plata. Las denominaciones son lo de menos, pero sí que es indiscutible que esas mujeres y hombres que se llamaron Carmen Laforet, Ángel González, Ana María Matute, Jaime Gil de Biedma, Carmen Martín Gaite o José Ángel Valente, y en cuya nómina se incluye con todo merecimiento José Manuel Caballero Bonald, forman un equipo fabuloso en su conjunto, constituyen una lección también de civismo a causa de su infatigable y valiente oposición al régimen totalitario que tenía secuestrado nuestro país, e hicieron entre todas y todos ellos una puerta por la que resulta inevitable pasar si quieres aprender a escribir novelas o poemas en España. Son una parte decisiva de nuestra tradición; son esenciales y ver cómo el tiempo se los ha ido llevando produce una dolorosa melancolía. Menos mal que además de esenciales son inolvidables y esa nostalgia de ellos durará lo que duremos quienes tuvimos la inmensa suerte de tratarlos, ser sus discípulos y, más adelante, sus amigos.

Las apariencias engañan y José Manuel Caballero Bonald es buena prueba de ello: aquel hombre de gesto severo y mirada intimidante, al que acompañaba una leyenda de persona escabrosa, cortante y, si llegaba el caso, temible, era en realidad un ser divertido, siempre partidario de la broma y dueño de una ironía que hace que no exista reunión de amigos en la que no se recuerden un par de sus bromas más afortunadas. Eran con frecuencia tan memorables que incluso cuando todos los que las cuentan y las escuchan ya las conozcan, se escuchan con placer y acaban en una carcajada.

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