Estamos en la antesala del final de una batalla política larga y decisiva: ¿quién dará su respuesta a la crisis económica, social, territorial y generacional desde la Presidencia y desde el Gobierno de España?
Se inició con los resultados de las elecciones generales del 20 de diciembre de 2015.
Aquellos produjeron una situación inédita: por primera vez desde 1977 no quedó resuelta, políticamente, la cuestión de quién sería investido presidente ni cuál sería el programa político del Gobierno a formar.
Esa encrucijada tendría que resolverse a través del procedimiento de investidura establecido en el artículo 99 de la Constitución. En esta ocasión, se acentuaba como nunca la dimensión política, no sólo la formal, de este procedimiento.
La tarea tenía que ser finalizada por los 350 congresistas. Dado que la ciudadanía no elige al presidente del Gobierno, esta decisión trascendental les corresponde a sus representantes. En exclusiva. Con responsabilidad especial de los líderes de los grupos parlamentarios. Tanto mayor cuanto más numeroso fuera el número de votos que pudieran aportar a la votación decisoria en el Congreso.
La democracia representativa fracasó en su momento estelar. Por primera vez tuvieron que repetirse las elecciones.
Luego, el 26-J, el único beneficiario de ese fracaso sería el PP del señor Rajoy, un político prudente que –apoyado en un potentísimo coro mediático– pudo avivar el miedo y esa retranca conservadora para la que el remedio es peor que la enfermedad.
Quedó razonado en estas páginas que –a ese fracaso de la democracia representativa– contribuyeron las dos anomalías constitucionales que se produjeron en el procedimiento de investidura.
La primera fue provocada por Rajoy al "declinar el ofrecimiento" del rey para convertirse en candidato a la Presidencia. Estaba decidido a no subirse a la tribuna del Congreso hasta que no le quitaran de en medio a Sánchez. Este había anunciado su intención de intentar su investidura si fallaba la de Rajoy. Lo hizo sin ese favorable presupuesto. Lo intentó. Perdió la votación que pudo acabar con el Gobierno del PP y con la carrera política de Rajoy.
Después ya no hubo ronda de consultas, ni nueva propuesta de candidato. Así que no se cumplió el mandato constitucional literal previsto para el caso: "Se tramitarán sucesivas propuestas" (artículo 99.4).
Rajoy recibía pues una nueva oportunidad electoral. No la hubiera podido lograr solo con sus 123 votos para el no. La cal viva (con la que Pablo Iglesias quiso blanquear su no) abrasó a Sánchez; pero no a Felipe González ni a sus seguidores mudos en el Comité Federal.
La tuvo y la aprovechó. Fue el único que aumentó el número de su grupo parlamentario en el Congreso. En el eje clásico derecha-izquierda, los números se habían movido a favor de la primera. En el esquema bipartidismo sí-bipartidismo no, las cuentas volvían a decir que cualquier forma de acuerdo entre PP y PSOE (incluso aunque este se partiera en su Comité Federal) predeterminaría la decisión del Congreso.
Pero la votación popular –la democracia directa del 26-J– tampoco resolvió esta vez ni quién sería el presidente ni cuál el programa político de su Gobierno. El factor humano (llámenlo así si quieren) más relevante para que aún la respuesta quedara en el viento se situaba en el secretario general y candidato del PSOE, que había comparecido ante el electorado como símbolo del no es no frente al PP de Rajoy, y que, sin buenos remos, se quedó anclado ahí.
De nuevo volvíamos al momento estelar para la democracia representativa. Debía cumplir su tarea a través de los trámites esenciales del procedimiento de investidura: consultas del rey para proponer candidato; exposición por este, ante el Congreso, del programa político del Gobierno a formar; debate y votación.
Es obvio que esto ocurre en medio de un enorme vendaval de ideas (y de intoxicaciones informativas) en la opinión pública; en la que obviamente los contendientes políticos cuentan con muy diversos apoyos en los medios de comunicación. Y estos son capaces de hacer que el viento les sople a la nave de cada grupo parlamentario a babor o estribor, a popa o a proa.
En suma, los números del Congreso no se modifican, pero sí puede cambiar su alineación al compás de cómo cambie la opinión pública, a impulsos de la opiniones publicadas.
Rajoy, recrecido su poder absoluto en el PP tras el 26-J, planteó una disyuntiva: o yo o terceras elecciones. Interesadamente falsa. Y nociva: los dos términos en que planteaba la cuestión eran a cuál peor. Para contrarrestar los efectos desagradables de esa disyuntiva el coro mediático le aupaba como ganador electoral; y acentuaba el desánimo, el desconcierto, la crisis de sus oponentes.
Pero Rajoy –incluso en ese momento de glorificación mediática– era consciente de su talón de Aquiles: el contenido democrático de las reglas del procedimiento de investidura. Y por eso quiso de nuevo que este se convirtiera en puro trámite sin sustancia.
Rajoy estaba destinado a ser propuesto por el rey –cuando se efectuara la primera ronda de consultas– como candidato a la Presidencia. Pero no quería esa nominación si no conseguía antes la seguridad de que ganaría la votación de investidura. Necesitaba que la resistencia de Sánchez fuera vencida; pero este, a pesar del resultado electoral del 26-J, la mantuvo. En consecuencia, si el procedimiento, en esta fase, se desenvolvía correctamente Rajoy esta vez (a pesar de su renuencia ) tendría que comparecer en el Congreso. Su derrota en las votaciones de investidura era perfectamente previsible. En estas páginas fue advertida esa posibilidad cierta.
Pero ya en el mismo debate congresual que precedió a las votaciones el señor Rajoy comenzó a amortizar las consecuencias de su derrota. Un solo detalle: allí le mitineaba Pablo Iglesias autodeclarándose su antagonista más fiero para proclamar a continuación que el candidato era "un señor estupendo".
El señor estupendo, tras su derrota parlamentaria, lanzó su proclama: los números daban para un Gobierno alternativo al suyo, pero ese Gobierno sería el caos, peor aún que terceras elecciones. La disyuntiva ahora pasaba a ser: o Rajoy o el caos.
La dirección del PSOE no planteó –en el momento político que siguió a la derrota de Rajoy– la cuestión de que si el PP se abría a cambiar de candidato, en correspondencia, se plantearía la posibilidad de negociar la abstención; y, correlativamente, que –en caso de que el PP no atendiera a esta opción– el PSOE intentaría de nuevo proponer un candidato a la Presidencia y un Gobierno alternativo al del PP de Rajoy.
Tal posición hubiera necesitado ser acompañada por la apertura de una nueva ronda de consultas del rey. Es ahí donde las palabras se convierten en hechos políticos. Rajoy no necesitaba tal. Tenía a su favor el precedente de la anterior legislatura, en la que se mutiló el procedimiento al no tramitarse nuevas propuestas. Así pues le bastaba esperar a que transcurriera el plazo de dos meses señalado en el artículo 99.5 de la Constitución para la convocatoria de nuevas elecciones. Las terceras. A las que, a través de la mano cómplice de la presidenta del Congreso, les predeterminó la bonita fecha del día de Navidad.
Permítame el lector que llame en este punto su atención sobre el trámite esencial de las consultas del rey. Es ese precisamente y no otro el momento obligado en el que la multitud de palabras, encuestas de opinión, cálculos, reflexiones, debates, etcétera, tienen que transformarse en una decisión de los líderes de los grupos parlamentarios: manifestarle al rey qué van a hacer, si proponen o no, si apoyan o no, tal o cual nombre. Le llamo decisión a estas manifestaciones porque de la suma y resta de ellas sale la cuenta a la que el rey debe atenerse para proponer a la presidenta de las Cortes candidato; propuesta que esta refrenda. Y así y solo así el procedimiento puede seguir su curso hasta su desenlace. El que deciden por votación, bajo su exclusiva responsabilidad, no la del rey, las 350 señorías del Congreso. Responsabilidad ante sus electores, no ante el rey.
Ahora reparen. El rey no tiene fijado plazo en la Constitución para iniciar sus consultas. Puede sobreentenderse que debe hacerlo con diligencia y prudencia. El caso es que más de la mitad del plazo para la convocatoria de nuevas elecciones se ha consumido ya sin que el rey abra la ronda.
Si Pedro Sánchez creyó ganar tiempo para aumentar su influencia es evidente que se equivocó. Si Rajoy sabía que el tiempo jugaba a su favor porque nadie, tras su derrota, puso la presión sobre él, acertó. ¿Hace falta para demostrar esto otra cosa que invocar el 1 de octubre, ese sábado negro para el socialismo español?
A Rajoy le han quitado de en medio a Sánchez. Pero para ganar la Presidencia del Gobierno, sin terceras elecciones, nadie le puede quitar de en medio el trámite esencial de un nuevo intento de investidura. Como siempre solo querrá llegar a él si tiene asegurado ganar la votación. Pero ahora ha cambiado la situación a su favor.
El comando chusquero ha conseguido su objetivo de quitar de en medio a Sánchez como interlocutor ante el rey, sin que haya mediado debate y decisión sobre qué hacer en el procedimiento abierto y aún no resuelto. ¡Qué bien explicó Borrell lo que pasaba! Pero el comando nobiliario no puede quitarse de en medio la decisión sobre qué ha de decir el presidente de la gestora al rey ni cómo han de votar los diputados socialistas en la eventual (todavía) sesión de investidura.
Las consecuencias de su pírrica victoria en el sábado negro han dejado al PSOE histórico a los pies del caballo popular. Los acólitos de Rajoy apretaron ("no nos basta una abstención técnica, queremos apoyo para la gobernabilidad"); lo hicieron sobre todo para que pudiera aparecer de inmediato el señor estupendo luciendo magnanimidad: "No le pondré condiciones al PSOE para su abstención, me esforzaré en ganar la gobernabilidad día a día".
Evitar terceras elecciones no está ahora al alcance del PSOE ni de ninguna otra fuerza política que no sea el PP.
Para que se abra esa posibilidad es imprescindible que el rey aborde una nueva ronda de consultas que culmine con la propuesta de candidato a la Presidencia, y que este comparezca en el Congreso para que los 350 diputadas y diputados voten.
En mi opinión, como jurista y como ciudadano, el rey debiera hacerlo de inmediato. ¿Por qué? Porque así se cumpliría la previsión –mandato del artículo 99.5 de la Constitución que antes cité–; y porque así podrían cobrar sustancia democrática, deliberativa y decisoria, los trámites del procedimiento que abren la posibilidad de evitar terceras elecciones, es decir, otro fracaso de la democracia representativa.
Podría hacerlo porque está en el ámbito de su discrecionalidad.
Probablemente no lo hará porque Rajoy no se lo va a pedir ahora; sería una prueba de magnanimidad pues le daría el margen de decisión al Comité Federal del PSOE que este ya perdió en su sábado negro; y que parece no querer ni estar en condiciones de recuperar por sí mismo. Tampoco se lo pide Javier Fernández, el interlocutor socialista ante el rey y ante Rajoy. Además anuncia que no se convocará el Comité Federal (el que tiene que decidir la posición que ha de adoptar el PSOE) hasta finales de octubre, cuando ya esté próximo a expirar el ineluctable plazo que aboca a las terceras elecciones.
Si se abriera la ronda de consultas el Comité Federal podría reunirse de urgencia. Así quienes creyeron desde la misma noche electoral del 20D que el PSOE debía pasar a la oposición, quienes afirman que para España y para el PSOE lo mejor es evitar terceras elecciones, podrían plantear claramente su opción por la abstención. En cualquiera de sus múltiples variantes: la llamada "técnica", que no pone condiciones al candidato popular para no tener vínculo comprometido alguno con el Gobierno que se forme; la negociada con condiciones a cuyas expensas cabría mantenerla o votar en contra. Todas igualmente útiles para el propósito de evitar terceras elecciones, todas contribuyendo a permitir el Gobierno de Rajoy; incluso la que se pudiera derivar de una libertad de voto para los integrantes del Grupo Parlamentario Socialista. Pero todas con influencia diferente en el programa político que se comprometa en el Congreso. Y todas con líneas de evolución política diferentes para la labor de oposición y para la crisis socialista. En suma, distintas en su capacidad de amortiguar el peso de la derrota y de reagrupar las desbandadas presumibles y las torpes huidas adelante.
Es de temer que el Comité Federal no vaya a decidir con claridad. Con acierto expresivo ha dicho Javier Fernández que han cometido un "delito de silencio". ¿Será continuado? No creo que pueda atribuirse a una mente conspirativa pensar que en silencio se pactó ya o en silencio se está pactando ahora con Rajoy los términos de su investidura. Tal método despoja al procedimiento de su sustancia democrática y deliberativa: la que se hace tanto más real cuanto más claras se muestran las posiciones, ante atentos oídos de una opinión pública, mejor informada y menos intoxicada que la actual. Si Javier Fernández no reivindica ni ejerce esa sustancia, ¿cómo podría esperar alguna colaboración ni de Rajoy, ni de Rivera ni de Iglesias? Está tan solo como estos dos últimos dejaron a Pedro Sánchez cuando (¡qué tiempo tan lejano!) llamó indecente al primero.
Así que si Rajoy devenido en señor estupendo se presenta de nuevo a la investidura será porque se ha asegurado que la gana. ¿En buena lid o con malas artes?
Derrotada la izquierda, derrotada la renovación democrática, derrotado el pluripartidismo.
Si hay que expresar esa triple derrota con un solo nombre, este se dice Pedro Sánchez. Aunque puede sentirse igualmente derrotada toda la ciudadanía que apostaba por el renacer de la fuerza de la izquierda (a través de dos formaciones): la que apostaba por una renovación democrática que incluye necesariamente el rescate social y la que estaba saturada de que solo los dos antiguos grandes decidieran todo.
Sánchez intentó ganar liderando la lucha en ese triple frente y ha perdido en la antesala del fin de la batalla.
Se puede perder por la fuerza y el acierto del adversario, por la actitud de los posibles aliados, por los errores propios, por las heridas causadas por el fuego amigo; o por la conjunción de todos esos factores. También aporta su grano la poca importancia que se da a las reglas del funcionamiento democrático.
Pero la vida política sigue, aunque poco será igual tras la derrota. Se hablará de esto durante años para sacar enseñanzas de presente, en medio de versiones cambiantes y contradictorias.
Como ciudadano y votante socialista pienso que si Pedro Sánchez es un luchador político y mantiene el optimismo de la voluntad podrá seguir el lema A veces se gana, a veces se aprende. Quien más puede aprender es a veces quien más ha sufrido la derrota. Su tarea es aprender y, quién sabe, si su futuro está directamente vinculado a lo que sea capaz de enseñar (habiendo comprendido antes los errores propios) a la ciudadanía en general y al PSOE en especial.
Como modesto jurista creo que el procedimiento de la investidura tiene un contenido democrático que no se ha apurado y que aún hay tiempo para exprimir. Y pienso, a la luz de la experiencia, que también es mejorable su regulación constitucional. Entre otros motivos para hacer más difícil la repetición de elecciones; y también para que el jefe del Estado no se deje manejar los tiempos a favor de ningún líder y para evitar que su prudencia se convierta en negligencia.
_______________José Sanromá Aldea
formó parte del equipo de expertos designados por el PSOE para elaborar
la propuesta de reforma de la Constitución.
Estamos en la antesala del final de una batalla política larga y decisiva: ¿quién dará su respuesta a la crisis económica, social, territorial y generacional desde la Presidencia y desde el Gobierno de España?