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¿Segunda transición o cambio de rumbo en la democracia?

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Julián Casanova

La transición desde la larga dictadura de Franco a la democracia fue compleja, sembrada de conflictos, de obstáculos previstos y de problemas inesperados, en un contexto de crisis económica y de incertidumbre política.

Muchas cosas pasaron en apenas siete años de historia. En un primer período, hasta las elecciones generales de 1977, las élites políticas procedentes del franquismo emprendieron una reforma legal de las instituciones de la dictadura, empujadas desde abajo por las fuerzas de la oposición democrática y por una amplia movilización social de muy diverso signo. Un segundo paso llevaría desde la formación de un Parlamento democrático, con el poder y la voluntad de elaborar una Constitución, hasta la aprobación del texto consensuado por los principales partidos políticos en el referéndum celebrado en diciembre de 1978.

Definido el marco jurídico, en los años siguientes se inició el desarrollo del Estado de derecho y la organización territorial autonómica en medio de graves problemas y amenazas como el golpismo, el terrorismo o la crisis del sistema de partidos. Cuando los socialistas llegaron al poder, después de su victoria arrolladora en las elecciones de octubre de 1982, se podía decir que la transición había concluido y que la democracia caminaba hacia su consolidación, algo que se consiguió con el desarrolló del modelo autonómico, la puesta en marcha del Estado del Bienestar y la integración de España en las instituciones europeas.

Con el paso del tiempo, sin embargo, algunas de las supuestas virtudes de esa democracia se convirtieron en vicios y el sistema entró en crisis profunda. Muchos ciudadanos comenzaron a percibir que el Parlamento no era un foro de discusión políticamente decisivo, sino el lugar donde los diputados de los diferentes partidos manifestaban sus posiciones tomadas con anterioridad en sus comités ejecutivos (y con disciplina inquebrantable, además).

En los últimos años, el Gobierno del Partido Popular, y la burocracia dirigida por él, ha impuesto sus proyectos y el Parlamento ha perdido todo su significado original de democracia representativa, de marco institucional de transmisión de la opinión pública. Bajo esas circunstancias, la opinión pública crítica queda degradada y el poder político tiende a adoptar formas antidemocráticas legitimadas por la idea de que los electores son los que le han otorgado ese poder. Lo que ocurre en realidad es que se abre un abismo entre los comités dirigentes de los partidos y el resto de la población.

La política democrática sufre un profundo desprestigio y la mayoría de los electores quedan relegados a un mero papel de consumidores apolíticos. ¿Problema universal? Sí, pero su dimensión en España es gigante.

Durante mucho tiempo la política en España estuvo hecha de corrupción y sobornos, familias y amigos. Abundó en la Restauración, en las décadas finales del siglo XIX y comienzos del XX, en ese complejo entramado que Joaquín Costa definió con el binomio “oligarquía y caciquismo", y se generalizó como práctica política durante la dictadura de Franco, cuando los vencedores en la Guerra Civil y los adictos al Generalísimo hicieron de España su particular cortijo.

El hecho de que la democracia actual, lejos de liquidar esa práctica, la haya agrandado, está teniendo efectos devastadores, porque aunque aparezcan paliados por la respuesta de una parte de la sociedad civil, hay millones de ciudadanos que siguen y seguirán votando a los corruptos, y una buena parte de los dirigentes políticos nada dice si los corruptos son de su partido, por mucho que se apresuren a denunciar los chanchullos de los oponentes.

Todo el escándalo en torno a Luis Bárcenas ha demostrado que los políticos, en este caso los del Partido Popular, no utilizan el poder para cuidar los intereses de la sociedad, sumida en una profunda crisis económica, sino para imponer sus intereses particulares. La ética se aleja definitivamente de la política, que se convierte en una pura forma de poder de determinados grupos sociales y ya no en un eje de cambio de la sociedad, como ocurrió en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

Con todos esos comportamientos políticos, queda de manifiesto la fragilidad de la democracia y la inexistencia de responsabilidades políticas ante los ciudadanos. Se une de esa forma la responsabilidad política a la culpabilidad judicial, algo insólito en las modernas democracias. Muchos ciudadanos perciben, en consecuencia, que el poder político está orientado al beneficio de quienes lo ejercen como profesión y al servicio de los sectores económicos más poderosos y privilegiados.

Nos estamos alejando de forma acelerada de la democratización de la sociedad y se ha abierto, por el contrario, un proceso de consolidación de estructuras antidemocráticas del poder. Aquí hay una crisis económica profunda, de largo alcance, pero lo que también está en juego es la conservación y desarrollo de la democracia. Por eso extraña que tanta gente sitúe la alternativa política a ese deterioro en una gran coalición presidida por el PP, actor principal de esa quiebra del sistema, en vez de apostar por cambios y reformas profundos que mejoren la calidad de la democracia y refuercen la participación ciudadana.

Nadie duda de que la recuperación económica y la unidad de España sean temas fundamentales, pero el cambio tiene que ir acompañado de una renovación cultural y educativa –difícil de conseguir con quienes estimulan la ignorancia–, de nuevas ideas sobre el mundo del trabajo y de una lucha por la democratización de las instituciones. Un movimiento político que reaccione frente a los excesos del poder, que persiga el establecimiento de un Estado laico, que recupere el compromiso de mantener los servicios sociales y la distribución de forma más equitativa de la riqueza.

La transición es historia y, al margen de lecturas interesadas, apologéticas o críticas de aquel período, la controversia política y el debate público deberían girar sobre la actual democracia. La fórmula parece sencilla: hacer política sin oligarcas ni corruptos, recuperar el interés por la gestión de los recursos comunes y por los asuntos públicos. Pero eso requiere también una nueva cultura cívica y participativa. Es decir, algo más que reformar la ley electoral, la Constitución o emprender una supuesta segunda transición reparadora.

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Julián Casanova

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es catedrático de la Universidad

de Zaragoza y autor, junto con Carlos Gil Andrés, de

Historia de España en el siglo XX (Ariel).

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