La presidenta Meritxell Batet se ha despedido en la última sesión del Congreso señalando una parte amarga de la legislatura que acaba de concluir. Hacía referencia, sin nombrarlas, a sus “características propias”. Polarización, bronca permanente, ruptura de las reglas parlamentarias, del decoro, los usos y el respeto. La larga lista de insultos queda en el Diario de Sesiones de los últimos años. “Predisposición al acuerdo y grandeza”, pedía Batet en una sesión anómala por la fecha, un 16 de agosto caluroso con los pasillos del hemiciclo abarrotados. “Sobre todo, grandeza”, esa cualidad de la que depende la calidad democrática de este país.
Todo esto es verdad, la bronca y el desprecio al cónclave de la soberanía popular. Ha ocurrido y podríamos señalar numerosos capítulos y a sus protagonistas. Pero aún así, dentro del virtuosismo parlamentario o el drama griego en el que estamos sumidos, la legislatura que arranca –veremos si para unas semanas o unos años– tiene contenida parte de esa grandeza. Nunca antes cada procedimiento parlamentario había sido tan relevante. No es que la votación de la constitución de la Mesa sea la más ajustada de la historia -que lo es-, es que es la más importante y donde más se juega. El resultado no son dos países distintos –que también–, son dos destinos.
En la jornada de este jueves hay dos caminos. Para el PSOE y el arco de partidos progresistas ganar la Mesa es abrir una puerta que veremos dónde llega; si la pierde, se cierra y estamos abocados a nuevas elecciones. Y aunque Junts encienda el motor de las negociaciones de investidura o lo apague, es un reduccionismo definir la jornada y la posible investidura con el ya manido “estar en manos de un prófugo y un delincuente”.
Aunque Junts encienda el motor de las negociaciones de investidura o lo apague, es un reduccionismo definir la jornada y la posible investidura con el ya manido “estar en manos de un prófugo y un delincuente”
Recapitulemos. Si el PP consigue la presidencia de la Mesa (antes del mediodía lo sabremos) se demuestra que la acusación del secuestro independentista era tan falsa como el mantra del gobierno ilegítimo recién abandonado. Si la pierde, también, porque tenía opciones de ganarla. Y porque los noes al PP tienen una razón más poderosa que Waterloo. Se llama Vox.
Si el PSOE gana la presidencia de la Mesa, habrá conseguido atraer a los partidos nacionalistas e independentistas a la elección de la tercera autoridad del Estado. Una novedad y una dimensión parlamentaria mucho más amplia –veríamos si eficaz– de la conocida hasta ahora. Si gana, comprobaremos si el nuevo escenario emula la técnica del tiquitaca, donde cada pase de balón abría el juego. Donde lo que parecía una pérdida de tiempo, terminó en una copa del Mundial. En cualquier caso, que el PSOE se haga con la Mesa, pasa por Junts. Pero también por Coalición Canaria, el PNV y el resto de partidos que suman sus votos.
Como los cambios de época, estamos en el impasse de una legislatura que no acaba de morir, heredera de la bronca y la polarización, mientras la nueva no termina de nacer. Si la Mesa es progresista, la legislatura puede avanzar en la resolución de las tensiones heredadas del procés. Con el capítulo Waterloo en una fase de enquistamiento y fin de temporada. La narrativa del exilio está agotada para el propio Carles Puigdemont. Al margen del color político del Ejecutivo, el episodio que va de una temporada a otra tiene dos finales: o su protagonista enfila la vía judicial o la política. El limbo belga no da más de sí.
El 23J se votó en clave de una España progresista o una España con Vox. Perdió la derecha porque las urnas frenaron la suma ultra conservadora. El independentismo cayó bajo mínimos y Sánchez sumó 900.000 votos, además la absorción de unas 600.000 papeletas del independentismo. Pero los números no cuadraron del todo en ningún bloque. Si el PSOE se hace con la Mesa, el bloque progresista iniciará una andadura propia hacia una posible legislatura compleja. Un ciclo atravesado por la necesidad de integrar a un arco de partidos que nunca antes habían participado de la gobernabilidad del país como lo harían ahora. Si la pierde, el camino vuelve a ser desconocido.
La presidenta Meritxell Batet se ha despedido en la última sesión del Congreso señalando una parte amarga de la legislatura que acaba de concluir. Hacía referencia, sin nombrarlas, a sus “características propias”. Polarización, bronca permanente, ruptura de las reglas parlamentarias, del decoro, los usos y el respeto. La larga lista de insultos queda en el Diario de Sesiones de los últimos años. “Predisposición al acuerdo y grandeza”, pedía Batet en una sesión anómala por la fecha, un 16 de agosto caluroso con los pasillos del hemiciclo abarrotados. “Sobre todo, grandeza”, esa cualidad de la que depende la calidad democrática de este país.