¿Y si estuviera ganando el discurso de la izquierda?

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De los muchos discursos ya escuchados en la Asamblea General de Naciones Unidas, el que ha sorprendido más ha sido el de un presidente improbable: el más “pobre” del mundo. El presidente que vive en una modesta chacra en la que él mismo conduce un pequeño tractor. Lo vi pasar sin escolta ni comitiva cuando yo esperaba en la puerta de un hotel de Montevideo hace un par de años: Pepe Mujica, el presidente uruguayo, cruzó por delante como un huésped más, para sorpresa mía, pero no del portero del hotel, que me contó que “Mujica es así, siempre va como si nada”. Al terminar su discurso –inauguraba entonces un simposio del Banco Mundial sobre medios públicos– formó un corrito con algunos que estábamos allí y se fundió en el grupo con enorme naturalidad. 

Si el nivel de los líderes mundiales se puede medir por el número de mandatarios que se quedan en la sala neoyorquina de la ONU cuando hablan a la Asamblea, en el caso de Mujica no eran muchos, la verdad (más o menos los mismos que acompañaron a Rajoy). Pero el discurso del presidente de Uruguay sí fue el más comentado: con formas poéticas, renegó del “dios Mercado”, reclamó una autoridad mundial porque “hay que entender que los indigentes del mundo son de la humanidad toda”, y pidió un compromiso rotundo con ellos, mediante la acción de la política y la ciencia, que deberían subvertir el dominio de los grandes poderes financieros.

Que Mujica fuera escuchado por muy pocos y que sus palabras se olviden este mismo fin de semana, no quiere decir que sus ideas no estén cuajando por el mundo. Al terminar de escuchar su discurso, me preguntaba si ese mismo discurso habría sonado tan razonable hace treinta o cuarenta años, cuando quienes hablaban en Nueva York eran líderes como Fidel Castro y en la ONU había tres bloques estancos: el bloque occidental, el bloque soviético, y los no alineados. Cuando hablaba Mujica, en contraste, no hablaba el líder de un pequeño país símbolo en plena revolución socialista, sino el líder de otro pequeño país modesto y poco ruidoso, perfectamente homologable a cualquier democracia europea: un país plenamente democrático y con los mejores indicadores de América Latina en materia económica, social y política.

En América el predominio de gobiernos de izquierda es hoy abrumador. En Estados Unidos el discurso demócrata –en materia de reforma de salud, inmigración o incluso matrimonio homosexual o legalización de la marihuana– también domina entre la gente, y los republicanos llevan años a la búsqueda de su oremus, porque su programa político se ha quedado antiguo. Si hace tan solo unas semanas parecía que Obama no tendría más remedio que comportarse como un cowboy y atacar a Siria, sus siempre poco entendidas maniobras de compromiso han derivado en lo que podría ser una solución pacífica de la amenaza de El Asad (y quizá también de Irán). Hasta el papa adopta un discurso inédito de indiscutible sabor progresista, y de gran atractivo popular, que está dejando en mal lugar a las voces más conservadoras de la Iglesia Católica.

Por el mundo se han ido extendiendo las ideas de paz, cooperación y tolerancia típicamente defendidas por la izquierda. En Europa, aunque haya mayoría de gobiernos conservadores, la población da por incuestionables las conquistas de la izquierda, e incluso la idea últimamente más persuasiva de la derecha, la de la “austeridad”, empieza a cansar a buena parte de la población, que ha observado y ha sufrido las consecuencias de esa obsesión por el rigor presupuestario y la cicatería en el manejo de los fondos públicos, y ha visto cómo de estúpido, caprichoso y poco fiable puede ser el sacrosanto mercado.

En su monumental obra de 1.100 páginas Los ángeles que llevamos dentro, el prestigioso psicólogo evolucionista Steven Pinker demuestra con abundancia de datos y argumentos que vivimos en un mundo progresivamente más pacífico y tolerante. Y uno no puede sino sentirse orgulloso de que esa evolución de la humanidad hacia cotas de paz y bienestar cada vez mayores, haya tenido casi siempre como protagonistas a los pensadores y los líderes sociales progresistas, que fueron venciendo, a veces pagando con su propia vida, las resistencias tenaces de los conservadores.

De los muchos discursos ya escuchados en la Asamblea General de Naciones Unidas, el que ha sorprendido más ha sido el de un presidente improbable: el más “pobre” del mundo. El presidente que vive en una modesta chacra en la que él mismo conduce un pequeño tractor. Lo vi pasar sin escolta ni comitiva cuando yo esperaba en la puerta de un hotel de Montevideo hace un par de años: Pepe Mujica, el presidente uruguayo, cruzó por delante como un huésped más, para sorpresa mía, pero no del portero del hotel, que me contó que “Mujica es así, siempre va como si nada”. Al terminar su discurso –inauguraba entonces un simposio del Banco Mundial sobre medios públicos– formó un corrito con algunos que estábamos allí y se fundió en el grupo con enorme naturalidad. 

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