Durante estos últimos años hemos visto en muchos países desarrollados un malestar creciente con el funcionamiento de la política y la economía. El desencadenante de este malestar ha sido, evidentemente, la gran crisis que se inició en 2008 y el crecimiento de la desigualdad.
En Grecia, el ejemplo más extremo, ha colapsado el sistema de partidos y, por primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial, gobierna en Europa occidental un partido a la izquierda de la socialdemocracia. En Francia encabeza las encuestas el Frente Nacional de Marine Le Pen. En muchos países del Norte los partidos xenófobos están obteniendo sus mejores resultados en décadas. En Italia el Movimiento 5 Estrellas, una agrupación anti-política, ha llegado a ser el partido más votado, con un 25,5% del voto en las elecciones generales de 2013. Incluso en los países con mayor estabilidad política, como Gran Bretaña y Estados Unidos, han surgido (dentro de los partidos tradicionales) candidatos rompedores y radicales como Jeremy Corbin y Bernie Sanders.
En España, Cataluña, una de sus regiones más prósperas y avanzadas, amenaza con constituirse en Estado propio y han surgido nuevos partidos que cuestionan el bipartidismo imperfecto que ha dominado la política española desde 1977.
Me gustaría defender la tesis de que, a pesar de esta pulsión de cambio, al final las cosas seguirán más o menos igual.
Observando el caso español, el apoyo al independentismo catalán ha ido cayendo en los últimos meses y es bastante probable que si se celebrara en algún momento un referéndum acordado entre las partes, el no a la secesión saldría victorioso. Aunque los partidarios de la separación se hacen oír con más fuerza, mucha gente, seguramente la mayoría, aborrece la incertidumbre que supondría constituir un nuevo Estado, buscar el reconocimiento internacional, negociar su estatus en la Unión Europea, etc. Algo parecido hemos visto en el caso escocés. Como ha mostrado José Fernández Albertos, los procesos de secesión que se observan en el mundo tienen lugar en niveles bajos y medios de desarrollo económico, nunca en países ricos (ahí están los fracasos de Quebec y Escocia).
En cuanto a Podemos y su proyecto de provocar una ruptura constituyente, todo parece indicar que, pasado el momento inicial del entusiasmo y la novedad, el nuevo partido se quedará en una especie de Izquierda Unida reforzada, con un nivel de apoyo en torno al 15%, un éxito importante para una formación tan reciente, pero que le deja muy lejos de la victoria o de tener un papel protagonista en el futuro Gobierno. Son muchos quienes piensan que ello se debe a los errores del equipo dirigente, aunque me temo que las causas son más de fondo: el mensaje radical de Podemos puede tener buena acogida a nivel local, donde no hay tanto en juego, pero provoca temor entre amplios sectores del electorado cuando se piensa en la política nacional. De nuevo, la incertidumbre económica que acompañaría la elección de un Gobierno de Podemos hace que buena parte de la ciudadanía, aun pudiendo compartir los diagnósticos de Iglesias y los suyos, no esté dispuesta a darle su voto por miedo a las consecuencias que tendría poner en práctica su programa.
La contradicción de nuestro tiempo se puede formular de modo muy simple: aunque las encuestas confirmen que en muchos países hay mayorías amplísimas hartas de sus establishments políticos y económicos, de su corrupción, de su falta de visión y arrojo, de su deferencia hacia los poderosos, a la hora de la verdad la gente no está dispuesta a votar por cambios radicales debido a los costes de la transición a un nuevo modelo social. Este es el mecanismo que exploró en su día Adam Przeworski para explicar por qué la clase trabajadora prefería llegar a un compromiso con la burguesía dentro del capitalismo antes que lanzarse a recorrer el “valle de lágrimas” de la transición del capitalismo al socialismo.
Ahora ni siquiera estamos hablando de superar el capitalismo, sino simplemente de limitar sus excesos financieros y recuperar algo de margen para poder hacer políticas económicas que rebajen los niveles de desigualdad e injusticia que se han disparado en los últimos años. Pero incluso objetivos tan modestos como estos podrían desencadenar crisis bancarias y de financiación exterior, por lo que la gente tiende a recelar ante cualquier cambio real del sistema.
La ironía consiste en que a pesar de que las transformaciones propuestas no son tan ambiciosas, los ciudadanos se han vuelto mucho más temerosos, de modo que rechazan incluso la incertidumbre que una transición tan modesta podría generar. La razón es que cuanto más tiene la gente que perder, más conservadora y medrosa se vuelve ante lo incierto. A medida que las sociedades se han ido desarrollando, ha ido creciendo el número de familias que son propietarias de una vivienda, que tienen ahorros en bolsa, que poseen fondos de pensiones, etc., con lo que ha disminuido la tolerancia a cualquier tipo de riesgo.
Ver másTres consecuencias de la crisis griega
Quizá el caso más dramático sea el de Grecia. A pesar de los efectos catastróficos de las políticas de austeridad y del trato humillante de las instituciones y Estados de la UE, la población griega sigue apoyando mayoritariamente la permanencia en la eurozona. Los griegos dejaron clara la opinión que tenían sobre las propuestas de la Troika en el referéndum del 5 de julio pasado, pero de poco les sirvió, pues menos aún preferían salir del euro, su mayor temor. Economistas y burócratas no se han cansado de afirmar que los costes de la transición a una moneda nacional serían “inimaginables”. De ahí que, tras el referéndum, los acreedores se pudieran permitir el lujo no ya de no realizar concesiones, sino incluso de endurecer los términos del acuerdo, sabiendo que los griegos no se rebelarían. La sociedad griega parece dispuesta a aguantar lo que pida la Troika (por muy dañino que sea para su futuro) con tal de evitar el vértigo de salirse de la eurozona.
En España, Podemos da muestras de haber aprendido la lección y apoya incondicionalmente la trayectoria de Tsipras, pues son conscientes de que cualquier amenaza de ruptura con la unión monetaria sería rechazada por la inmensa mayoría de votantes españoles. Los únicos que podrían seguirles en una estrategia confrontacional serían aquellos que no tienen mucho que perder, jóvenes sin expectativas, el colectivo más duramente golpeado por la crisis.
En sociedades desarrolladas la gente evita el riesgo. Por eso, es muy probable que el malestar profundo que recorre las sociedades occidentales quede en un simple desahogo de indignación. Seguramente hará cambiar algo las formas de la política, pero no tanto el fondo. El desarrollo económico produce estabilidad política, pero también conformismo a gran escala. En contra de las ilusiones que tantos se han creado, la política continuará su curso habitual, cada vez más subordinada a la necesidad de no introducir riesgo ni incertidumbre en el orden económico. El margen de cambio o transformación se estrecha conforme los países se vuelven más ricos.
Durante estos últimos años hemos visto en muchos países desarrollados un malestar creciente con el funcionamiento de la política y la economía. El desencadenante de este malestar ha sido, evidentemente, la gran crisis que se inició en 2008 y el crecimiento de la desigualdad.