La semana pasada Facebook volvió a ocupar las portadas de los periódicos con el anuncio de que la empresa cambiará su nombre por el de Meta. El fundador de la madre de todas las redes sociales ha aparecido en numerosos vídeos promocionales anunciando la creación de un metaverso digital en el que en lugar de nuestro cuerpo analógico, quedaremos, charlaremos y jugaremos con nuestros amigos a través de un avatar. Lo cierto es que todos los protagonistas de estos vídeos, y particularmente Zuckerberg, parecían actuar más como NPCs de este metaverso diseñados para imitar a los humanos que como personas normales.
Esta decisión responde fundamentalmente a una larga campaña llevada a cabo por Facebook desde que en 2018, annus horribilis de la compañía, explotó el escándalo de Cambridge Analytica. Tras numerosas filtraciones de malas prácticas internas, comisiones de investigación del Congreso de los Estados Unidos y pesquisas europeas, la marca de Facebook vive uno de sus momentos más bajos. En este sentido, es importante recalcar cómo una de las posiciones más transversales entre los votantes estadounidenses es la desconfianza en esta red social, según el Pew Research Center. Así, resulta crucial contextualizar esta decisión dentro de una operación de lavado de cara con la que Facebook como empresa matriz (puesto que la red social sí mantendrá su nombre) espera dejar atrás estos escándalos. No en vano, esta ha sido la estrategia que muchas multinacionales han seguido cuando su reputación ha sufrido fuertes golpes, tales como la tabaquera Philip Morris, que cambió el nombre de la multinacional por Altria Group tras demostrarse que la empresa supo de los efectos negativos del tabaco años antes de que fueran públicos, o la empresa de mercenarios Blackwater que cambió su nombre por Academi tras la masacre de diecisiete iraquíes.
Por lo tanto, en un momento de inflexión como este es necesario evitar la distracción de este tipo de cortinas de humo para poder poner el foco en lo que realmente importa: por una parte, las revelaciones que la denunciante Frances Haugen filtró a The Wall Street Journal y, por otra, las condiciones de posibilidad de este tipo de abusos. Respecto a las primeras, desde finales de septiembre de este año, Haugen —ex gerente de producto del departamento de integridad cívica de la compañía— filtró una miríada de documentos internos que demostraban que Facebook no aplicaba sus filtros a millones de usuarios VIP (permitiendo la publicación de, por ejemplo, incitaciones a la violencia), que no se actuó con suficiente fuerza contra el uso de la red social por parte de traficantes humanos o cárteles de drogas, o que su algoritmo amplificaba mensajes de odio en contextos de profunda división social (por ejemplo, aumentando en un 300% las agresiones por motivos religiosos en la India). Estos documentos no sólo contenían decisiones políticas cuestionables; también demostraban que la compañía era consciente de que el algoritmo de Instagram (propiedad de Facebook) priorizaba contenidos como las autolesiones, menoscabando la salud mental de millones de mujeres adolescentes.
Poner el grito en el cielo por estos abusos es necesario pero no suficiente. Es crucial investigar sus condiciones de posibilidad: el poder cuasimonopolístico que la compañía ejerce en su mercado, la enorme autoridad que Mark Zuckerberg disfruta en su empresa y la influencia que las empresas tecnológicas tienen en la vida política de las democracias liberales.
Así, en 2020, la Comisión Federal de Comercio estadounidense (que vela por los derechos de los consumidores) inició el caso Federal Trade Commission v. Facebook, en el que acusó a la compañía de acciones monopolísticas al comprar a dos de sus principales competidores: WhatsApp e Instagram. Esta tendencia se enmarca dentro de la creciente concentración de mercados en forma de megacorporaciones que han contribuido al aumento de la desigualdad desde los años setenta. Uno de los factores que explican esta tendencia han sido las tímidas respuestas regulatorias ante estas estrategias monopolísticas. No obstante, el pasado nos ofrece modelos que podrían seguirse en el caso de Facebook (y otras tecnológicas): por ejemplo, la división en 1911 de Standard Oil en treinta y cuatro compañías diferentes o, más recientemente, la partición de AT&T en siete empresas telefónicas. Dividir Facebook permitiría reducir su desmesurado peso –económico y político—, así como permitir una competición más justa en el mercado tecnológico. Asimismo, una segunda propuesta para controlar el poder de estas enormes multinacionales sería luchar contra la ingeniería fiscal que permite una competición desleal de estas multinacionales, obligando a pagar unos impuestos de sociedades proporcionales a lo que facturen en cada país.
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En segundo lugar, Zuckerberg tiene más poder en su empresa que cualquiera de sus homólogos. Es, al mismo tiempo, consejero delegado, presidente y accionista mayoritario de Facebook. Como señala Chris Hughes, cofundador y exempleado de Facebook, “Zuckerberg tiene más poder que nadie en el sector privado o en el gobierno, controlando tres de las plataformas más importantes del mundo: Facebook, Instagram y WhatsApp”. No sólo tiene la última palabra sobre qué hacer con los nocivos algoritmos que antes señalábamos, sino que tiene la capacidad de sortear cualquier intento interno de hacerle rendir cuentas. De nuevo, esta realidad pone de relieve un problema social más amplio que tiene que ver con la pérdida de poder de negociación de los trabajadores y la necesidad de extender los principios democráticos al campo de los negocios. En este sentido, una segunda medida que podría mitigar esta falta de rendición de cuentas interna sería la imposición de consejos de administración basados en la codeterminación, donde propietarios y trabajadores se repartirían los asientos a partes iguales, obligando a tomar decisiones consensuadas.
Por último, resulta necesario actuar contra el poder que Facebook tiene a través de uno de los recursos más importantes de nuestro tiempo: los datos. Con casi tres mil millones de usuarios, Facebook tiene acceso a los datos de más de una tercera parte de la población mundial. Como explica Soshana Zuboff, lo verdaderamente preocupante del socavamiento de la privacidad con la mercantilización de los datos no es lo que puedan averiguar sobre nosotros, sino el hecho de que puedan cambiar nuestro comportamiento. Esta manipulación no se limita a comportamientos de consumo; también puede modificar nuestro voto o nuestros deseos más íntimos. En suma, quienes somos. ¿La solución a este problema? Zuboff lo tiene claro: regular para desmercantilizar los datos. En ese sentido, el GDPR (Reglamento general de protección de datos, por sus siglas en inglés) de la Unión Europea muestra el camino a seguir. Pero harán falta soluciones más ambiciosas para hacer frente a esta injerencia en el campo político por parte de las grandes tecnológicas.
En conclusión, ante el punto de inflexión que supone el “funeral” de Facebook con el nacimiento de Meta, cabe proponer estas cuatro medidas: la división de Facebook en varias compañías, la lucha contra la evasión fiscal de las grandes tecnológicas, la democratización de los consejos de administración y la desmercantilización de los datos personales. Las políticas públicas son siempre el resultado de correlaciones de fuerza: por lo tanto, es hora de actuar antes de que sea demasiado tarde.
La semana pasada Facebook volvió a ocupar las portadas de los periódicos con el anuncio de que la empresa cambiará su nombre por el de Meta. El fundador de la madre de todas las redes sociales ha aparecido en numerosos vídeos promocionales anunciando la creación de un metaverso digital en el que en lugar de nuestro cuerpo analógico, quedaremos, charlaremos y jugaremos con nuestros amigos a través de un avatar. Lo cierto es que todos los protagonistas de estos vídeos, y particularmente Zuckerberg, parecían actuar más como NPCs de este metaverso diseñados para imitar a los humanos que como personas normales.