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La “contienda atronadora” es más ruido que parálisis: cinco acuerdos entre PSOE y PP en la España de 2024

Bandeja de asuntos intocables

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Hace muchos años, conocí a un importante ejecutivo poco amigo de enfrentarse a cualquier adversidad o dificultad. Cada vez que surgía un problema, solía rechazar mirar siquiera el informe correspondiente que exponía la situación. Disciplinadamente, lo depositaba en una bandeja que recogía los problemas sobre los que no había que realizar actuación alguna. Según su razonamiento, la explicación se debía a que o se trataba de problemas absolutamente irresolubles o estábamos ante una complicación que se arreglaba sola con el paso del tiempo. En ambos casos, la decisión inflexible era por tanto no hacer nada.

Diversas encuestas publicadas estos últimos días coinciden en una tendencia de pérdida del apoyo electoral del PP. Da la sensación de que una parte de sus votantes empieza a cansarse de la falta de reacción ante el desgaste producido por los casos de corrupción vinculados a los dirigentes el partido. Es la única explicación posible, ya que el resto de los asuntos de trascendencia electoral parecen vivir un período de ligera mejoría constante. Ciudadanos parece ser la opción preferida de los votantes que buscan mantener un gobierno de perfil conservador pero limpio de escándalos de corrupción. La tantas veces reclamada renovación dentro del PP no termina por llegar, ni se atisba su posible advenimiento. Este 2017 se está convirtiendo en una auténtica agonía para la política de comunicación del Partido Popular. Por una vez, el Gobierno tiene más deseo de que lleguen las vacaciones de verano que los más esforzados currantes del país.

En principio, el año se presentaba bastante esperanzador para los estrategas populares. Tenían fundadas esperanzas en que tras un largo período de temporal parecían abrirse algunos claros. Subsistían ciertas preocupaciones, pero, por vez primera desde la llegada al poder de Mariano Rajoy en 2011, aparecía un panorama estimulante y esperanzador. Las amenazas podían controlarse y la tendencia creciente esbozada tras las elecciones del 26 de junio de 2016 podía consolidarse e, incluso, mejorarse. En esas elecciones, el PP subió casi un 10% su número de votos e incrementó en 14 diputados su presencia en el Parlamento, hasta llegar a los 137.

Bien es cierto que gran parte de las buenas perspectivas que parecían abrirse se basaban en la voraz capacidad autodestructiva de sus rivales. Además, este proceso tenía negras expectativas para los partidos de oposición. El PSOE estaba sumido en su mayor crisis de subsistencia desde el inicio de la transición. Tras el bochornoso espectáculo vivido en el Comité federal del 1 de octubre, el Partido Socialista facilita a Rajoy alcanzar la mayoría parlamentaria para gobernar y se introduce en una guerra fratricida de imprevisible final en aquellas fechas. Ferraz aparecía como una ínfima amenaza para el PP. Al contrario, parecía consolidarse como un silente aliado que podía colaborar con una estabilidad política buscada por ambas formaciones por razones bien distintas.

Para completar el idílico horizonte del Gobierno a primeros de año, Podemos se vio atrapado en una seria división interna derivada del inesperado enfrentamiento entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, después del fracaso que supuso no alcanzar el ansiado sorpasso que podía haberle dado el liderazgo de la izquierda en España.

Con este panorama, el PP diseña para 2017 su estrategia política y su plan de comunicación destinado a conseguir la investidura y aprovechar para relanzar la castigada marca del partido, aún resistente a cuantos golpes había recibido en los últimos años. El último peldaño que restaba era el de cerrar un acuerdo con el debilitado Ciudadanos. El partido había salido muy castigado en las urnas debido a su ambigüedad ideológica, asentada tras sus escarceos de alianza gubernamental con el PSOE del antiguo Pedro Sánchez. El PP selló un obligado acuerdo de investidura con Albert Rivera que le forzó a hacer algunas concesiones que, a finales de febrero, cuando los primeros serios problemas reaparecieron, fueron bautizadas como “lentejas” por el coordinador general del PP, Fernando Martínez Maíllo.

Unas semanas antes, a primeros de febrero, el PP celebra un congreso triunfal y relajado en el que se respira un ambiente de optimismo y se transmite una sensación de fortaleza. Hasta la tradicional sombra de Aznar queda disipada ante la aparente consolidación del proyecto. El nuevo plan de actuación, desde la visión de los populares, se apoya con firmeza en cuatro patas:

 

  1. La situación económica era floreciente y la crisis siempre heredada de los socialistas se podía dar por terminada.
  2. La corrupción era un asunto del pasado puesto que ya no quedaba en el PP nadie imputado y ahora el problema era responsabilidad de los jueces.
  3. Había que hablar bien de España. Era el momento de defender la patriótica labor gubernamental de reconstrucción del país o seguir la senda de los populismos foráneos o de caer en manos de una oposición autodestruida y enfrentada.
  4. Se abría un período en el que el PP iba a impulsar medidas que mostraran al pueblo el fin de la etapa de recortes y la llegada de una nueva política basada en el crecimiento económico, la creación de empleo y la atención a los sectores castigados por la crisis heredada.

El mismo viernes 10 de febrero, fecha de arranque del congreso, el PP recibió una desagradable noticia que enturbió el generalizado ambiente triunfal. Los cabecillas de la trama Gürtel fueron condenados ese día a 13 años de cárcel. Lejos de sentirse afectada, la maquinaria de comunicación diseñó una rápida respuesta: era la prueba de que la justicia funcionaba y castigaba a esos corruptos que, como todo el mundo sabía, no pertenecían al PP. Asunto zanjado. Sin embargo, aquello no fue más que un síntoma de lo que vendría posteriormente. Las políticas de comunicación tienen este problema, que o reflejan certeramente la realidad o, si se encubre con demasiadas capas, pueden acabar por agrietarse y mostrar tiempo después la auténtica verdad.

La suave sentencia del caso Nóos hecha pública unos días después del congreso popular dejó una amarga sensación de cierta impunidad en amplios sectores de la sociedad. Desde ahí, lo que ha venido después es conocido por todos y ha ido transformando semana a semana la radiografía de la situación política española. El deterioro ha sido creciente y a estas alturas nadie tiene ya un plan convincente para abordar el incierto futuro que apenas se divisa.

La desastrosa gestión política y de comunicación que acabó el 4 de abril con la bochornosa y obligada defenestración de un desafortunado Pedro Antonio Sánchez como presidente de Murcia fue el anticipo de la avalancha que se avecinaba. De nuevo, la corrupción y la justicia se mezclaban con un destacado miembro del PP. Ya no eran cosas del pasado. El Partido Popular luchó todo lo que pudo por retorcer la palmaria realidad y evitar reconocer que el mayor problema que persigue su imagen y su valoración social no estaba superado: la corrupción.

Pedro Sánchez en el bosque perdido

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Y, sin embargo, la caída del presidente murciano, forzada por la actuación conjunta de Ciudadanos, PSOE y Podemos, se quedaría en una pequeña anécdota al poco tiempo.  Apenas tres semanas después, el 20 de abril, es detenido Ignacio González, ex presidente de la Comunidad de Madrid, como cabecilla de la llamada operación Lezo que devuelve el tema de la corrupción al corazón del PP. La encomiable labor de algunos medios de comunicación posibilita la difusión de escandalosas actuaciones y conversaciones entre facinerosos de tan baja condición humana que ha dañado irremisiblemente la nefasta impresión de la ciudadanía respecto a buena parte de la clase política.

Sin duda alguna, el centro de la indignación social se dirige en la actualidad al evidente intento de control de la justicia por parte del Gobierno. Las noticias que han desprestigiado a trascendentales soportes de la democracia como el Ministerio de Justicia, la Fiscalía General del Estado, la Fiscalía Anticorrupción, la Audiencia Nacional, etc. causan un daño irreparable que exige una urgente actuación por parte nuestros gobernantes o, de lo contrario, la condena social acabará por arrastrarles a ellos. La crisis en torno a Manuel Moix no ha sido un problema puntual. La protección de su turbia presencia no tenía otra posible lectura que la búsqueda de una mutua y cerrada protección incondicional. El tradicional método Rajoy de intentar minimizar los asuntos delicados sobre la base de no mencionarlos o de dirigir la mirada en dirección contraria tenía sus límites. Moix ya estaba acabado y mantenerlo solo trasladaba la presión hacia sus superiores jerárquicos, Maza y Catalá.

La permanente sucesión de acontecimientos internacionales como el terrorismo, las elecciones británicas, las demencias de Trump, el sostenimiento de la Unión Europea… siempre servirá de posible refugio a Rajoy para decidir cambios de rumbo en su estrategia tradicional. Sin embargo, los datos de las encuestas suponen una seria señal de alarma. El muro que hasta ahora ha protegido su actividad parece empezar a mostrar grietas importantes. Aun así, debemos tener pocas dudas respecto al futuro inmediato. La única alternativa estratégica que podrían abordar sería la de asumir un cambio generacional que trasladara a sus potenciales votantes un nítido mensaje de renovación. Esto supondría el fin de la carrera política de los actuales dirigentes del PP. Esa carpeta descansa al fondo de la bandeja de los asuntos intocables.

Hace muchos años, conocí a un importante ejecutivo poco amigo de enfrentarse a cualquier adversidad o dificultad. Cada vez que surgía un problema, solía rechazar mirar siquiera el informe correspondiente que exponía la situación. Disciplinadamente, lo depositaba en una bandeja que recogía los problemas sobre los que no había que realizar actuación alguna. Según su razonamiento, la explicación se debía a que o se trataba de problemas absolutamente irresolubles o estábamos ante una complicación que se arreglaba sola con el paso del tiempo. En ambos casos, la decisión inflexible era por tanto no hacer nada.

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