Quiero agradecer que hayas llegado a leer hasta aquí. Estoy seguro de que muchos se han quedado atrás en el titular. Intentaré explicar sin mucho rodeo lo que quiero compartir. Me gustaría, antes de nada, contar una breve anécdota personal.
En los años ochenta, formé parte de un grupo de profesores universitarios invitados a participar en un viaje a Estados Unidos. Yo era un veinteañero y era la primera vez que visitaba ese país, como casi todos mis colegas. Uno de ellos venía de Barcelona y tuvimos la oportunidad de compartir mucho tiempo juntos. Me sorprendió, porque fue la primera ocasión que entablé amistad con un convencido independentista catalán. Me interesaba conocer su punto de vista y me divertía discutir todo el tiempo sobre la misma cuestión, que me explicara en qué nos diferenciábamos como para podernos considerar pertenecientes a dos países diferentes. Después de participar en un interesante curso en la Universidad de Columbia-Missouri, volamos a conocer Nueva York. Al anochecer nos llevaron al mirador de turistas por excelencia, la terraza de The River Cafe, al otro lado del puente de Brooklyn. Hacía frío y no había casi nadie. La imagen del skyline, vista por primera vez en mi vida, hace más de 30 años era abrumadora. Mi amigo Sergi y yo nos quedamos apoyados en la barandilla hombro con hombro y en silencio durante un buen rato. Casi no podías articular palabra y sólo llegabas a pestañear de vez en cuando. Pasados unos minutos, le dije: “Sergi, explícame ahora eso de que tú y yo somos de dos países diferentes”. Nos reímos y me dijo que eso era hacer trampas y que no valía como argumento.
Me gusta ser español. Reconozco que en muchas ocasiones me ha dado un poco de vergüenza explicar cosas que aquí pasaban, pero hasta en esas situaciones siempre lo he intentado justificar con serena resignación. Yo soy español, de izquierdas y me considero un convencido patriota. Me encanta mi país y si volviera a nacer me gustaría que fuera aquí de nuevo. He tenido la fortuna de viajar a las principales capitales del mundo y, al final, ninguna me gusta más que Madrid para vivir. Quizá, sólo Barcelona me gusta tanto o más que Madrid, donde nací. Lo que más me agrada de la españolidad, tal y como yo la entiendo, es la extraordinaria diversidad que la conforma. Me encanta, cuando estoy fuera, comentar cómo somos de diferentes y cómo esa extraordinaria variedad es precisamente el principal nexo que nos une. En este país, englobamos desde gente que en el sumun del absurdo cree que España es una, casualmente la que a ellos les gusta, junto a varios millones de personas que se sienten absolutamente antiespañolas. Lo interesante, para mí, es que esos dos colectivos sumados son los que componen la España real. Tan español es Abascal, como Otegui; Albert Rivera, como Torra; y Aznar, como los CDR.
No es más español el que más se siente español. Es simplemente una manera más de ser español. No es más español el que coloca la bandera en el balcón de casa que el que la quema en una manifestación independentista. En realidad, son iguales. Son españoles, con muy diferentes maneras de expresar libremente su identidad. Y junto a ellos, miles de diferentes formas de entender la pertenencia a una nación compartida inevitablemente con millones de conciudadanos que con mayor o menor suerte te rodean. Ese maremágnum, ese totus revolutum, ese caos descontrolado es la España que a mí gusta. Nada me aburre más que la uniformidad. Tan español es, desde hace siglos, el que reniega de serlo, como el que absurdamente quiere imponer severas reglas de comportamiento que en su delirio cree que caracterizan al auténtico español. Nada es más español que el desorden, que la falta de criterio uniforme, que el incumplimiento de las reglas, etc. En realidad, hasta todo el procés ha sido una de las muestras históricas de españolidad más evidentes que hayamos conocido. Sólo una organización a la española hubiera sido capaz de montar un plan tan caótico, incoherente e imprevisible.
Seguramente, la aparición de Vox ha llevado al culmen la españolidad de nuestro desorden político. Como perfectamente expresa el refranero español, éramos pocos y parió la abuela. Si ya teníamos bastantes problemas para hacernos entender al respecto de qué significa la españolidad y quién y cómo se representa, reaparece ahora un grupo silenciado en los últimos años que quiere explicarnos que España es como ellos dicen y recuperan esa sorprendente expresión de que hay “españoles de bien”, lo que implica que los que no somos sus correligionarios debemos ser “malos españoles”. Lo cierto es que buenos o malos son sólo calificativos del mismo sustantivo, españoles.
Hay partidos que se presentan en estas próximas elecciones con la defensa de España en el frontispicio de su propuesta. Y detrás, hay poco más. Cuando lo oigo en sus apariciones televisivas, me produce incomodidad y diversión a la vez. Me siento incómodo porque no entiendo por qué piensan que España es sólo la que a ellos les gusta y, claro está, no es la que a otros muchos nos entusiasma. A ellos les gusta su España uniforme, mientras yo, por ejemplo, adoro lo diverso. A la vez, me divierte la seriedad y la intensidad de su discurso, como si esa severidad le diera algún punto más de razón. Es evidentemente, una de las muchas maneras que existen de ser español. Desde luego, no es la más atractiva ni creativa. Pero tengamos cuidado con dejarnos llevar por esa severidad y llegar a la intransigencia. Nadie es más español que nadie por el hecho de que él mismo lo decida. Para mí, no hay españolidad más admirable y beneficiosa que la de los que entienden la máxima diversidad, la disfrutan, la admiran y buscan integrarla.
Quiero agradecer que hayas llegado a leer hasta aquí. Estoy seguro de que muchos se han quedado atrás en el titular. Intentaré explicar sin mucho rodeo lo que quiero compartir. Me gustaría, antes de nada, contar una breve anécdota personal.