Recientemente, Andalucía celebró el décimo aniversario de la que sería la primera Ley Trans que se aprobó en este país, legalizando, de manera pionera, el derecho a la autodeterminación de género. Hubo unanimidad, con el apoyo, incluso, del Partido Popular.
Diez años de autodeterminación de género. Diez años de despatologización trans (que no se quedó en Andalucía: siguieron Extremadura, Murcia, Madrid, y así hasta 16 leyes similares). Diez años dejando atrás la (absurda) obligación de pasar por un proceso de dos años de hormonación y tutela psiquiátrica. O “tortura” psiquiátrica, más bien, porque encerrar a una persona en un despacho a preguntarle durante horas si tiene fantasías sexuales con sus familiares, entre otras lindezas, suena más bien a eso. O a decirles que cómo van a ser “hombres de verdad” si no se hormonan para tener barba. O que cómo van a ser “mujeres de verdad” si se han puesto pantalones en lugar de vestido para ir a consulta. Para que luego digan que son las personas trans las que “refuerzan los roles de género”.
Diez años de mejoras progresivas en las vidas de personas trans, luchando contra los desmesurados datos de desempleo, las descorazonadoras tasas de violencias, los preocupantes casos de sinhogarismo.
Y la mayoría de esos diez años, sin un solo caso de fraude de ley por parte de hombres que querrían recibir supuestos privilegios al registrarse como mujeres. Ni tampoco un solo caso de un agresor machista librándose de una condena al argumentar ser mujer y no poder ser juzgado por violencia de género. Ni hordas de hombres entrando a baños de mujeres para acosarlas de manera impune, ni el temido “borrado de las mujeres”.
De repente, ante la propuesta de una ley estatal que equiparase los derechos trans de todo el territorio nacional, la dirección cambia. En 2020, en el PSOE (quienes anteriormente proponían esta ley) se difunde un argumentario interno firmado, entre otros, por Ábalos y Carmen Calvo. El texto habla del peligro de “teorías que niegan la realidad de las mujeres” y de la necesidad de que las personas trans demostrasen “una situación estable de transexualidad debidamente acreditada”. Vuelta a la patologización. Vuelta a que fueran otros quienes decidieran si tenías derecho o no a ser tú mismo. Y vuelta al debate.
Un debate, por cierto, plagado de incongruencias. En 2021, mientras los socialistas se abstenían y tumbaban la toma en consideración de la ley en su primer intento y los populares ponían el grito en el cielo hablando de los peligros de la “moda trans”, ambos grupos votaban a favor de la ley trans autonómica canaria, que contemplaba el derecho a la autodeterminación del género.
Tras su aprobación, Feijoó decía que lo primero que haría al llegar a la Moncloa (mala suerte, amigo) sería derogar la Ley Trans porque era un “disparate”.
El derecho a ser quien eres lleva entre nosotros toda una década. Los intentos de fraude de ley animados desde los medios o el debate sobre si se borra a unos o a otras, solo tres años. Preguntémonos por qué
Ayuso hablaba de la comunidad trans como una “moda agresiva, impositiva e internacional” que hacía daño a los adolescentes y, posteriormente, efectuaba el primer retroceso en derechos LGTBI con su recorte a la ley madrileña.
Ana Rosa Quintana abría su programa con la noticia de un condenado por violencia de género que pedía ser trasladado a una cárcel de mujeres. Esto a pesar de que la Ley Trans de 2023 no interfiere de ningún modo en las políticas penitenciarias y a pesar de que ese traslado nunca sucedió.
Sonsoles Ónega entrevistaba a sospechosos de cometer fraude de ley bajo el titular “Transexuales bajo sospecha”, pese a no haber una sola persona trans presente en el plató. Casualmente, todos los entrevistados fueron militares, pero a nadie se le ocurrió que el titular fuese “militares bajo sospecha”.
Con la Ley Trans estatal teníamos la oportunidad de saldar una deuda histórica con una comunidad que se partió la cara por nuestros derechos y libertades. Los de todos. Como pasó en aquella primera manifestación LGTBI por Las Ramblas de Barcelona en 1977, cuando las mujeres trans fueron rechazadas por la propia organización para evitar que todo el colectivo fuera relacionado con ellas y su “mala imagen”. Sin embargo, fueron estas las que, al llegar las represalias, se enfrentarían a las autoridades y harían honor a la palabra que usamos para hablar de esa marcha anual: Orgullo.
Por desgracia, son demasiados (y demasiado poderosos) quienes no pierden el sueño tras señalar y estigmatizar a una comunidad ya de por sí en riesgo. Y a quienes no se les corta la respiración cuando salen a la luz agresiones como la sucedida en mayo, en la que una niña de Granada de tan solo 13 años recibió una paliza brutal por el mero hecho de ser trans.
El derecho a ser quien eres, sin exámenes, tutelas, ni hormonaciones obligatorias, lleva entre nosotros toda una década. Los intentos de fraude de ley animados desde los medios o el debate sobre si se borra a unos o a otras, solo tres años. Preguntémonos por qué. Preguntémonos a quién beneficia. Y preguntémonos cómo podemos enmendar el daño ocasionado y continuar saldando nuestra deuda histórica.
Recientemente, Andalucía celebró el décimo aniversario de la que sería la primera Ley Trans que se aprobó en este país, legalizando, de manera pionera, el derecho a la autodeterminación de género. Hubo unanimidad, con el apoyo, incluso, del Partido Popular.