Sólo hay una tentación más peligrosa que las extrapolaciones grandilocuentes y a la ligera: no tomar nota de los resultados.
Empecemos por lo primero, que es importante. Hay un clima, muy instalado en círculos políticos y mediáticos, que alimenta recurrentemente el síndrome del “cambio de ciclo” en el conjunto de España y con la vista puesta en la Moncloa. La tesis es defendida, curiosamente, por los mismos que quisieron verlo en Castilla y León en febrero y lo ven cuatro desde este domingo en Andalucía. “Ahora es de verdad”, dicen, esperando que todo el mundo lo acepte como una verdad absoluta. Si no tienes el poder, porque las urnas no te lo han dado, es vital trasladar por tierra, mar y aire que estás a punto de conseguirlo y que si hubiera elecciones, lo obtendrías de inmediato. Las elecciones acaban siendo, en ese clima, un mero trámite, una certificación formal de las encuestas y no el momento trascendental en el que los ciudadanos eligen su futuro tras una campaña electoral y la precipitación del voto indeciso, que todo lo puede cambiar. Se alimenta así una profecía para intentar que acabe cumpliéndose solita a base de ilusionar a los propios y desanimar a los ajenos.
Sólo hay una tentación más peligrosa que las extrapolaciones a la ligera: no tomar nota de los resultados
La tesis no atiende a matices, que son, en la política y en el periodismo, lo mismo que los escrúpulos. El PSOE gobernó en Andalucía desde los albores de la autonomía hasta 2018, un total de 36 años. Si queremos ser rigurosos, parece razonable situar en ese momento y claramente el cambio de ciclo, de la izquierda a la derecha en el poder, y en lo que ocurrió este domingo una consolidación y refuerzo de ese camino iniciado hace menos de cuatro años. Lo mismo ocurre con los “cambios de ciclo” en las elecciones de Castilla y León y Madrid, irrefutables pruebas para la calle Génova de que España es de derechas a pesar de que esas dos comunidades tienen (sin interrupción) presidente del PP desde 1995 y 1987, respectivamente. Un giro de 360 grados.
No se puede ignorar la idiosincrasia propia de Andalucía, la buena valoración que hace la ciudadanía de la gestión de la Junta y en particular de su presidente, el paradójicamente orgulloso paracaidismo de Macarena Olona, la división a la izquierda del PSOE hasta el arranque mismo de la precampaña o la dificultad del PSOE de construirse como alternativa en tan poco tiempo, tres años y medio, tras 36 en San Telmo.
Nada de todo lo anterior tapa algunas señales que deberían hacer saltar todas las alarmas en la izquierda:
O se acaba el ruido en la izquierda o puede acabarse la izquierda de gobierno. El Gobierno de coalición de PSOE y Unidas Podemos necesita sonar como una orquesta afinada y acompasada, aunque en ella quepan solistas y amalgamas. Demasiadas energías se han ido ante los ciudadanos en disputas que no están a la altura. No hay crisis de gobierno que deba postergar el fin de la cacofonía en el Gobierno. Que la coalición funcione mejor, que no se perciba como un proyecto agotado, es vital para su supervivencia.
Lo mismo se aplica específicamente a la izquierda a la izquierda del PSOE, un complejo laberinto en el que parece haber algunos actores con más ganas de tener razón en un pequeño rincón de la oposición que en dejar al margen las rencillas para seguir siendo atractivos como gobernantes para una mayoría social. Urge cortocircuitar el riesgo de la desesperanza.
El Gobierno necesita pasar al ataque en positivo y en defensa propia. Dejando al margen a los candidatos, la estrategia en Andalucía, una combinación de la alarma por unos servicios públicos al límite y una arenga a la participación ha sido insuficiente. Da la sensación de que se asumió con naturalidad que reivindicar la acción del Gobierno progresista y sus medidas legislativas restaba en las urnas. Pedro Sánchez y Yolanda Díaz no tienen quién los defienda y algunas intervenciones de sus portavoces son contraproducentes. Sus estrategas parecen desbordados, mucho más concentrados en salvar el día, asaeteados por crisis de indudable gravedad y sin precedentes, sin tener tiempo para levantar la vista.
La situación económica no parece que vaya a dar tregua a corto plazo, por lo que la ilusión de una segunda parte de la legislatura más tranquila, que la guerra en Ucrania frustró, obliga aún más a hacer de la necesidad, virtud. No basta con esperar.
Feijóo 1, Ayuso 0. Pablo Casado e Isabel Díaz Ayuso representan el mismo PP, por más que acabasen enfrentados. El de Feijóo empezó marginando en la sala de máquinas de Génova al PP de Madrid y dándole al de Andalucía buena parte del control a través de Elías Bendodo, número dos de Moreno Bonilla. Se impone un PP que ignora a Vox, no que trata de imitarlo. Y demuestra que es capaz de lograr mejores resultados.
El voto útil contra Vox puede cambiar de signo. La izquierda ha aprendido que el miedo a Vox no es un proyecto político, pero no ha conseguido que cristalice en torno a ella la alternativa a la extrema derecha o a su influjo en el PP. Es, quizás, la conclusión más compleja de digerir y gestionar de la noche electoral por cuanto puede dar mucho aire al PP, permitiéndole avanzar como partido clave de su espacio, recibir las primas del sistema electoral y dotarlo de apariencia de centralidad. En Andalucía, la estrategia de Moreno Bonilla ha funcionado. Es la misma que la de Feijóo.
Rivera y Arrimadas, hijos predilectos en Génova. Seguimos en el 11 de noviembre de 2019, cuando Ciudadanos pasó de 56 a 10 diputados y Albert Rivera abandonó la política. ¿Alguien sabe qué ha cambiado en este tiempo? Esas elecciones generales marcaron el fin del duelo entre PP y Ciudadanos. Desde entonces, el supuesto partido liberal y centrista desaparece allí donde se presenta, eso sí, sin despegarse del partido que absorbe todo su espacio, fiel hasta la desaparición. Todos los adelantos electorales los pillan por sorpresa, nunca cambian de rumbo y al final siempre son barridos del mapa. Es un suicidio político, una prolongada agonía durante años, que merece ser estudiada como un gran favor a la España bipartidista y de bloques.
¿El fin del ascenso imparable de Vox? La ultraderecha logró en su irrupción en Andalucía un 11% de los votos en 2018 y casi un 21% en la misma tierra en las últimas elecciones generales de 2019. Lograr menos de un 14% puede deberse a la fortaleza de Moreno Bonilla o a la exótica campaña de Olona, pero se ha pinchado el globo. No ha logrado su objetivo de ser determinante y entrar en la Junta para continuar revistiéndose de un aura de supuesta respetabilidad. La extrema derecha no es inevitable. Sólo hay que vencerla con un proyecto en positivo.
Sólo hay una tentación más peligrosa que las extrapolaciones grandilocuentes y a la ligera: no tomar nota de los resultados.