Fin de año en familia

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La política está triste, tiene frío, soporta los síntomas de la saturación y la fatiga. Las ilusiones se quedan secas, la ebriedad amanece en resaca, las palabras y los buenos deseos apenas soportan su cáscara mentirosa. El debate político recuerda mucho a esas cenas finales de las celebraciones navideñas donde la gente se reúne para contarse que está cansada de reuniones, cenas, bebidas, charlas y mantecados.

Siempre pienso que la gente podría dejar de quejarse y cenar menos, beber menos, charlotear menos. Así no perderían el deseo de la celebración, ni considerarían un incordio maldito el compartir mesa con los demás. Las personas solitarias y calladas no suelen ser enemigas de la sociedad y la conversación; en realidad, respetan de una forma íntima el sentirse junto a los demás, y por eso evitan convertir la compañía en ruido y la amistad en una versión particular de la multitud.

Triste por el estado triste de la política, sin noticias de la izquierda y de un horizonte con esperanzas verdaderas, me esfuerzo en celebrar la noche de fin de año con mi familia más cercana, mi mujer y mis hijos. Es una manera de confirmar los fundamentos de mi vida. Claro que al asumir la palabra fundamentos, tan querida en mi juventud universitaria, la familia adquiere otro tipo de significado, se mezcla con mi biblioteca, con mi historia, con el sedimento de verdad que dejan las pérdidas inevitables. Librepensadores, republicanos, rojos, progres, camaradas…, son mi familia.

Soy nieto de los republicanos españoles. Lo que pareció una primavera inesperada el 14 de abril de 1931, fue en realidad una historia de siglos y de pactos para oponerse al pensamiento reaccionario español. Se sentaron en la mesa los herederos de la cultura libre, la burguesía progresista y la clase obrera que buscaban una forma democrática de gobierno (para facilitar la aprobación de medidas laborales) y los hombres y las mujeres que comprendían la necesidad de reconocer la libertad, la igualdad y la fraternidad como una cuestión de género. Me siento heredero no sólo de esa ilusión, sino de la capacidad de resistencia que demostraron, en el interior y en el exilio, cuando la mezquindad del mundo se levantó en armas contra sus sueños.

Soy hijo de la lucha clandestina contra la dictadura franquista. La libertad civil y la dignidad laboral eran una ilusión que conducía a la tortura, la cárcel y la pena de muerte. Fue uno de los periodos más crueles de la historia, y no sólo por la sangre derramada, sino por la existencia cotidiana de la humillación. Cuando la industria de los años 60 entró por el norte, los deseos de libertad se apaciguaron ante la salida de la pobreza extrema que ofrecía Manuel Fraga Iribarne con sus 25 años de paz. Pero el Régimen siguió envejeciendo, el miedo dejó de ser el motivo único de la existencia y la gran mentira del franquismo se derrumbó para convertirse en humo.

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Soy padre de hijos y de hijas que viven marcados por la incertidumbre. Me siento comprometido con el futuro a través de ellos. Ya no se trata del mundo que quiero conquistar, sino de la dignidad del mundo en el que ellos van a vivir. Es su tiempo, son sus miedos y sus ilusiones. Me limito a hacer memoria para contarles algunas cosas en las cenas de familia. Que no se crean que palabras como rojo, izquierda, igualdad, seguridad y pacto, están trasnochadas. Nos lo dijeron a sus bisabuelos, sus abuelos y sus padres muchas veces. Que no se crean que las cosas no cambian y que luchar y pactar no merece la pena. Las cosas cambian para bien o para mal, y si no se lucha o se pacta siempre cambian para mal. Dejarle libertad a la ley del más fuerte siempre va en contra de los débiles.

Verdad que hay políticos que actúan como herederos del franquismo; verdad que se ha sido injusto con la memoria de los antifranquistas. Pero decir que España sigue siendo franquista es hacerle un favor a Franco y es despreciar muchas conquistas decisivas para los hombres y las mujeres de nuestra sociedad. Después de un día, llega el siguiente.

Las decepciones y el fin de año no son el fin de la historia. Esta no es la democracia que queremos los que no estamos dispuestos a confundir la modernidad con el liberalismo, la mercantilización del mundo y de la opinión, la desigualdad naturalizada y el descrédito de la política y el Estado. Así que conviene volver a los fundamentos, sentarnos a cenar en familia, quitarnos la tristeza y desearnos un próspero 2018.

La política está triste, tiene frío, soporta los síntomas de la saturación y la fatiga. Las ilusiones se quedan secas, la ebriedad amanece en resaca, las palabras y los buenos deseos apenas soportan su cáscara mentirosa. El debate político recuerda mucho a esas cenas finales de las celebraciones navideñas donde la gente se reúne para contarse que está cansada de reuniones, cenas, bebidas, charlas y mantecados.

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