Articular España

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Las campañas electorales suponen un tiempo de agitación, afirmaciones, negaciones, quejas y promesas. Una de las dinámicas de la estrategia de la crispación que está degradando la convivencia democrática ha sido la voluntad de perpetuar el ambiente de las campañas electorales a lo largo del tiempo de legislatura. Se sustituyen así los debates por trifulcas y los acuerdos por enfrentamientos. En este sentido, uno de los asuntos que más me preocupa de nuestra reciente campaña electoral es la intención, expresada por algunas voces, de volver a degradar la convivencia catalana en los próximos años. Convertir la convivencia en enfrentamiento puede ayudar a sostener discursos extremistas, pero hace un daño irremediable en la economía, la cultura y el modo de vida de la inmensa mayoría cívica.

Poco tienen que ver los estados de ánimo de la convivencia actual en Barcelona o Lleida con los que padecimos en pasadas legislaturas. Ahora es posible debatir las imperfecciones y procurar el respeto político, cultural, lingüístico, la defensa de los derechos cívicos, de la sanidad y la educación, de la dignidad laboral y el futuro económico. Antes todo quedaba cubierto por una inercia crispada al calor del odio. Las personas, por ejemplo, que consideraban como sus lenguas tanto el catalán como el español, algo propio de una rica existencia bilingüe, quedaron envueltas por el humo de las increpaciones, una asfixia que buscaba más las acusaciones de traición que los sentimientos de hermandad.

La cultura hace comunidad. Por eso siempre me he sentido interesado por los movimientos culturales e interculturales que han apostado por la articulación de España como un requisito necesario para defender los derechos sociales y la calidad de vida de la gente. A los poetas se nos acusa de estar politizados, y a veces nos encierran en la cárcel, nos exilian o nos asesinan, pero es que la poesía nace en ese lugar de las palabras que no se puede separar de la vida. Y cada uno elige su forma de vivir, sin que sea posible la renuncia.

Convertir la convivencia en enfrentamiento puede ayudar a sostener discursos extremistas, pero hace un daño irremediable en la economía, la cultura y el modo de vida de la inmensa mayoría cívica

Espronceda, detenido y exiliado, formó parte del movimiento liberal que quiso articular España con una Constitución democrática y una denuncia del tradicionalismo español que se había apoderado de algunos lugares del norte de la península. La nostalgia de la tierra y las culturas regionales eran el modo de cultivar privilegios clasistas de carácter medieval. Galdós lo contó en sus Episodios Nacionales, la vocación compartida entre liberales vascos, catalanes, aragoneses, valencianos, madrileños y andaluces para articular una soberanía española fundada en la libertad, es decir, contra cualquier absolutismo. También contó Galdós el modo en el que Fernando VII, cuando vio peligrar sus intereses despóticos, acudió al extranjero para vender a España en nombre del nacionalismo español. La internacional reaccionaria de los nacionalismos ha costado muchas lágrimas al pueblo a lo largo del siglo XIX y del XX. Los nacionalistas de un sesgo y otro tardan poco en vender a España. Franco lo hizo, según nos explicó María Zambrano, con Hitler y Mussolini.

Mis maestros catalanes Jaime Gil de Biedma y Juan Marsé denunciaron en la posguerra franquista la explotación que el clasismo catalán ejercía sobre los emigrantes murcianos, andaluces y extremeños. Volvía a esgrimirse un nacionalismo clasista, dispuesto a mantener sus privilegios, contra la necesidad de sobrevivir de las clases populares. Mis maestros Jaime Gil de Biedma y Juan Marsé me enseñaron el amor por Barcelona, por Cataluña, la necesidad de mantener su identidad y su cultura, a lo que contribuyó también mi camarada Manuel Vázquez Montalbán. Más allá de las lecturas ideológicas de la historia, resulta importante comprender el deseo de articular España que han sentido siempre los partidarios del progreso social, la igualdad, la libertad y la fraternidad, un deseo que no han sentido en realidad ni los aristócratas, ni los nacionalistas.

Me preocupa que se quiera agitar otra vez el conflicto catalán por egoístas y mediocres intereses partidistas. Los odios contrarios se autoalimentan. Y no es que ningún tipo de posible realidad política me vaya a hacer renunciar a mi amor por Cataluña y por España. Es que me gustaría vivir este amor con la tranquilidad de los últimos tiempos, sin necesidad de volver al infierno de hace unos años.

Las campañas electorales suponen un tiempo de agitación, afirmaciones, negaciones, quejas y promesas. Una de las dinámicas de la estrategia de la crispación que está degradando la convivencia democrática ha sido la voluntad de perpetuar el ambiente de las campañas electorales a lo largo del tiempo de legislatura. Se sustituyen así los debates por trifulcas y los acuerdos por enfrentamientos. En este sentido, uno de los asuntos que más me preocupa de nuestra reciente campaña electoral es la intención, expresada por algunas voces, de volver a degradar la convivencia catalana en los próximos años. Convertir la convivencia en enfrentamiento puede ayudar a sostener discursos extremistas, pero hace un daño irremediable en la economía, la cultura y el modo de vida de la inmensa mayoría cívica.

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