El asombro es el estado de ánimo más lógico del ciudadano democrático español. Mariano Rajoy, candidato del PP y presidente en funciones del Gobierno de España, aceptó el encargo del rey de formar Gobierno y, al mismo tiempo, dejó abierta la posibilidad de no presentarse a una sesión de investidura. Al día siguiente, la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría confirmó esa posibilidad y, por si fuese poco el disparate, esgrimió el siguiente argumento: “Antes que la coherencia jurídica están la política y la personal”.
El ciudadano democrático se queda perplejo al oír esta justificación en boca de la vicepresidenta. Recuerda, entre otras muchas cosas, que es la misma idea utilizada por Oriol Junqueras, Neus Munté y otros políticos independentistas catalanes para justificar una posible declaración unilateral de independencia que se salte a la torera la convivencia constitucional.
Sobre la desfachatez y la falta de educación democrática del PP no hay que insistir. Pero estas torpezas de Rajoy y Sáenz de Santamaría aluden a un problema mucho más serio: la sustitución de la política y la ley en las sociedades actuales por la manipulación mediática de los instintos de la gente. Se trata de convertir el Estado en un programa de telebasura. El jurista italiano Luigi Ferrajoli denunció en un libro memorable, Poderes salvajes (Trotta, 2013), la sustitución de la democracia constitucional por una muy manipulable democracia plebiscitaria.
Las leyes pertenecen a la ciudadanía. Son las leyes, frente a las fuerzas naturales o militares, las que nos otorgan la condición de ciudadanos y ciudadanas. Y de la ciudadanía depende cambiar las leyes cuando se consideran injustas o no adecuadas a la realidad cambiante de una sociedad. La idea de Constitución como libro abierto, adaptado a las realidades en movimiento de una nación, supone una buena perspectiva democrática. Pero saltarse sin más las leyes a la torera, sin molestarse en cambiarlas, es volver a la ley de la selva, hoy en manos de la especulación mediática y la civilización del espectáculo.
Hemos visto al digno pueblo turco pedir que se reestablezca la pena de muerte. ¿Atraso de los turcos? Pensemos lo que hemos visto también en la Italia de Berlusconi, en la Europa que viola el derecho de asilo en sus fronteras, en la España que aprueba leyes mordaza en nombre de la seguridad y pide mano dura, endurecimiento del código penal, cada vez que un medio se recrea con los detalles de un crimen. El trabajo de los juristas, los sociólogos, los políticos, es decir, la utilidad del saber que da soluciones, queda fuera de juego ante la santa indignación que clama venganza o pide la comunión bajo una idea.
El ciudadano democrático está acostumbrado a explicar estas cosas en la barra de un bar, el asiento de un taxi o, incluso, en los domicilios particulares a la hora de la sobremesa. Pero tener que explicárselo a un presidente de Gobierno o a una vicepresidenta es un triste síntoma de la degradación a la que puede llegar la democracia.
La tristeza es otro estado de ánimo frecuente en el ciudadano democrático. Supongo que muchas ciudadanas democráticas se sentirán tristes al ver que hace falta un rey para encargar la formación de Gobierno. Supongo que muchos ciudadanos se sentirán tristes al ver que no se negocian procedimientos democráticos para que se pueda votar en las urnas la articulación territorial de un país. Supongo que muchos ciudadanos y ciudadanas…
Se puede ser republicano, como yo. Se puede incluso no ser independentista y respetar con convencimiento el derecho democrático a la autodeterminación, como yo. Pero el camino para conseguir una República o la libertad de decisión no es cancelar la democracia constitucional, sino hacer política para cambiar las leyes que ya no nos parecen legítimas. Uno puede obedecer a sus sentimientos en el ámbito privado y vivir de acuerdo con ellos. Pero invadir con sentimientos personales el ámbito público deteriora la democracia y sólo sirve para añadir confusión, paralizar posibles soluciones y provocar malas salidas. Se suele pasar de lo malo a lo peor.
Y una última cosa: permitir que el PP de Rajoy gobierne de nuevo supone una renuncia a la política del Parlamento español. Un pueblo que admite convivir con la corrupción en grado tan espectacular es un magnífico ejemplo de sociedad en la que los instintos bajos han invadido el ámbito público.
El asombro es el estado de ánimo más lógico del ciudadano democrático español. Mariano Rajoy, candidato del PP y presidente en funciones del Gobierno de España, aceptó el encargo del rey de formar Gobierno y, al mismo tiempo, dejó abierta la posibilidad de no presentarse a una sesión de investidura. Al día siguiente, la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría confirmó esa posibilidad y, por si fuese poco el disparate, esgrimió el siguiente argumento: “Antes que la coherencia jurídica están la política y la personal”.