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Colombia y Palestina en el corazón

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La discusión entre el bien y el mal no se queda nunca en un jardín teórico. Resulta imposible separar el pensamiento, el derecho y la justicia de la vida propia y de la vida de los demás. Lo que han visto nuestros ojos es tan importante que sus huellas tristes o felices nos deben hacer dudar de nosotros mismos cuando pretendemos cerrar los ojos ante lo que pasa. Los periódicos y los informativos se llenan de catástrofes, dolores y malas noticias; casi nunca hay espacio para hablar de las humildes cosas alegres, el atardecer del sol que cae sobre el mar y la conversación de unos amigos, el amanecer que apoya su cabeza en una almohada, las calles de una ciudad habitadas por la gente que viene o va a sus tareas. Pero se trata de realidades inseparables. Si duelen las catástrofes es porque estallan sobre la respiración, los recuerdos, las costumbres, los asuntos del bien y del mal que forman parte de una normalidad diaria.

Nos lo enseñó Pablo Neruda en el poema “Explico algunas cosas” de España en el corazón (1937). Las bombas del fascismo no caían sobre una discusión abstracta entre la libertad, el comunismo, la reforma agraria o los privilegios de la iglesia, sino sobre Argüelles, un barrio madrileño en el que había vivido, se había cruzado con perros y chiquillos y había mirado el paisaje de Castilla con sus amigos mientras la luz de junio germinaba en los balcones. El ruido de los disparos y las bombas cae sobre el rumor de los comercios, el pan, el aceite, los tinteros y las cruces de las farmacias. Y es este pálpito de vida humilde el que nos permite valorar la indignidad de la prepotencia y la crueldad de las decisiones violentas. Por mucho que se juegue con el nombre de los dioses y la razón, el sufrimiento de Palestina no tiene perdón de Dios.

Junto a los muertos enterrados y los escombros, hay cadáveres que sigue en pie, igual que los edificios que se han quedado en los huesos, sin fachadas, sin ventanas, sin familias, sólo un conjunto de vigas grises y oquedades en el aire. Es la desolación que forma parte de una existencia llena de cicatrices. Como escribió Piedad Bonnett en Explicaciones no pedidas, la cicatriz es “ la forma que el tiempo encuentra de que nunca olvidemos las heridas”.

La memoria es una carretera de doble dirección. Asistir a un presente difícil abre las puertas a recuerdos de dolor y de dignidad que ya serán imborrables. También acuden desde el pasado momentos felices, nombres y horas de amistad cuando el dolor se apodera de la palabra hoy. Ciudades y personas a lo largo de la vida, Bogotá, Cartagena, Barranquilla, Cali, Medellín, Pereira, Santa Marta, Bucaramanga, o José Luis, Daniel, Juan Manuel, Laura, Darío, Carmen, Piedad, Yolanda, Héctor, Juan Gabriel, Ramón, Fede, Juanfe, Cata, Andrea, Santiago, Giovanny... Tanto amor y no poder nada contra la muerte. Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, sigo recordando como Aureliano Buendía aquella tarde remota en que me llevasteis a conocer la amistad en un vaso con hielo.

Hablo español y digo sumercé, vos, usted, tú, cachaco, mafios, hijueputazo, ocobo, macondo, tapabocas y chévere (que es, como dice Daniel Samper, una palabra muy chévere). Y hago mía, aunque le cambio el idioma para arrimar el ascua a nuestra sardina, la tristeza de una “Antioración” que Juan Manuel Roca incluyó en su Biblia de pobres: “Ni por un caballo negro que chapotee en la lluvia y piafe bajo un cielo de olivos, ni por la dignidad del viento o de un gran señor en la viñas de Baal, ni a cambio de un próspero comercio de toneles de vino y bosques de olor, lograré entender, Señor, que en la lengua de García Márquez, en la misma lengua de Álvaro Mutis, se sigan ordenando matanzas”.

La discusión entre el bien y el mal no se queda nunca en un jardín teórico. Resulta imposible separar el pensamiento, el derecho y la justicia de la vida propia y de la vida de los demás. Lo que han visto nuestros ojos es tan importante que sus huellas tristes o felices nos deben hacer dudar de nosotros mismos cuando pretendemos cerrar los ojos ante lo que pasa. Los periódicos y los informativos se llenan de catástrofes, dolores y malas noticias; casi nunca hay espacio para hablar de las humildes cosas alegres, el atardecer del sol que cae sobre el mar y la conversación de unos amigos, el amanecer que apoya su cabeza en una almohada, las calles de una ciudad habitadas por la gente que viene o va a sus tareas. Pero se trata de realidades inseparables. Si duelen las catástrofes es porque estallan sobre la respiración, los recuerdos, las costumbres, los asuntos del bien y del mal que forman parte de una normalidad diaria.

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